domingo, 10 de diciembre de 2006

Un fin de semana cualquiera

Yo despierto. El contacto con ese pequeño cuerpo rebotando sobre mi cama como si fuera una cama elástica me dice que la mañana ya está bastante avanzada. Sus zapatos golpean mis costillas como si un pequeño canguro saltara sobre una marimba: es mi sobrino, al que alguien ha dejado entrar impunemente a mi cuarto, me despierta con golpes powerrangerescos. Salgo de la cama y me doy cuenta de que la computadora se ha quedado prendida y aún está sonando la canción “Nos siguen pegando abajo”. –“Qué ironía”, pienso. Abro la puerta de la casa. Las mismas imágenes de todas las mañanas. No hay nada fuera de lo común para ser las nueve y media de la mañana. ¡Las nueve y media! Bastante temprano para haber llegado a las tres de la mañana de ese mismo día, luego de haber estado con Mariclaudia en San Miguel.

Siento que una fuerza que no puedo ubicar me jala, me lleva hacia una tromba incontrolable; necesito ir para allá. Llevo la revista SOMOS para ver si valió la pena haber comprado una vez más El Comercio. Menos mal que llevé también la sección A del día domingo: Carlos Fuentes, mi madrina Rosa Montero y el osito de felpa de la literatura peruana, quizá sobrio esta vez: Ha muerto William Styron, se redescubre a Irmgard Keun y Lennon es elegido en una encuesta de la revista británica “Q” como el mayor ícono de la música rock. Y padezco de ese biológico placer de una forma casi inhumana. Me lavo las manos y luego la cara para cosechar las legañas de mis ojos. Estoy de nuevo fuera del baño inclusive con los dientes cepillados. Y llega la hora de desayunar y me tengo que ir para la mesa de la cocina. No puedo entrar aún porque la puerta del refrigerador está abierta, y mientras esté abierta no se puede abrir la puerta de la cocina para poder entrar a sentarme a comer.

Me ven en mi casa con cara de espanto. Ellos ya no saben quién soy yo. Yo tampoco trato de darles explicaciones sobre el extraño que les está acompañando a desayunar esa mañana. Samsa, Samsa, Samsa. Si mi hermana hubiese tenido una manzana en las manos me la hubiese incrustado en el costado, como a un cristo terrenal y mediocre, pero, si mi madre leyera justo estas líneas, sabría que voy directamente al infierno por blasfemo. En eso siempre ha sido innegociable. Sn embargo, sólo hay mangos en el refrigerador y yo, por suerte, no tengo tráqueas a los costados. Una vez más, se trata de conversar de algo en la mesa, que es el continente del sufriente corazón de mi madre, que siempre sufre, que fue educada para sufrir, para padecer todos los males del mundo en su frágil cuerpo de una mujer de sesenta y seis años. Aquí está el demonio de tu hijo, madre. ¿Acaso no me reconoces?

Por alguna extraña razón, queridos, sale el tema de la delincuencia juvenil. Yo también soy intransigente, y se los voy a demostrar. Yo tenía la razón en esa mesa. En esa mesa donde yo siempre he sido un extraño desde que empecé a pensar. Claro que todo eso es una enorme falacia. Tremenda estupidez mía que lidia dentro de mí desde que tengo dieciocho años. Los jóvenes de las pandillas tienen una esperanza. Hay que tener fe, se concluye en la mesa. ¿Fe en quién? En Dios, hijo. Dios puede transformar esas vidas que están yéndose por el drenaje. ¿Acaso has perdido la fe? En mí no; pero en ellos, sí: a ese grupo de gente, en medio de una sociedad embrutecida, solo les espera la muerte. Sí, madre, soy el demonio que tuviste más de nueve meses en tu vientre y que salió por cesárea porque no estaba en posición cuando tenía que nacer, y que nació con el cráneo inmaculado porque ningún médico lo tuvo que jalar de la cabeza para que nazca. Hoy es el segundo domingo de adviento.

Papá quiere hablar, no puede dejar de hacerlo. Pero, ¿a quién le importa? Paso en limpio: a mí no me importa. Para él sólo soy un maricón. Un maricón: o sea un homosexual. No sé si también seré un cobarde para él, pero sí que soy un gay. Que se joda. No lo pienso escuchar, por más que tenga algo interesante que decir. Siempre lo he escuchado. ¿Cuándo se detuvo él a escucharme cuando una lágrima o una felicidad me invadían? Lavo mi taza y el plato donde estaba mi presa de pollo sancochado al ajo y el huevo frito que comí en el desayuno. Una vez más pienso en lo mucho que detesto el ajo. Me siento en la máquina. Quiero retomar la escritura de tantas cosas que tengo pendientes desde hace mucho tiempo. Y que, Dios mediante (hasta el demonio tiene derecho a creer en Dios), tendré que terminar, pues aún me tengo fe. FE.

* * *

Tú te sientas frente a la computadora y crees que hoy es un día distinto para escribir. Crees que porque has terminado leer un libro más, ya has podido rescatar de ahí algunas enseñanzas que te harán mejor escritor. ¿Y qué tal si el libro que leíste es prescindible? Sin embargo, estás aquí sentado, tratando de recordar lo que hiciste el fin de semana. Y recuerdas que el viernes en la noche fuiste al cine con Mariclaudia. Que vieron The Departed y que fue una película que te rayó la cabeza y que a ella le gustó. Recordarás también que fueron a Plaza San Miguel y que ahí les dieron las tres de la mañana y la tuviste que dejar en casa, y que luego te fuiste en un taxi a la tuya. Que llegaste, que tu sobrino estaba llorando por el dolor de oído a causa de la gripe y la fiebre. Que te levantaste a la media mañana del sábado. Que seguiste leyendo La Muerte de Artemio Cruz y tenía la música de la PC a todo volumen. Por lo que entró tu papá a apagar los parlantes y tú renegaste y farfullaste un carajo cuando él, luego de entrar sin tocar la puerta, se iba de la misma forma en la que entró: si decir una puta palabra.

Encendiste de nuevo los parlantes. Afuera tenían visita, pero tú no saliste a saludar. Te quedaste leyendo y luego, cuando te dieron ganas de bañarte, ya no estaba la visita y el baño estaba ocupado por tu hermana y quisiste esperarla viendo un poco de televisión. Ahí entró tu padre, a carajearte, por ser tan malcriado, por tener el volumen a todo volumen, y tú, demonio otra vez, con Satanás dictando las palabras que de tu boca salieron, le dijiste que ya te ibas a la Argentina, que no lo volverías a ver, y que eso era lo que querías: no volverlo a ver en tu puta vida. Recordaste cuando, de niño, en Paramonga, no podías dormir por la emoción de volver a tus hermanos que llegaban de Lima, le quisiste trasmitir esa alegría, eso que desbordaba tu pequeño corazón, y sólo recibiste un carajo, un mierda, y una orden dictatorial de largarte a dormir a la cama. O cuando te golpeó una vez, y cuando ya habías caído al piso te dijo que desde ahora en adelante TÚ serías su perro. UN PERRO. Un perro que se negó a ladrar y que ahora cómo quisiera tener rabia para de una mordida mandarlo a un mejor lugar a dormir su gordura sempiterna y antideportiva que siempre lo caracterizó y que por eso ahora en casa se preguntan cómo rayos harán si a él, en ese segundo piso precario, le pasa algo para sacarlo a la ambulancia. Haría falta una grúa para sacarlo. O su última perla cuando llevaste a un amigo que vivía muy lejos a dormir a casa porque era tarde y volvían de una discoteca dark, cuando te creyó homosexual y a tu amigo, que aún no terminaba de despertarse lo botó, “muy amablemente”, de la casa porque “tu mamá iba a estar muy ocupada”. Recordaste todo eso cuando le gritaste, como queriendo desaparecer del planeta, y le dijiste que sólo estabas en su cama viendo tele para esperar que su hija saliera del baño para poder bañarte.

Que ya está anciano te dicen (en tres años cumplirá setenta años). “¿Y eso qué mierda tiene que ver?”, preguntas mentalmente siempre. Y aún no sabes de qué son esas lágrimas que te nublan la visión, esas lágrimas son de odio, de impotencia, o de amor, no lo sabes y no lo sabrás hasta que él esté muerto, hasta que tengas un hijo que haga las mismas cosas que tú le hiciste a tu padre.

Recordarás todas esas cosas sentado delante de la computadora. Y que ayer, luego de mucho tiempo, volviste a ver a todos esos amigos literarios (a un buen grupo de ellos), que encendían tus ganas de escribir y te oxigenaban cada vez que la SUNARP te hacía mierda el espíritu. Porque luego de putearte con tu padre, saliste de su habitación (donde está la única tele de tu casa) y fuiste al baño a bañarte, y tu madre te advirtió que no había cortina en la ducha, por lo que tuviste que secar luego el suelo del baño que se había salpicado de toda el agua que rebotaba de tu amorfo cuerpo. Y Esperaste escribir algo y no se te ocurrió gran cosa para escribir. Esperaste a que sea la hora de salir para la casa de Camasca con el libro que hacía ya tiempo él te había prestado. Saliste pues de casa, con las lágrimas ya secas y el corazón un poco más marchito.

* * *

Él tuvo que cambiar de San Sebastián en la avenida Abancay porque en la que iba se malogró. Hizo el trasbordo y ya no fue cómodamente sentado para seguir leyendo La Muerte de Artemio Cruz. Pasó por las calles que tantas veces vio pasar en esa misma línea, cuando aún quería ser un abogado para mayor gloria del Señor y probar que no todos los abogados se iban al infierno (claro, esos abogados que se jactan de que nacieron sola y exclusivamente para ser eso).
-¿Tienes que hacer algo hoy a las cuatro?
-Sí, tengo reunión con unos amigos cerca de San Marcos.
-Ah.
-¿Por qué?
-Hoy es la ceremonia de tu hermana… del curso de Reflexoterapia que llevó.
-Es que ya me comprometí, mamá.
-No importa, ya no te preocupes.

El calor era insoportable. Por eso no llevó casaca ni chompa. Sólo iba vestido con una camisa y un pantalón que ya evidenciaba suciedad. Cruzó el centro en poco tiempo y llegó relativamente temprano a la cita. Ahí ya estaba un amigo periodista y profesor. El dueño de la casa estaba en la puerta, esperándonos. La reunión fue muy amena. Desde que se inició, con la caminata hacia la nueva Librería Crisol de la Plaza San Miguel y la compra de gaseosa, jugo y panetón en el Wong. Camino de regreso, con un cigarrillo para aminorar el sinsabor de su vida, escuchaba a sus amigos hablar sobre tantas cosas: Vargas Llosa, Sabina, las alumnas, los chismes dentro del grupo de amigos. Todas esas cosas que hace tiempo no tenía y no se había dado cuenta de lo mucho que le hacían falta. Caminó en silencio sumido en sus propios y desordenados pensamientos.

Dieron las diez y aún estaban todos ahí reunidos, hablando de cine y de libros, inspirados por D. Rodas, que llegó con el enorme entusiasmo de terminar una novela que ya había empezado a escribir. Sepultaron una vez más el horroroso cadáver de Alonso Cueto, gamonal de las mediocres tierras de la literatura que él comanda, bufón oportunista de MVLL, que ya llegaría a pasar las fiestas en Perú, como lo hace siempre: buen motivo para ir al Malecón Mario Vargas Llosa (antes Paul Harris) a ver al maestro comer su panetón. Prometió no llamarla, para no asfixiarla, pero no pudo soportar la tentación de escuchar su voz. Así se había ido el sábado, así se iría el domingo: recordando cosas, inspirándose a escribirlas en la máquina, por más que, ya cerca de las tres de la tarde, aún tenga puesto el pijama y espere (aún con el desayuno en las tripas) a que esté listo el almuerzo.

domingo, 3 de diciembre de 2006

Mi insoportable levedad muscular

En estos últimos dos meses he estado saliendo a correr casi a diario. Por eso, he estado levantándome de la cama a las cinco y media de la mañana. La ruta que seguía era desde la puerta de mi casa, cruzaba la pista de Próceres de la Independencia, subía por la avenida Gran Chimú hasta la altura del Banco Continental y doblaba luego hacia la derecha con dirección al Malecón Checa. Corría a lo largo de esta calle, paralela al río, respirando sus pestilencias, esperando el cambio de luz en el puente que va a Puente Nuevo, y llegaba hasta la entrada de Campoy, siempre adornada por cadáveres de perros que gente inescrupulosa dejaba expuestos al sol.

Esa ha sido mi rutina de los últimos dos meses. Algunas de esas veces, cuando ya estaba con algunos cientos de metros ya avanzados, sentía una especie de adormecimiento de la pierna derecha que al principio no le di importancia, luego desapareció, pero para transformarse en un dolor aparentemente muscular en la misma pierna que no me dejaba correr tranquilo en los primeros tramos. Ahora, ese dolor, este viernes, me ha hecho pedir descanso médico en el trabajo y la médico de la SUNARP me ha pedido que me haga una ecografía de partes blandas en la pierna derecha para descartar una trombosis. ¿A mi edad?

Bueno, el asunto es que gracias a la naturaleza de la lesión, se me recomendó reposo absoluto, además de CINCO AMPOLLAS DE DICLOFENACO SÓDICO y una crema para la relajación del músculo (que pude reemplazar por pastillas de Nórflex, cosa que efectivamente hice porque la crema estaba muy cara). Desde pequeño he tenido un pavor muy grande a las agujas, y cuando hubo campaña de vacunación en el trabajo (por la rubéola) me vi con los Walt Disney (o sea, con los muñecos) e hice un papelón en la cola de espera porque en verdad esas agujitas… me dan cosa. Sí, le tengo miedo a las agujas, y nunca antes en mi vida, me las habían tenido que poner tantas veces seguidas. Cinco en total durante este fin de semana. Esta medicación, y la recomendación de no pasar mala noche ha hecho que le falle a mi querida amiga Catalina, y a mis demás amigos, en la celebración del cumpleaños de esta, porque justamente me tenían que inyecyar con la tercera jeringa de diclofenaco. He quedado mal con ellos. Me llamaron ya bastante ebrios en la mañana de hoy. Como estaba aún con los efectos de la pastilla de Nórflex (que es anti-Walt Disney) los mandé a rodar porque tenía mucho sueño. Me siento mal por no haber ido, pero creo que ha sido lo mejor. Qué tal si en verdad es algo serio lo que en la pierna me pasa. ¿Podré caminar bien en las calles de Argentina si sigo sintiendo ese malestar en la pierna? Yo no lo creo, y la verdad no sé si ellos cuando ya estén sobrios lo entiendan.

Por otro lado, este ya es el último mes del año. El ambiente en la chamba está bastante tenso porque nadie sabe si va a continuar o si nos irán a botar a todos. Hablo, claro está, de los practicantes. Que me renueven o no, me tiene sin cuidado, porque yo ‘estoy hecho para grandes cosas’ como dijo mi británico amigo Richard Bringas. Qué significa eso realmente, no lo sé. Lo que sí sé es que las fiestas de fin de año están a la vuelta de la esquina. Y necesito una oportunidad más para reivindicarme con los muchachos, los cuales piensas ahora lo peor de mí porque no estuve con ellos en la celebración del cumpleaños número 21 de Catalina Cabrera Junco. Tanto peor aún es el hecho que tampoco haya estado para celebrar ese mismo día el cumpleaños de Guilliana Angola Robles, quien también cumplía años ese día. Claro que no veintiuno, por supuesto. Yo creo que cumplió cuatro años más.

Aprovechando mi convalecencia, cambiando una vez más de tema, Adriana me hizo una reflexoterapia. ME hizo saltar lágrimas de dolor porque en verdad esa cosa es muy dolorosa. Sólo la primera vez, dice. Pero no quiero intentarlo ahora por segunda vez. Ella ha descubierto algo que me hizo sentir como un fenómeno: tengo más de dos riñones y más de una vesícula, estoy mal de la columna (algunos discos fuera de lugar), tengo mal el cuello, los nervios, el duodeno y la circulación sanguínea. En resumen: ¿qué carajo hago vivo? La cosa es que sigo vivo y para adelante. Con la pierna aún con un tímido dolor en la parte de la pantorrilla, claro.

Además, los amigos me han hecho sentir terriblemente mal por haber faltado a la reunión. Algunos me dicen falla, como si yo hubiese querido faltar, otros me dicen tacaño, porque creen que no fui por no gastar dinero. Maldición, borrachos, espero que todo eso sea solamente producto del alcohol. El asunto –y aquí concluyo- es que no quiero jugar con mi salud, y el tema de mi pierna realmente me preocupa. Más que otras cosas, porque si no, ya hubiese dejado de fumar hace tiempo. Pero no puedo. Una contradicción más en mi vida. Algún día lo lograré.

Descansen, muchachos, deben estar con la resaca. Cata, querida, en tu correo hay un mensaje de voz de Bringas para ti.

Los quiero mucho a todos.

reo-libre@hotmail.com

martes, 28 de noviembre de 2006

Dos caras de la misma moneda

Muy pocas veces he tenido la oportunidad de ver dos películas seguidas en un mismo día. No es que no me gusten las jornadas cinematográficas largas, sino que, debido a mi poca organización, no las puedo programar. Pero para mi buena suerte, que la tengo, cómo no, la última sesión doble de cine que tuve fue producto del azar y de la oportuna compra de películas en formatos de DVD de mi hermana.

Así, luego de una aburridísima jornada laboral, llegué a mi casa a derrumbarme sobre la cama, me percaté de la esbelta caja de DVD que decía “Kinsey”. Sobre el tema de Alfred Kinsey no he investigado en lo absoluto, confieso; ignoro supinamente si las ideas que expuso con su obra aún permanecen vigentes y si alguien en el campo de la psicología o la psiquiatría haya superado ya sus aportes; pero lo que sé es que esa película me mantuvo muy pegado al argumento desde el principio hasta el fin. Y como no estarlo con unas actuaciones bien logradas, un buen guión, y el siempre polémico tema del sexo en nuestra vida diaria, tratado sin ningún tipo de tapujos. No pude evitar reflexionar sobre el tema, tratado directamente, de la hipocresía de la sociedad occidental que trata de reprimir el impulso sexual en los jóvenes y crear así la terrible desinformación, que, a pesar de la época en que vivimos, aún cunda por ahí creando madres adolescentes, plagas de enfermedades venéreas y tanto conflicto de culpabilidades y valores morales muy cuestionables ahora. Un ensalzamiento del sexo como necesidad biológica del ser humano.

Claro, que por otro lado, al terminar la película con el señor y la señora Kinsey paseando entre secoyas milenarios, cogiendo el control remoto del televisor paseé por los últimos canales del cable (que aquí en mi casa si no fuera por mí, casi nadie vería) y me di con la grata sorpresa de que estaba a punto de empezar una película que, si no la hubiese visto en esa oportunidad, no sé cuándo la hubiese podido ver: “Before sunset”. Prometí, hace tiempo, que no vería esta película hasta no ver la primera parte (“Before sunrise”). Sin embargo, y luego de haber buscado insistentemente esa película y no encontrarla, desistí a la idea, dejando esto como una cuenta pendiente. Así que al fin, vi esta película de una solo acto, un solo diálogo sin interrupciones que se desarrolla por las callecitas soleadas de una veraniega París de dos viejos amigos que se encuentras luego de nueve años pensado en todo el amor que han dejado atrás y todo de lo que el amor ya no tienen o no quieren. Caminando juntos, se dan cuenta de cómo han cambiado en nueve años de no verse ni haberse comunicado y como, pese a todo, un amor aún los une, un romántico aún hay en él, una romántica aún no ha muerto en ella.

Y bueno, luego de mucho tiempo de no tener una partida doble de buenas películas, por el día de hoy me puedo ir muy satisfecho a dormir con estas dos películas que sin ser dos monumentos del sétimo arte, se dejan ver y entretienen cada una a su estilo. Y en ellas dos veo, las dos caras del mismo engorroso tema de parejas: el sexo y el amor. Dos planos distintos de la vida, dos cosas opuestas que añoramos. ¿Opuestas? Claro, ¿alguien cree que el sexo está ligado al amor? Si lo acompaña bien, es muy placentero de esa forma (doy fe). Sin embargo, y es lamentable, ¿se han puesto a pensar cuántas veces alguien ha podido tener sexo por simple crueldad u odio, sin el más remoto rastro de amor?

Hasta mañana.

reo-libre@hotmail.com

domingo, 19 de noviembre de 2006

Jolgorio Erecto-Oral, otra vez

Una vez más, tuve que salir un domingo a votar, y como sucedió en la segunda vuelta, otra persona querida por mí cumplía años en esa dichosa jornada. Martín Herrera (Martincho) sopla velas hoy. Aún no hablo con él, pero de seguro más tarde estaré llamándolo para darle mis saludos, y saber cómo está.

La noche anterior, estuve en una obra de teatro donde actuaban amigos de Edgar y de Alipio, una pareja de colombianos que hicieron una performance de clowns muy interesante y divertida. Fui con Mariclaudia que, a excepción de Maharajá, terminó por conocer a todos los muchachos de la patota. Claro que sin contar a Bringas que está en Londres y Kilian que está en Freiburg im Breisgau. Luego de una larga dubitación (y de la frustrada conversación con los colombianos), terminamos en un hueco de la avenida Arequipa comiendo: la ley seca nos había matado cualquier intención alcohólica que albergáramos. Yo, siempre al margen de la ley, comí un Banana Split.

Llegué a casa y dormí como un lirón. Me desperté cerca de las nueve de la mañana y mientras me despegaba las últimas legañas de los ojos, me di cuenta de que no tenía salvación, tenía que ir a votar, o botar, daba igual. Salí rumbo a la Abancay y me bajé en Cusco (no me quisieron cobrar “china” hasta ahí). La cola era minúscula. Entré sin mayores complicaciones pero mi mesa aún no estaba instalada; demoró unos diez minutos que la instalaran y pasé a botar (sí, está bien escrito). Marqué el mapa de unidad nacional (déjenlo en minúscula, no merece las altas) y me fui con mi conciencia un poco más embarrada a caminar por la avenida Abancay, pensando en Mariclaudia, en lo que estaba haciendo, tomé el carro de regreso a casa, me bajé en el paradero y me fui a comprar una prestobarba y una tarjeta de cinco soles La Peruanita para hablar con Martín. O sea, nada fuera de lo común.

Así como las elecciones. Luis Castañeda Lossio está solamente cumpliendo con el trámite necesario de las elecciones para llegar a tener un periodo más. Este triunfo en las elecciones que va a tener va a ser rutinario. Y es una pena que así sea. El resto de postulantes al sillón edil son una tira de payasos que no tienen nada que ofrecer a esta comuna decrépita como es Lima. Bastaba ver los debates y el nivel retóricos de aquellos que pretenden el municipio más importante del Perú. Al menos en la segunda vuelta tuve el incentivo de no saber con qué matarme: si con una pistola o con racumín. Ahora, qué pena, no me quedó votar si no por Castañeda, que es mucho más aburrido que votar viciado, como lo hice la última vez.

Para colmo de males, tenía la restricción de la ley seca. El sábado tenía que ir a trabajar y no pude pegármela, choteando así a unos amigos que querían celebrar la ley seca embriagándose hasta morir. Una lástima en verdad. Lo único bueno fue que tuve mucho tiempo para hacer muchas cosas que había pospuesto. El sábado fue un día productivo. Sin embargo, la jornada electoral de ahora (así como la campaña previa) simplemente un fiasco. Ya a estas alturas, Castañeda ya debe ser proclamado alcalde reelecto de Lima. Y eso no es una cosa que me entusiasme mucho. Sobre todo porque las reelecciones no siempre son reflejo de una buena administración.

En fin, el día está aburrido y algo me dice que esta nota también será un poco tediosa de leer. Sin embargo, así está el día abrigado por un sol inclemente que nos mira con desdén desde su refugio celestial. Más tarde tengo que ir a ver a Alipio porque me olvidé mi mochila en el teatro en donde se presentaron sus amigos los colombianos.

Y en Paramonga, no sé cómo estarán las cosas, peor que en Lima, es de suponerse, pero prefiero no enterarme para no sentirme peor de lo que me siento. Me voy a verlo a Alipio. Necesito respirar.

reo-libre@hotmail.com

domingo, 12 de noviembre de 2006

Segunda nostalgia: la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (parte I)

Episodio I: Nace una esperanza

Cuando en mi ceremonia de graduación del colegio, la persona que anunciaba que iba a recibir mi diploma de graduado dijo que mi vocación era ser abogado, me tuve que contener para no romperle la cara. Lo repetí unas mil veces: Yo jamás voy a ser un abogadillo de mierda. ¡Nunca!

La vida, parcialmente, se encargó de hacerme tragar esas palabras cuando en la fila de inscripción extemporánea para el examen de admisión 2000 a la universidad San Marcos, marqué, aún muy confundido “Derecho y Ciencia Política”. Intento recordar todas las circunstancias que me llevaron a cometer ese trascendental error en mi vida y vuelvo a aquellos tiempos en los que las ingenierías aún daban vueltas por mi cabeza, aquellos tiempos cuando era un chico “vallejiano” (o sea de la Academia César Vallejo) obsesionado con cuanto problema de geometría, trigonometría o física le ponían delante. Justo en esa efervescencia científica, la “psicóloga” del colegio de monjas de por ahí en donde estudié me hizo un examen vocacional, el que arrojó el siguiente resultado: 1. Abogado, 2. Diseñador Gráfico. Estallé en ira santa, indignadísimo con el nefasto resultado de aquella encuesta. Cuando se lo comenté a mi profesor de Teatro, me preguntó qué es lo que quería que saliera en aquella encuesta. Casi sin dudar dije ingeniero. «Pero, en estos momentos, qué tienes en la mano?», me preguntó. “El amor en los tiempos del cólera” de GGM.

Así ingresé el año dos mil a la Facultad de Derecho y Ciencia Política de la UNMSM, con 148.062 puntos, en el décimo cuarto puesto de mérito dentro de la facu. Puntaje que habría sido suficiente y más para poder ingresar en primer puesto a muchas otras facultades (entre ellas, la facultad de Letras) ese año.

Y como todo cachimbo afanoso, hasta fui a la inauguración del año académico presidida por el Presidente de la Comisión Reorganizadora, Manuel Paredes Manrique. En esa ceremonia, conocí a otro cachimbo afanoso: Alex, amigo en las buenas, no tan buenas y ángel salvador en las realmente malas. Fue en algún día de abril cuando lo conocí. Con sus inmensos lentes de fondo de botella, que no volví a ver sino hasta el primer día de clases en la Facultad de Derecho, el día 17 de abril de 2000. Claro que antes, ya había ido unas veces a la selección de los cursos, la matrícula y toda esa parafernalia nefasta. En la cola de la matrícula conocía Angie Chumbes, a quien hace poco encontré en Plaza San Miguel y, me pareció, sigue siendo la misma chica desenfadada y alegre que conocí hace más de seis años.

Y bien: el primer día de clases. El aula 009 en el sótano de la facultad. Un hueco calamitoso, lleno de telarañas y bancas viejas arrimadas en todas las paredes, y por donde se veía que la mano diligente de la gente de limpieza no había pasado en mucho tiempo. Introducción al Derecho era el curso, lo dictaba Aníbal Torres Vásquez. La “chata caderona”, o sea, el profesor, se dirigió a nosotros y nos dijo: “¿Éste es el salón?”. Sí, pero no lo fue por muchos minutos porque casi quince minutos después nos enviaron al aula 329, en el tercer piso de la facultad. Ahí, en el momento de elegir al delegado del curso de Introducción al Derecho, conocí a la persona que marcó mi paso por el resto de los años en esa facultad. A aquella persona se le eligió como delegada y a esa persona me dirigí preguntándole cualquier banalidad que ya sabía y me respondió “Sí, bebé”. Desde aquella respuesta, mi vida estuvo marcada por el influjo de esa mujer, que ni bella, ni inteligente, pero algo, algo de ella, me hizo fijarme en ella y en querer enredarme en su vida, en su destino.

Y los días empezaron a acumularse, también los meses, las actividades, las marchas, todo o casi todo, de la mano de ella. Como aquella marcha hacia el centro de Lima, en donde los compañeros, piedra en mano, combatieron a la policía y a bombas lacrimógenas y a sus vomitivas. Yo me quedé en la D’Onofrio, so pretexto de estudiar volví con ella a la Universidad. En donde, comprobamos algo muy lamentable: las clases seguían, más del 80 % de la población sanmarquina ni siquiera se había movido de sus aulas: la plaga de la indiferencia, hija legítima del régimen de Fujimori, había envenenado a San Marcos a tal punto que solamente los revoltosos, a mi entender, los absurdamente revoltosos eran los más conscientes, o al menos los más incendiarios en temas de marchas. Ellos se decían y se dicen “la izquierda” mariateguista, marxista.

Cayó Fujimori y a mí se me prohibió terminantemente en mi casa asomarme por el Centro aquellos días de Fiestas Patrias. Los cursos durante ese año universitario fueron generales, de títulos como: Introducción al Derecho, Biología General (con el Loco Huicho), Sociología Jurídica (con el maestro Aníbal Ísmodes Cairo, QEPD), Historia General del Derecho (con el “áureo” Silva Vallejo), Historia de la Literatura (curso que jalé tres veces), Lingüística y Redacción, Idioma I (que podía ser elegido entre latín, inglés, alemán, francés o italiano), Psicología y Psicopatología, Historia de las Doctrinas Económicas, Historia de la Filosofía, Informática Jurídica, Metodología de la Investigación (un cague de risa, si lo quieren saber) y Matemática y Estadística. Sí buen salí con mis buenos jalados, el año la pasé relativamente bien. De no ser porque dentro de mí se cocinaba el germen de la desazón, aquella semilla del no saber qué se estaba haciendo en una facultad que a ratos era tan absurda como irrespirable, hubiese pensado que yo tenía la aptitud para ser un abogado de éxito. Eso que ella quería de mí, que siempre quiso, y se esforzó por tener, al punto que empezamos a matarnos.

reo-libre@hotmail.com

domingo, 5 de noviembre de 2006

Rock dominical

    Una de las mayores satisfacciones que yo pueda tener es la de ver un cuento o un escrito ya finalizado y corregido. La alegría que me invade cuando ya veo sobre la pantalla o sobre el papel la culminación de un trabajo creo que se puede comparar a la alegría que experimenta un padre al que le acaba de nacer un hijo. Y dentro de esas satisfacciones creadoras que tengo, la satisfacción de haber compuesto una canción es una de las sensaciones más extrañas. Extraña por lo rara, por lo poco frecuente.

Claro que un tiempo no era una sensación extraña. Y estoy hablando de hace años, cuando Álex, Cito, Alexcito, Freddy y yo teníamos nuestro grupo Ciénaga. Las sesiones de ensayo empezaban los sábados, alrededor de las siete de la noche, y a veces terminaban muy cerca de la una de la mañana.

Cuando llegue al grupo, en el verano del año 2001, nuestra sala de ensayo era un cuchitril que ni siquiera tenía un foco con el que nos pudiéramos alumbrar al llegar la noche. De a pocos, la familia Quiñones (los dueños de la casa donde ensayábamos, hogar de Alexcito y Freddy, el bajista y el baterista del grupo), fue dándole luz, color y calor de estudio a aquél pequeño cuarto. Ahí, sobre todo en el verano del año 2003, yo pasé una etapa creadora muy productiva. Cito, Alexcito y yo muchas veces nos quedábamos trabajando en nuestros temas hasta que la madre del segundo nos botaba. Realmente era muy divertido, y me sentía lleno de vida cuando escuchaba las grabaciones (precarias, claro está) de esas canciones que ya nadie recuerda ni una nota, ni una tonada, salvo dos que yo recuerdo, que eran realmente canciones con letras muy intensas.

Ahora de todo eso quedan solo los buenos recuerdos. La vida, a todos nosotros, nos ha llevado por caminos muy distintos. No sé qué será de la vida de los Quiñones (ni de su hermana Rocío, que también es amiga mía). Poco a poco, todo lo que pude decir que sabía de música, lo fui dejando en el olvido y que solamente repasaba vagamente cuando cogía la guitarra para tocar canciones ajenas con acordes que encontraba en alguna página web.

Por eso me sorprendió gratamente cuando mi hermana me dice un día que le enseñe a tocar el teclado a su hijo Eduardo. No supe qué más decirle además de “Sí”. En verdad no. ¿Qué le podría enseñar al muchacho si y mismo no practico con el teclado hace muchísimo tiempo? Pese a ese detalle (nada nimio) me decidí por enseñarle y hasta ahora no nos está yendo mal.

Y también me sorprendió gratamente que (como ya hace tres domingos), en esas escapadas que me doy a la casa de Cito, hayamos compuesto una canción con las guitarras y que ahora solamente nos falte dar arreglos a nuestra creación. Es increíble. Hasta ahora no puedo creerlo: Cito y yo, como en los viejos tiempos, creando otra vez. Aunque no es la primera vez en este año, pues ya hace unos meses habíamos compuesto una canción que la grabé en mi celular, pero que por lo visto no logró atrapar nuestra atención lo suficiente para seguir trabajándola.

Otra vez puedo decir que los domingos se han vuelto musicales, como en los viejos tiempos. Y esto, evidentemente, ayuda también a las clases con Eduardo, pues qué más quiero: mientras yo practico música, se la voy explicando a Eduardo, a quien estoy seguro lograré enseñarle a leer las partituras de su teclado, que son realmente simples. Y quizás, luego, toquemos algunos covers, él en el teclado y yo en la guitarra. Y espero que le guste tanto como a mí.

reo-libre@hotmail.com

domingo, 29 de octubre de 2006

Buscando visa para un sueño

Cuando yo tramité mi pasaporte, allá por el ya lejano año 2002, me costó casi doscientos ocho soles, entre el importe del mismo y la ficha que teníamos que llenar. Claro que no solamente eso, sino también una amanecida para hacer una cola que a las cinco de la mañana ya le daba la vuela a la esquina del edificio de Migraciones. Dentro, todo fue relativamente rápido. Algunas otras incómodas esperas sentados viendo Televisión Nacional, o en alguna cola para una revisión a los datos que habíamos llenado. Luego la foto, la impresión digital de tu firma y la revisión última en la pantalla del monitor en donde imprimirían tu pasaporte (para mi mala suerte, ese día fui sin anteojos así que no me di cuenta que no decía “Felipe”, sino “Felpe”) que pegarían en tu pasaporte con tus generales de ley y la interminable última espera para recibir el documento e irte a tu casa.

Ahora, el pasaporte ha bajado su precio de cincuenta y cinco dólares a quince dólares. Evidentemente, la cola para tramitarlo no ha disminuido si no más bien triplicado. Mucha gente ahora se agolpa afanosamente en la puerta del edificio para sacar el documento que es el punto inicial de un escape de este hermoso país que les ha tocado padecer. ¿La razón de esta reducción?: La eliminación de un impuesto de solidaridad (esos cuarenta dólares de diferencia) que solamente se solidarizó con los bolsillos de las autoridades de Migraciones y del Ministerio del Interior y de Relaciones Exteriores. Se venía voceando esta eliminación desde hacía años, sin embargo, no es sino hasta hace un par de meses que se ha concretado esta medida.

Pero el pasaporte solamente casi no sirve para visitar ningún país. Digo, es cierto que es necesario tener pasaporte para salir del país, pero ese documento únicamente no te basta para entrar a Estados Unidos, España, Canadá, Alemania, Italia, Francia, México y algunos de los otros destinos favoritos de los migrantes peruanos. Para entrar ahí se necesita una visa, y de las firmes, pese a que la mayoría recurre a esos inescrupulosos miserables que te dicen tramitarte tu visa y no sé qué más para que pagues una cierta cantidad del poco dinero que tengas y te entreguen documentación falsa para escapar de nuestro querido absurdo país.

Eso no hace más que reflejar la (creo que está bien llamada así) desesperación de muchos peruanos por salir de un país donde no encuentran oportunidades de trabajo, de crecimiento económico, ni de crecimiento cultural. Un país que no solamente está estancado, sino que, y esto es lo peor, se va hundiendo como un lastre en un galopante embrutecimiento de su juventud que baila perreo, escribe palabras como “dentrar”, “nadies”, “isistes”. Esa juventud que luego llega a la universidad peruana, que a excepción de alguna universidad (una o dos, más nada), con una lobotomía trabajada desde la televisión de su infancia (la televisión de los cómicos ambulantes), desde esta cultura del entretenimiento chabacano y vulgar que satura la televisión de señal abierta que es la que la gran mayoría ve, digiere y eructa. En este país no se puede vivir. Sí se puede sobrevivir, pero, a mí la supervivencia, es decir, tener un plato de comida todos los días, un trabajo mediano y un techo donde llegar por las noches, no me basta. Y así como yo, muchos. Que se van para trabajar, para estudiar, para ver el mundo, para vivir, para morir, pero con una mejor proyección de vida.

Y según a donde apunten sus intereses, el país a donde miren. También, claro está, de acuerdo al bolsillo de cada uno. Yo también tengo una ruta de escape, pero no precisamente es por un motivo económico, también algo de eso (digo, me gusta comer todos los días), pero no se detiene ahí: tengo ganas de ver una sociedad que no se haya envilecido así como la nuestra ha llegado a degradarse, como un maretazo brutal, durante diez años de gobierno de Fujimori, la peor de las décadas del siglo veinte que al país le tocó vivir.

Todos buscamos visa para un sueño, que no pasa necesariamente por querer salir del país y no volver jamás. Muchos de los amigos que tengo salen de aquí para estudiar, ver lo que mucha gente de aquí no ve y cree saber, y luego vuelven para dar de lo aprendido a su patria, oh, patria querida, que (también muchas veces) se niega a recibir lo que un buen hijo, un patricio entregado, le quiere dar como ofrenda. Como cuando uno saca un título de un título de Licenciado en X de la Universidad Y de la República Z. Aquí te dicen que tu título no vale y que tienes que volver a estudiar o convalidar, en una de estas universidades (salvo una o dos) que no son sino remedos de universidad e improvisaciones baratas. ¡Esta es mi tierra, así es mi Perú!

reo-libre@hotmail.com

domingo, 22 de octubre de 2006

Hay tanto que contar…

El lunes 16 de octubre falleció el ex presidente Valentín Paniagua Corazao. De sus méritos políticos no puedo hablar porque conozco casi nada de ellos. Dicen que fue un buen presidente. Dicen que siempre fue un demócrata comprometido con esos principios, un hombre íntegro que nunca se vendió al mejor postor. Lo único que sé de él es que fue congresista por Acción Popular para el periodo 2000-2005, llegó a ser Presidente del Congreso luego de que Fujimori fugara cargado de nuestro dinero y luego se convirtió en el Presidente de la República transitorio que aseguró (dicen) el retorno de las instituciones democráticas al país. Ese hombre, por quien yo votara en primera vuelta en abril de este año ha muerto, un mes después de que Vituchito lo matara para ganar quince segundos de cámaras televisivas, varios meses después de la desastrosa campaña electoral de su Frente de Centro (donde juntó rata gorda, rata colorada y cuanta pestilencia se quiso introducir en su lista congresal). Merecía ganar, claro que sí. No era el mal menor. Y o lo digo por su modesta estatura, si no más bien porque era el único que podría llevar con alguna dignidad la banda presidencial tan apolillada, podrida y hedionda (de alcohol) fuera dejada por el grande, único e incomparable Alejandro “Cholo sano y sagrado” Toledo. Tamaña rata que, a pesar también de su modesta estatura, fue una rata de las grandes.

Obviamente, como a cualquier peruano (residente en Lima, hay que aclarar), la muerte de Valentín Paniagua nos traía ciertas consecuencias. El centro posiblemente estaría obstaculizado por el cortejo fúnebre. Y como el martes 17 (el día que lo enterraron) yo tenía que ir al centro, eso me afectaba de algún modo. Aquel día, los asquerosos políticos que fueron sus contrincantes en una de las campañas electorales más horrendas que le ha tocado vivir al país, se golpeaban el pecho frente al ataúd que recibía los salivazos de un cardenal hijo de puta. Todas las coronas (que llegaban de un extremo al otro de la cuadra en donde está la Catedral de Lima) ya no estaban; la catedral estaba cerrada porque el cortejo ya se había marchado. Caminé por las calles del centro (previa parada en la calle Capón para almorzar) y mientras me iba a comprar un libro a Quilca recordé aquella inefable oportunidad en la que salí muy cansado de la explotación de práctica que tenía en el estudio jurídico de un dizque abogado penalista y me dirigí a la facultad de Derecho de la Universidad San Marcos. Ahí, por motivo de una charla de Derecho Constitucional, vi, muy menudo él, a Valentín. Lo vi de lejos, claro, porque el salón en donde él había expuesto era muy pequeño y estaba reventando de gente. Por alguna razón que ahora no puedo recordar, tenía que hacerse un brindis después en homenajes a los conferencistas, entre los que estaban un Ferrero Costa (creo que Augusto) y el popular Ketín Vidal. Y como bien dicen, San Marcos es el Perú, una secretario del decanato se me acercó, y aprovechando que me había visto la cara de idiota, y vestía un terno que más bien era un pantalón de tela y una camisa y me dijo: “¿Puedes ayudarnos a servir el vino?”. Le quise preguntar “¿Hay nota? “, pero no lo hice. Así que pasé una terrible vergüenza ajena cuando me percaté que el vino que pretendían servir era un Gato Negro. Demasiado chusco para mi gusto, pero eso le dio la Facultad de Derecho de San Marcos de beber a Paniagua.

Miércoles 18: salí a correr, llegue temprano a casa para alistarme al trabajo. Encontré a un ser nefasto conectado desde la casa de su enamorada en Salamanca (Ate) a las seis y media de la mañana. Y me insistió tanto para que escuche a Chabelos que no tuve más remedio que aceptar las “canciones” que me envió por el Messenger. «No importa», me dije, «me tomo un colectivo, me bajo en Manco Cápac, agarro ahí la 48 o la 87 y llego temprano al trabajo». Y la cagué, porque las canciones (que en verdad eran un asqueroso mate de risa) terminaron de bajar a las siete con quince y salí para encontrarme con la desviación del tránsito de la avenida Tacna hacia la Abancay. La policía (que no respeto, y no lo intento porque me enroncho) nos hizo esperar más de quince minutos ahí en Acho aguantando el caldo de gases CO, CO2, COCONUTS, y todos esos que arrojan los vetustos autos que vienen de San Juan de Lurigancho y que componen la mayoría del parque automotriz de Lima. Los Chabelos me costaron un taxi que me dejó tarde en la chamba.

Y luego, el temblor, que me sorprendió en traje de Adán sobre mi cama revoloteada mientras escuchaba “Cuando pase el temblor” de Soda Stereo.

Del fin de semana quisiera decir tanto, escribir tanto, soñar tanto, me inspira mirar al cielo, contar las estrellas (aunque sea de día), no sé… tantas cosas. Ustedes saben. Esta semana ha sido muy buena. Lo voy a escribir, pero no aquí… Mucho sapo.

reo-libre@hotmail.com

domingo, 15 de octubre de 2006

Henry Miller, la semana laboral, mis medias rotas.

Estuve paseando por las calles imaginarias de una ciudad que no existe. Una ciudad limpia, de piedras de sillar increíbles que tapiaban las calles hasta perderse en el horizonte. Montaba yo un unicornio dorado, de ojos profundamente negros y pelambre brilloso. Escapaba presuroso hacia un mundo surreal pero no pude terminar el viaje. Una frenada del miserable conductor de la 87 (con franjita celeste en medio, esa que va por el Rebagliati) me despertó porque mi cabeza chocó bruscamente contra la ventanilla. En mis manos, aún estaba “Trópico de Cáncer” de Henry Miller. Me tuve que bajar en la escalera (paradero que lleva este nombre que es la entrada a no sé qué parte del hospital).

Frente a mí, el elefante verde. Marqué cuando el reloj cambiaba de las ocho a las ocho y un minuto de la mañana. «No, la p… Bueh, en fin, qué se hace». Mi madre, a quien le debo más que la vida, me enseñó a saludar a todos mis mayores. Esa lección la olvidé cuando entré a la universidad. Sin embargo, saludé a los guardias de la puerta que son amigos, buena onda, no te friegan (y nada te dicen cuando te ven que sales con un libro impreso, pero que en el trabajo no se enteren que ya imprimí Bolaño, Kierkegaard, Stepehn King, Sabato, Kant, Derridá, Foucault y Christian Ávalos. Si eres practicante de la SUNARP y lees esto no le vayas a decir a nadie total a mí igual no me renuevan en diciembre y eso está bien porque ya tengo que emigrar). Decía yo que no friegan los guachis (Guachi no es lo mismo que gachí).

Hoy es viernes 13, me dije, pero yo no soy un supersticioso. Ese día no tenía la culpa de que: a) Haya habido feriado largo; b) que producto del feriado largo el día martes los usuarios se hayan agolpado en las ventanillas para dejarme un regalito de más de 180 atenciones; c) que doña Lourdes se haya enfermado; d) que nos hayan acusado de subversivos, reaccionarios y piqueteros por no hacer el trabajo a tiempo. No, el viernes 13 no tenía la culpa de eso.

Siempre intento salir a las tres de la tarde del trabajo. Subo al carro y me voy a casa y abro el libro que tengo en las manos. En los últimos días fue el Miller del que ya hablé. He navegado por esas páginas de una forma sesgada, tal y como las escribió el autor. He conocido su mundo nihilista. Me he rodeado de todo eso. Llegaba a mi cuarto en busca de una gachí a quien le pudiera unos francos para comer, o empezaba a timbrarle a los celulares de Joe, o sea de Carl, Van Norden, Fillmore, Nanatetee, aunque este último era realmente despreciable. Me ha influenciado, ese libro sórdido, escrito en una realidad de collage, sexual que salpica el sudor en todas sus páginas, pero a su vez impregnado de las más profundas reflexiones espirituales acerca de la vida, de cómo una persona que quiere dedicar su vida al arte tiene que ver el mundo, sin ceñirse la anteojera que los comunes cuerdos usan. Ese libro sí me tiró una bofetada desde las primeras páginas y me arrastró al escritorio donde reposa esta pequeña computadora mía. Henry Miller voló desde California, así disperso como estaban sus cenizas por Big Sur, y como si estuviera en la película Terminator II se reintegró delante de mí y me habló en un perfecto castellano casi chalaco: «escribe, mierda, escribe».

Producto de toda esta parafernalia, este humilde sunarpino ha estado llegando moderadamente tarde a su centro de labores (levantándose sin salir a correr, su sano hábito de las últimas semanas). Sin embargo, avanzando el cuento más sucio, sórdido y brutalmente sincero que ha escrito a la fecha. Sincero porque la prosa que ahí reposa no me la saqué de la cabeza, sino del corazón. De mi inflamado corazón que azotaba terriblemente las teclas de mi computadora, inflamado por la presencia del viejo Miller, que se encontró con Bukowski y Onetti en la puerta de mi cuarto y se dijeron: «Habla, pelón, unas chelas». A lo que el viejo Onetti respondió: «Uh, loco, mató, loco, que ando sin un morlaco, loco, estoy re-manija, loco» (que me disculpen los hermanos uruguayos, sólo es una broma privada). Brutal porque ese que está ahí, la voz en primera persona, el narrador, no es el autor textual, mucho menos el autor real. Mas, es verdad, es una voz que estaba dentro de mí, que luchaba por salir e infiltrarse como un virus para inocular de su veneno todas las líneas de ese cuento. Esa capacidad de los narradores de usar el yo sin comprometerlo, usar la primera persona y crear un personaje ficticio desde la primera persona sin involucrar en un solo instante la esencia del yo autor textual/real. En otras palabras: crear otro desde el yo, hacerle un alter ego al alter ego.

Supongo que lo he logrado: el personaje del cuento es un tipo sucio, timorato a veces (aquí algunos dirán que sí es yo (o sea yo pues, Christian), pero solamente por eso, por más nada), dependiente completamente de lo que una mujer pueda pensar de él (ya, ya, no frieguen). Lo he “parido” lentamente, y no sé en qué irá acabar todo ese asunto. Sólo el lector podrá decirlo.

Como sea, llegó el viernes 13 y tenía trabajo atrasado. Además del feriado largo, habíamos sufrido una baja. Doña L se enfermó y estuvo dos días de descanso médico, porque lo que nos tuvimos que repartir su carga de dos días. Encima, la pesadísima carga de los viernes. Pensaba en Miller, en qué hubiera hecho el viejo en estas circunstancias. Quizá lo hubiera dejado todo y se hubiera largado a París. Maravillosa idea, con la pequeña diferencia de que yo no soy estadounidense, es decir, no tengo pase para todo el mundo, no tengo un cobre para irme a Francia; y no escribo tan maravillosamente como él. No soy Miller. No podía salir de ese infierno burocrático. Mucho menos podría haberme salvado de las acusaciones de incendiario que vinieron después. Dicen que he retrasado mi trabajo, que lo dejo sin certificar adrede o peor aún que lo retengo ya hecho y no lo entrego para firmar. ¡Lisura! Cierto es que uno siempre tiene que ser un reaccionario para el sistema, pero yo ocuparía mis fuerzas en cosas con mayor importancia que unas simples y mugrosas atenciones. Dieron las cinco y largué de ahí. Tenía ya demasiado para ese día. Además, como iba ir al cine luego, no iba a estresarme pensando en la “vacuna” que las jefas nos quisieron aplicar (he aquí que detecté un tufillo de partido republicano y empecé a ver a todos los certificadores muy, muy similares a George Bush y a su discursito de la guerra preventiva). No fue el viernes 13, para mí, ese día, tuvo un buen fin, de cine, compañía y un oso con un alce de un solo cuerno que luchaban contra los cazadores en “Open Season”.

El sábado tuve que ir a trabajar, realmente desmotivado, incluso en las llamadas que hice a mis amigos se notaba que no tenía ganas de abrir la boca para nada. Ahora viene el domingo. ¿Qué me tocará vivir esta nueva semana? ¿Jugar básquet con las medias rotas? ¿Tomar café rancio? Sólo el tiempo lo dirá.

Buenas noches.

Comentarios, críticas, insultos, escupitajos, declaratorias de amor u odio, al correo reo-libre@hotmail.com.

lunes, 9 de octubre de 2006

Primera nostalgia: la ciudad de Lima

Tengo recuerdos de hace veinte años. Creo que son los recuerdos certeros (y no imaginados) más antiguos que tengo. Y claro está, entre estos recuerdos están los viajes a Lima, mientras todavía vivía en Paramonga.

Algunas veces era simplemente ir a despedir a mi papá que se iba solo a Lima a ver a mis hermanos que aún estaban en la universidad (dos de ellos); otras veces, cuando nos íbamos papá, mamá y yo, era despertarse temprano y salir por la Panamericana Norte rumbo al sur. Y llegar al paradero de Habich, bajar y caminar hacia José Granda con las maletas… o a veces sin ellas. Como aquella vez que no nos quisieron dar nuestro equipaje porque el nombre de nuestro boleto no coincidía con el de tiquete engrapado en el salchichón marrón, la maleta viajera de muchos años.

Así conocí Lima, viajando con mamá y papá en la mañana de los sábados, pasando el día con mis hermanos en la tienda alquilada que usábamos como hogar en el barrio de Ingeniería, en el distrito de San Martín de Porres. En aquellos tiempos, esa parte de la ciudad era todavía una puerta de entrada a la ciudad; hoy en día, es casi como el centro. Muchos de los barrios que hoy son enormes en el cono norte de Lima, en el año 1986 no eran sino casas que adornaban terrenos aún baldíos y lotizados, o chacras inmensas que escoltaban la entrada norte de la ciudad. De niño, pegado a la ventanilla del bus, nunca dejaba de admirarme del camino que ante mis ojos se revelaba: Pativilca, Barranca, Supe, el puerto, Huacho, el desierto de Chancay, el Serpentín de Pasamayo (en donde yo nunca tuve problemas de mareos o vómitos, por el contrario, siempre le pedía a mamá que me dejara ahí al lado de la ventanilla para ver las formas de las dunas en la bajada que apenas eran adornadas por aparentemente pequeños peñascos, cosas que me hacían pensar en helado de vainilla con chispas de chocolate), la garita de Ancón (con su problemático puesto PIP y sus baños camuflados de restoranes de paso) y Puente Piedra con las cargas de camiones hechas de madera a ambos lados de la carretera, antes y después de cruzar el río Chillón. No existían aún el Metro, el Tottus, la Megaplaza, la Royal Plaza, SENCICO, ni el “pujante” distrito de Los Olivos era lo que ahora es. Muchos de sus inmuebles eran aún terrenos, rodeados de muros de protección con las pintas de Sendero o de “Alan Presidente 1985”. ¡Qué calamidad: Lima por su entrada norte era algo realmente sombrío! Cuando papá no podía ir me decía: “Si tu mamá está dormida y ves que llegas a una chimenea (la chimenea de REX, que quedaba al lado de un PURINA, que ahora que lo pienso, ya no veo en la actualidad), la despiertas porque ya están cerca de la casa”.

Los más tensos, parece mentira, eran los viajes con mamá, porque… ya se imaginarán, qué orden podrían tener un grupo de jóvenes universitarios que a las justas podían juntarse para comer algo en el desayuno y dejarlo todo a su suerte por toda la casa, y mamá, que venía de su inmaculado hogar paramonguino, siempre mamá, ordenando todo a su paso, repasándoles a los manganzones uno a uno los preceptos del decálogo del hogar limpio.

Poco a poco, el viaje a Lima se empezó a hacer una rutina hasta querida, porque veía a mis hermanos, y trataba de entender sus cosas, y las cosas que, en esa parte de los ochenta, ocurrían en el país y en la capital. No podía, a los cinco años se me protegía de todo y de todos. No podía ver la calle ni siquiera en Paramonga, así que cuando salía a jugar en Ingeniería tenía que ser bien custodiado por algunos mayores o después de una buena pataleta en el camarote donde me tocaba dormir (pedía arriba, por supuesto). Nunca faltaba algún tipo de entretenimiento extraño ahí en la casa de Ingeniería, sobre todo porque no tenía juguetes ni había una televisión a colores, o sea que, pobre de mí, jugaba con lo que hubiera: chapitas, lápices, a veces me ponía a ver las maquetas de mi primo arquitecto, o dibujaba cosas en los papeles que me daban para que no joda, ahí todos, siempre conversando y conversando de la familia que quedaba en Paramonga y todos los “limeños” (Anita, José, Adriana, Tito, Edgar, Sergio, Mario) mandándoles saludos a los lejanos.

Durante este tiempo solamente conocí algunas partes de la ciudad, y de una forma fragmentada. A la huaca Palao la visité mientras vivíamos cerca de ella; desde su cima pude ver la casa. Y el inevitable centro, en ese tiempo, para mí, la única ciudad de Lima que existía, llena de ambulantes y de bulla, de anuncios en luces y de Palacio de Gobierno, Polvos Azules, los cines en La Colmena, como El Portofino, en donde vi con papá la película “Campo Espacial”; en la Plaza San Martín, ahí donde vi con mi mamá y mi hermana Adriana “Tres hombres y un bebé”: el cine Metro, en donde vi también una de la saga de Indiana Jones (y su barbita de cuatro días) y “Querida, ¡encogí a los niños!”; y qué sé yo, algunos otros cines que no recuerdo en lo más mínimo. Obviamente, la Feria del Hogar, el Parque de las Leyendas y las iglesias del centro. Eran tiempos difíciles y toda la imaginación de mi familia estaba ocupada en el sobrevivir en la gran capital.

Mientras más cercana estaba la fecha de partida de mis queridas primas “Las Irmitas” hacia el Inefable Norte, más tiempo pasaba con ellas en Ingeniería. Ellas, en compañía de nuestra abuela, Mamá Ofelia, preparaban gelatinas que las vendían en la puerta de la casa. Me ha costado traer este recuerdo a la memoria, ha sido difícil. Sin embargo, la recompensa es mucho más grande cuando me pongo a recordar que en esos tiempos, y pese a la crisis familiar, económica y social, podíamos aún pasar buenos momentos dentro de la gran familia que se reunía en torno a Mamá Ofelia, claro, que no eran las reuniones de las Navidades paramonguinas, pero sí nos reuníamos los “limeños” en aquella pequeña casa de Ingeniería. Antes de los paquetazos fujimoristas, y en pleno derrumbe del régimen aprista, que se trajo abajo la economía de nuestras casas, y el sueldo de mamá, los ingresos del tío Tito, conocí el Aeropuerto Jorge Chávez, San Roque, el hospital Rebagliati y el Almenara, ahí donde Mamá Ofelia empezó a despedirse de nosotros. Y el Rímac, donde vivió un tiempo mi primo Giancarlo, Ciudad y Campo, para ser más exactos.

A San Juan de Lurigancho lo conocí cuando nos tuvimos que ir del pequeño recinto de Ingeniería. Ya la crisis generalizada no nos permitía seguir pagando una casa y tuvimos que ir a la casa de una tía que vivía en Chacarilla de Otero. Ese fue el inicio de la década de los noventa en mi familia. De nuestra estadía en esta casa no guardo buenos recuerdos. Sólo podré decir que mi familia, mucho antes de vivir en Ingeniería, había estado viviendo en la casa de esta tía, así que supongo que volver a una casa de donde ya saliste tiene siempre un sabor de “derrota”, de involución.

Sin embargo, en esta misma década, ya mis hermanos y mis tíos no vivían en el mismo lugar: tío Mario se fue a Caja de Agua y luego al Callao, Adriana se mudó luego cerca de la Universidad Villarreal, Anita al jirón Ica (en el centro), José pasó a La Molina, a la casa de unos amigos; solamente tío Tito y Giancarlo quedaron en aquella casa de Chacarilla.

La casa donde pasé las temporadas más largas de mis visitas a Lima, que ahora sí eran más escasas, fue la casa de mi hermana en el Centro, luego, La Molina, con mi hermano José, ahí conocí al grupo Take That (y al fenómeno pop Robbie Williams), vi Apollo 13 (de hecho ahí fui a dormir luego de ver la película en el Cine El Conquistador, que quedaba en la avenida España), conocí a Tinelli y Video Match, detesté a Benny Hill, añoré la Serie Rosa, y conocí el Windows 95.

Además de los viajes familiares, que siempre tenían los destinos preestablecidos y el Opeluce (en la cuadra 18 de la avenida Arequipa, no es cherry, por si acaso), en donde me vi los ojos un par de veces, los otros viajes a Lima eran cosas del colegio, concursos de Matemática, presentaciones del teatro escolar, oportunidades que me sirvieron para conocer Surco, Miraflores, las otras calles del centro de Lima (como la puta calle Rufino Torrico donde queda la Trilce, mamotreto de academia en donde suelen estafar a mucha gente inocente o estúpida), Pueblo Libre (el Colegio de La Cruz, de las monjas canonesas que regentaban también mi colegio), San Borja, y el Jockey Plaza (lugar en donde uno llega a avergonzarse de tener compañeros de estudios tan, pero tan “provincianos” y poseros).

Qué difícil ciudad esta. Lima ha cambiado con el paso del tiempo, llegando a alejarse mucho de la imagen que tenía de ella en los años 80’s, sin embargo, y pese a la distancia del tiempo, y a todos los cambios que le han cambiado la cara una y otra vez al país, la miseria, la vileza y la podredumbre han caracterizado a esta ciudad que sigue hundiéndose en una fragmentación sin cuartel, en un divorcio de sus distintas zonas hasta hacerla una ciudad insufrible.

Cuando ingresé a la Universidad Nacional Mayor de San Marcos creía que la nueva perspectiva de estar en una universidad tan importante como esa cambiaría mi concepción de la ciudad. Por el contrario, mi imagen de Lima ha ido deteriorándose mientras los años pasaban y pesaban. Antes tenía una visión ingenua de los contrastes que vivía Lima, algo así como unos pequeños errores que eran fáciles de solucionar. Sin embargo, las cosas se han agravado disfrazándose de muchas sedas que a algunos no les deja ver toda esta podredumbre que nos rodea y que supura por todas partes y hiede como una fosa común. No digo todo esto por las cosas horrendas que he vivido, como los asaltos y demás sustos que la calle da. No, no es este el manifiesto de un resentido social. Simplemente lo digo como la persona que llega a asentarse en una cloaca urbana, como lo es el barrio donde vivo, y ve la miseria y la vileza en la que su gente vive muy feliz, en un continuo presente que no tiene pasado ni proyección de futuro. Es cierto que hay cosas que han cambiado para bien, que las cifras son saludables en algunos casos, sin embargo, esta ciudad, desde hace rato que está hiperpoblada y no cuenta con los servicios básicos en más de la mitad de su nuevo territorio (del cual conozco apenas un 15%). Sin contar, claro, el enorme problema educacional que asola todo el país.

Esa es Lima para mí, para un provinciano que la vio de niño con la lejanía de una ciudad que prometía y luego padeció la decepción de una ciudad odiosa y mezquina. Esa es la Lima que me dio el amor y la desdicha, los mejores amigos y la gente más hija de puta del planeta, me dio un hogar y ahora me da un destino, como si me expulsara de su matriz, como si me pariera fuera de sí misma y dijera: “Ya estás podrido, ahora, anda escribe y jode por la vida”.

Había pensado solamente en enumerar todos aquellos lugares que durante este tiempo he conocido, sin embargo, hay tantos que conozco ahora que ya no valdría la pena. Esto no es una guía ni una anti-guía de Lima. He pensado muchas veces el final que habría de dar a esta nota. Hubiese sido muy bueno terminar maldiciendo la ciudad que me ha dado la vida y la cara de la muerte, que me enseñó mi propio cadáver, que me ha envejecido y casi me logra envilecer del todo. Lima, la horrible, Lima, ciudad de mierda (como una vez lo grité mientras caminaba hacia la avenida Tacna en un atolladero que empezaba en la entrada de Zárate e iba hasta el jirón Trujillo), Lima de las librerías más caras de América Latina, del peor servicio de transporte urbano, de las bajezas más asquerosas que en el ser humano haya visto, y que me perdonen Maribel, Marlon, Edgar, Virginia, Daniel, Richard, Eric, Susana, Kate y toda aquella gente que estimo y que sé que ha nacido y ha crecido aquí en Lima, pero… Lima… asquerosa ciudad miserable y mugrienta… ¡cómo te voy a extrañar!

domingo, 1 de octubre de 2006

Llegó el mes morado

¡Octubre! Mes de El Señor de los Milagros, del turrón de Doña Pepa, del cambio de camiseta de Alianza Lima, del bloqueo de la avenida Tacna para dejar que la procesión pase y el carro que me lleva al trabajo se desvíe infinitamente hasta aparecer por Cárcamo y hacer vericueto y medio para retomar una ruta por la que tuvo que haber pasado hacia más de media hora. ¡Qué bello mes octubre!

El año 2005 llegué al mes de octubre sin empleo y sin dinero, preocupado por tantas cosas que parecían cabos sueltos e irreparables en mi vida. Luego de que escribí un cuento que a mí me gustó mucho (“El chelo o Teresa”) tomé la decisión de seguir en este sacerdocio literario, y permanecer en él hasta que naufrague. Y para eso era necesario tener el sustento monetario que en mi casa ya no podían (ni querían) darme, por lo que tenía que encontrar un trabajo que no fuera como los que había tenido antes, es decir, ahora necesitaba un trabajo en el que me pagaran de verdad y no un goteo que a veces tenía sabor de limosna. Sin embargo, y pese a mis esfuerzos (tibios en realidad), no obtuve plaza en nada. Me di al abandono, pensando que esta vida estrellada a los veintitrés años había llegado al capítulo final y que ahora estaba esperando que abran la puerta del teatro para salir.

He renegado siempre de mi mala suerte para encontrar amigos leales. Bueno, en verdad, salí con esa idea de la facultad de Derecho, en donde conocí la gente más putrefacta que yo pudiera imaginar. En ella, las mejores amistades que había tenido las había perdido siempre por la razón de una mujer: una mujer siempre metida entre un amigo y yo, y en esos trámites, perdí contacto con mucha gente que realmente no valía la pena dejar de ver. Pero hay casos en los que la amistad sí llega a sobreponerse a todos esos obstáculos. Ése es el caso de mi amigo A., con quien tuve un largo silencio de dos años en los que el hielo no se derritió ni una sola gota. Recuerdo que me dijo: ¿Quieres trabajar en la SUNARP?

Al día siguiente estuve a las ocho de la mañana frente al Hospital Rebagliati. Era un día fresco pero gris: un día común en Lima. En la ventanilla 36 una chica de rostro adusto me recibió y me dijo que a quién quería ver. Se lo dije y me preguntó si sabía el anexo. Le dije que no y me dijo que esperara. La doctora con la que debía entrevistarme no había ido. Estaba de descanso médico. Tendría que regresar al día siguiente. Esa mañana llegué temprano, me hicieron esperar porque aún no llegaba la doctora. Paseé por todo el primer piso, viendo los módulos donde atendían a los usuarios, que siempre escuchaban a los “orientadores” con rostros de nulidad absoluta en temas jurídicos. Luego comprobé que las cosas que les decían en Orientación eran más desorientación que una ayuda certera sobre las dudas de los pobres ciudadanos. Que a veces ni tan pobres, porque hay (los hay, los hay, lo he comprobado) cada joyita… Pese a todo, ahí estaba yo, sentado en una silla más, leyendo algo de Kafka para no sentirme tan solo. Esperé hasta que dieran las nueve y media de la mañana. Debí haber supuesto que no llegaría la dichosa doctora para la entrevista, seguí de permiso y no volvería si no hasta el lunes, fecha en la cual me diría si estaba dentro o no.

El lunes llegué, me miró, me dijo «Vaya con A. para que le enseñe el manejo del sistema». Aquí sí creo que la influencia de la lectura de Kafka me había afectado. Cuando me intentaron explicar el sistema de trabajo de los certificados de gravámenes en fichas del SIR y los de los prediales en SARP, y el uso de las claves de acceso para registrar mi trabajo, y el despacho con la caja de publicidad mi cerebro colapsó. Gracias a Dios (es sólo un decir, porque lo que vino después era tan feo como lo anterior) me cambiaron a la media hora del segundo al quinto piso.

De tropiezo en tropiezo pude quedarme y ahora estoy algo aclimatado. El mes de octubre, mes de los milagros, aquél milagro de conseguir un trabajo en un momento muy duro, muy negro. Ha pasado un año y aún mantengo el empleo del que he recibido muchos argumentos para escribir. No crean que fue una reconciliación con el Derecho. En lo absoluto. Por el contrario, lo que creo que es el Derecho por fin me está pasando la indemnización de todo el tiempo que pasé en vano escarbando dentro de su mugre. Está cumpliendo su deuda conmigo y yo con él. Fue un armisticio y nada más. En la SUNARP me dedico a cosas en verdad simples y sin mucha complicación jurídica. Y a veces (solamente a veces) me dedico más a eso que a lo que debería dedicarme en verdad: escribir, leer y escribir.

Curioso, sé hacer eso hace más de veinte años y sin embargo siento como si recién lo hiciera desde hace menos de dos años. Es este mes de octubre que quizá me atonta un poco, o la polución de Lima, o el chancay medio pasado que me comí en la calle. No lo sé. Mi ingreso a la SUNARP cambió muchas cosas en mí, como por ejemplo (y esto nadie lo puede negar) devolverme la dignidad. El trabajo dignifica, señores. La SUNARP, no, por supuesto, pero sí el hecho de saber que ya tienes con qué pagarte las cochinadas que compras (música, libros, línea telefónica, salidas, et caetera). Ahora, estoy a tres meses de que se venza mi convenio de prácticas (hasta ahora no sé ¿qué he practicado?) y estoy feliz. Mi ciclo ahí terminará pronto y otro mucho más interesante (y auspiciado por la SUNARP) comenzará para darme más brillo al cabello, más canas atractivas, más cosas en qué pensar.

martes, 19 de septiembre de 2006

Con el dentista

Hoy me sacaron una muela. No quiero contar las circunstancias que llevaron a que esa sagrada parte de mi cuerpo se tenga que separar del todo. El caso es que ya no está. La he perdido para siempre.

No quería ir (¿quién va contento y saltando a un consultorio?) y sin embargo, hoy me fui a correr y luego me armé de valor para salir de mi habitación. Papá y mamá me acompañaron (no me de vergüenza admitir eso: el que esté libre de pecado, que tire la primera piedra) porque no conocía muy buen el lugar donde ellos se atendían. Y tras larga y nerviosa espera, pude verme cara a cara con el médico, quien había llegado un poco tarde, para variar.

Por suerte, me tocó un tipo que no estaba con los Walt Disney (o sea con los muñecos) que inspiró algo de confianza como para que le abra la boca (la boca pues, mal pensados). Quizá sea porque la espera me haya atontado, o quizá, no le haya tenido tanto miedo al odontólogo, pero ahí dentro, en manos del médico vi a su aguja erecta y goteante que lentamente se introdujo varias veces en mi boca (en circunstancias normales, este me parecería algo muy gay, pero recalco: ESTOY HABLANDO DEL ODONTÓLOGO, no he estado envuelto en nada gay, y no lo estaré tampoco). Sentí que la boca se me iba hinchando y la lengua se me iba perdiendo en un infinito de elefantitos verdes.

Y llegó aquella herramienta que parecía el destornillador con el que papá abría las latas de pintura. Preferí no ver lo que pasaba. Sólo sé que un crujido empezó a apoderarse de mi cráneo y que salivaba fuertemente: el hijo de mil vagones de putas me quería partir el cráneo a la mitad con ambas manos mientras me repetía eso, eso así, ajá, ajá, ya sale, ya sale, tiene una raíz muy grande. Evidentemente, yo le estaba recordando a todas sus generaciones, pero como tenía la boca con algo ahí (una herramienta del dentista, no sean mal pensados) no estaba entendiendo. Los crujidos iban en aumento y yo ya no sabía qué hacer, la cabeza se me empezó a inflar, la boca adormecer por completo, y el médico que no terminaba con lo suyo. Entonces, sin más preámbulo, luego de un dolor que me hizo ver a Judas calato jugando a las espaditas con Liberace, salió, bañada en sangre, la muela del fastidio, aún palpitante mientras que el médico le daba una palmadita para que llorara. «Le voy a poner Santiago», dije, mientras me recuperaba y mordía el algodón para segar el sangrado.

Salí con mi muela en las manos y con los papeles que me dio el médico para ir a la Secretaría para preparar mi certificado de descanso médico. Pedí una silla de ruedas para bajar pero me fue negada. Mis padres me estaban esperando orgullosos y miraban felices a Santiago, quien salió de dentro de mí a darle su alegría al mundo.

Bueno, ahora, Santiago está en el mundo, y en estos momentos lo miro con ternura (no es esto un plagio de Eielson). Tendré que acostumbrarme a estar sin él, a sentir el vacío que él ha dejado en mi cavidad bucal. Mientras tanto, Santiago y el Mandril conversan en la sala e intercambian posiciones acerca del futuro del Psicoanálisis lacaniano.

domingo, 17 de septiembre de 2006

Kilian Platzer: ¿peruano con europäischer Reisepass o alemán con D.N.I.?

Kilian Platzer es el alemán más peruano que he conocido. Pero, a decir verdad, es el único alemán que conozco. Pese a lo extraño que pueda sonar, a mi amigo Platzer lo conocí en una pollada organizada por nuestro amigo en común Richard Bringas que juntaba dinero para su bolsa de viaje a Londres.

Kilian, aquella noche de tragos y excesos, puso él solo casi una caja de chelas por su propia iniciativa. Cada vez que lo veíamos llegar con tres cervezas en la mano gritábamos "¡Deutschland, Deustschland, Deutschland!". Aunque en un principio lo miré con lejanía, desde los primeros intercambios de palabras, supe que era una persona con la que se podía hablar tranquilamente de cualquier tema, y que también entendía muy bien el español y el dialecto de los limeños. Cuando aquella noche acababa me le acerqué y grité la barrita que le habíamos hecho toda la noche, y pensó que lo hacía porque quería que el pusiera más cerveza.

Cuando fuimos a despedir a Richard al aeropuerto, él, como amigo de Richard, fue con nosotros. Ahílo pude conocer un poco mejor, más aún en las conversaciones que sosteníamos por el Messenger. Comprendía todo de una manera tan familiar, que entre los amigos nos preguntábamos "¿este tío es peruano o alemán?" Y no era para menos, a lo largo de los dos meses que lo he conocido, hemos hablad0 de "flacas", ha dicho "xuxa" por el Messenger, ha tomado una combi a la mitad de pista, ha comido en carretilla, ha usado otras palabras como "chupa", "pata", "otra nota", "Chimpum, Callao", "Puta madre, L6", "choros", etcétera. Incluso llegaba tarde. Todo eso fue sumándose como meritorio para que Kilian Lukas Werner Platzer Strauss se hiciera merecedor de su propio documento de identidad peruano (D. N. I.)


Y quizá por eso (y me refiero al hecho de que hablara tan similar a nosotros) se involucró tanto en nuestro grupo de amigos y en nuestros propios códigos y chistes: hemos ido juntos a comprar libros, a la universidad, a fiestas, a caminar, incluso hemos ido al Teatro Segura a ver "Don Giovanni", incluso compartido música, descubriendo así que nuestros gustos no estaban del todo alejados.

Hasta ahí, el "veintiunañero" Kilian parecía haber cumplido todos los requisitos para ser un peruano (olvidaba decir que vivió en Comas, compró en Gamarra y en Polvos Azules). Sin embargo, el requisito para ser uno más del grupo, la "bringueada" (imprudencia o como quieran llamarla), nunca creía que lo cumpliría:

Luego de una chupeta de amanecida en Lince por su último día en el país, Kilian Platzer se fue a dormir, luego a comer cebiche y a terminar de darle los últimos toques a su equipaje. Llegó al aeropuerto rodeado de todos los que los conocíamos y que nos podíamos dar cita en el aeropuerto para despedirlo. Nos despedimos, nos tomamos fotos y él se fue. Eric, Edgar y yo fuimos representando al grupo. Cuando él cruzó la puerta de embarque, nos entristecimos y nos fuimos cerca de la medianoche a buscar un chifa abierto. Sin embargo, terminamos comiendo en la casa de Edgar. Hasta que Edgar recibío una llamada de un teléfono público muy cerca de la una de la madrugada:

-Hola, Edgar. Disculpa que te moleste a estas horas.

Kilian había llegado tarde. ¡Dos minutos tarde llegó a su vuelo! Tanta despedida y tanto adiós lo obligaron a quedarse 24 horas más en nuestro país. Sí, señores: Kilian había perdido el avión, se había bringueado. Lo fuimos a recoger y no podíamos evitar que las carcajadas calentaran el quieto y frío aliento de la noche.

Ahora sí: Kilian era más peruano que cualquiera de nosotros. Pasamos el resto de la madrugada hablando con él y conversando hasta que salió el sol y yo regresé a mi casa para jugar básquetbol con mi hermano en Miraflores (mejor ni digo cuánto me costó el taxi para llegar a casa).

No es que lo quiera poco a mi amigo Kilian, pero ahora sí quiero que se vaya, que regrese a su país y -como ya se lo hemos dicho tantas veces- pervierta a la comunidad de Freiburg im Breisgau y a la lengua alemana con todas las cosas que nosotros le hemos enseñado.

Sabemos que la vida nos dará otra oportunidad de encontrarnos, ya sea aquí, en Argentina, en Alemania, en Armenia, o en otro lugar cuyo nombre no empiece con "A". Y mientras, para nosotros Kilian será un peruano que nació en Alemania o un alemán que ya parece peruano.

Gute Reise, mein lieber Freund!

Auf Wiedersehen!

lunes, 4 de septiembre de 2006

El Gran Mandril

La semana pasada se cumplía un aniversario más de la gesta heroica de tres mandriles que lucharon por conseguir la libertad de uno que vivía en cautiverio en un conocido presidio ubicado en el barrio de San Miguel. Por razones de seguridad, en esta columna no se dirá el nombre de este local de tortura y sufrimiento.

Conocidos como el Gran Mandril, estos tres monos forjaron su fama a base de actos heroicos como rescatar gatos de los árboles (y luego comérselos), cruzar las pistas por las líneas blancas, botar las envolturas de los chupetines en los tachos de las calles (son fanáticos de los chupetines colorados ocn centro de chicle cortalengua) y jalar la palanaca cuando ocupaban un baño público.

Conocedores de su valentía y fuerza, el alcalde de la ciudad de Mandrilia solicitó su ayuda para rescatar a su hijo predilecto, Mandrillus Sphinx, que había sido recluido para sufrir las más inhumonas de las torturas como ver el programa de Laura Bozzo con la conductora haciendo topless entre otras torturas peruano-japonesas.

El rescate fue todo un éxito y El Gran Mandril ha consolidado su fama como un grupo justiciero del bajo fondo que hace su trabajo en paralelo con las fuerzas del orden estatales, las que siempre quedan ridiculizadas, pues El Gran Mandril deja en evidencia su inoperancia.

He tratado de seguir el rastro de este grupo, pero ha sido poco lo que he podido averiguar de ellos. Una de las pocas que pude averiguar fue gracias a las declaraciones de algunos oportunos testigos que los vieron vestidos con ropas ninjas y camuflados para que no se pudieran ver los adornos faciales de color plateado y azul que diferencian a la mayoría de los adultos de los machos jóvenes (suponiendo claro, que son machos, prejuicio que pondrá alertas a más de una "mandrila" que se sienta discriminada). Y uno de ellos, según un curador de arte que estuvo muy cerca de uno de ellos en el Teatro Segura mientras se dedicaban a alcanzar su Nebulizador al tenor que interpretaba a un polincinella, tenía un lunar peludo en medio del pabellón de una oreja.

No sé aún en qué acabaran todas estas investigaciones.

domingo, 3 de septiembre de 2006

Don Giovanni no es lo mismo que Don Omar

Efectivamente, este mes de setiembre es un mes de contrastes. ¡Y qué mes no lo es en este querido país!
Luego del prescindible mes de agosto -las razones de esta afirmación me las quiero ahorrar por higiene mental-, me propuse borrar algunas cosas molestosas y volver a las andanzas escriturales, a ver si los chistes me seguían saliendo y no se había afectado mi fácil verborrea. Me desperté hace unos días y vi a un mono mandril al lado de mi cama escuchando un disco de Donizetti que me habían prestado. Extrañado porque era la primera vez que veía a un mono escuchando Donizetti (por lo general, el compositor de óperas predilecto de los mandriles es Mozart, y la ópera preferida Die Zauberflöte). Como fuere, quise saludar y me largó un golpe. Entendí que estaba indignado, pero no sabía por qué. Quizá por la austeridad de Palacio de Gobierno, no lo sabía bien. Estiró un brazo y vi la causa de sus desdichas: "Don Omar en Lima". El diario de aquel día anunciaba la llegada de ese ente que tenía menos capacidad craneana que aquel mandril con el que estaba departiendo. Me indigné, compartí su malestar y salimos a las calles con los rostros duros y un gesto pétreo.

Protestamos por esa afrenta a nuestro pueblo, que culturalmente anda tan decaído. Nos desalojaron del Congreso, y nos confundieron con humalistas que habían ido a llorar por la persecución política de su ayatolah. Derrotados y sin ganas de más, preferimos luego observar a los patos de la laguna del Parque de la Exposición. Fue relajante ver la tranquilidad de esas aguas sólo perturaba por los botes a pedales que se alquilaban a las parejas enamoradas. Naturalmente, yo no me metería a uno de esos botes con el mono ese. Chubaquita se hubiese indignado si se enteraba que andaba con un mono mas grande que él.

Algo más calmados, salimos por la puerta del Paseo Colón para tomar un carro para la casa, y antes que pudiéramos salir del parque, el mandril se dio cuenta de un maravilloso suceso: DON GIOVANNI en Lima. Él, conocedor de la obra de Mozart como ya expliqué, fue el primero en demostrar abiertamente su desbordante alegría. Yo lo secundé con un par de aullidos y zarandeadas de culo (es muy difícil ponerse a celebrar como un mandril). Inmediatamente averiguamos los precios de las entradas: novecientos soles el palco y la cazuela cincuenta y ocho. Inalcanzable, el mandril echó a llorar.

De pronto recordé que tenía un amigo alemán que era muy amigo de los de seguridad del Teatro Segura (ahí donde presentarían la obra y donde serían los ensayos). Lo pudimos convencer para que nos metiera a los ensayos y así el mandril y yo pasamos, yo como alumno de la ENSAD y él como dramaturgo checo de padres neozelandeses. No podremos ir al estreno, pero al menos fuimos a todos los ensayos y nos empapamos de algo de la magia mozartiana. El mandril estos días pretende vender un ensayo que escribió a propósito de las intenciones bélicas de Israel.

Supongo que de ahí podremos sacar plata para ir al estreno. Por lo pronto, salimos de la facultad conversando sobre Mozart, mientras los cachimbos se iban al concierto de Don Omar.

martes, 1 de agosto de 2006

¡41 años!


Para mí, no hay mejor forma de comenzar el mes que con la celebración del 41º aniversario del matrimonio de mis padres. Se casaron el primero de agosto del año 1965, al mediodía, en la modesta parroquia de Paramonga. La campana del vetusto campanario hizo repicar su lánguido monocorde para anunciar a toda la comunidad que Daniel Ávalos Ortiz y Celinda Adriana Sánchez Rodríguez habían bendecido su amor y unido sus vidas hasta que la muerte (espero que todavía muy lejana) los separara.

Desde aquel 'sí' ellos han estado unidos. En las buenas y en las malas, han pasado momentos hermosos como también negras épocas de crisis. Y, pese a todo, se han mantenido juntos. No es fácil decir quién es quien soportó más al otro: si fue mi mamá a mi papá con su carácter a veces tosco, a veces excesivamente bonachón, o si mi papá a mi mamá con su carácter difícil y nervioso. O quizá ellos dos contra los cuatros hijos que criaron indesmayablemente. Yo, como el último de los cuatro, me tocó vvir la época otoñal de su edad, edad en la que ellos ya sólo pensaban en culminar con mi educación y ponerse a descansar y vivir de sus rentas. Creo que en ese sentido se han desilusionado un poco de mí; sin embargo, queda este comentario como testimonio de mi amor por ellos y de mi -también indesmayable- terquedad en sacar las cosas (mi vida) adelante.

Fuimos a comer y nos tomamos algunas fotos. Todas ellas llenas de entrañables momentos con los hijos y los nietos, aunque somos pocos (mi hermana Adriana y yo no tenemos hijos), la felicidad se posó en nuestras almas y nos abrigó esa noche fría de agosto.

Que Dios los mantenga bien a los señores, que -a mi parecer- también deben sentirse sorprendidos de haber llegado a una edad que ni ellos creían que podían llegar.

lunes, 31 de julio de 2006

Ese delgado hilo

Pónganse a pensar: ¿Qué te hace decidir ir por un camino y no por otro? ¿es acaso todo resultado de un malicioso azar o es que nuestros caminos ya están trazados por una fuerza superior y sólo nos queda esperar la fatalidad cuando ésta tenga que llegar? ¿Cambia la suerte de las personas dependiendo del camino de vida que hayan escogido? En estos momentos, para mí, es imposible no reflexionar sobre este tema. Sobre todo cuando uno se entera que una persona tan cercana a mi familia, y que, ya en un pasado lejano, pudo haber sido cuñada mía, ahora ya no está entre nosotros.

E. era novia de mi hermano. Se conocieron desde la época del colegio y desde ahí tardaron en darse cuenta que no eran el uno para el otro. Hasta los últimos instantes de soltería de ambos, trataron siempre de que sus vidas acabaran enlazadas y que sus destinos se terminaran de cruzar para siempre en un nudo matrimonial. Por muchos factores, que aquí no me competen contar, esto no pudo ser, y por más que mi hermano y E. lucharan por mantener su unión, ésta no prosperó y se marchitó luego de largos años de intentos que siempre tenían el mismo fin: un áspero adiós.

Ambos tuvieron muchos tropiezos cuando sus vidas ya no estaban unidas, ambos se equivocaron muchas veces antes de casarse, pero ambos se casaron luego. Mi hermano es feliz, tiene un hijo hermoso de cuatro años y vive en delirante unión matrimonial con una trujillana (el jueves es su cumpleaños). E. se casó y tuvo un hijo. Producto de ese embarazo, desarrolló un cáncer en el estómago. Todo esto lo supe por boca de mi hermano en las aisladas conversaciones que él y yo hemos tenido en estos años de adultez (mía) y maduración (de él).

Hoy mi hermano me llama, quería que le acompañara a hacer unas compras. Me estaba esperando con el auto encendido, y cuando entro, hablaba con una conocida de Paramonga; hablaban de velorio, entierro, de la gente de la promoción. Cuando terminó su conversación, fue inevitable mi pregunta. "Falleció E.". Tenía 38 años, un año menos que mi hermano. La noticia me dejó helado. Me puse en en los zapatos de mi hermano y supe que es lo que él podía estar sientiendo en esos momentos. "¿Qué hubiese pasado si se hubiesen casado? ¿Acaso mi hermano ahora sería un viudo de 39 años? Pero es que no se puede saber con exactitud que esto hubiera pasado con él. Sin embargo, fue consecuencia de un embarazo, de lo frágil que era ella para llevar un proceso así".

Lo miro ahora a él, pienso en la felicidad que tiene, en lo truncado que hubiese sido todo su proyecto de vida de haber quedado viudo. ¿En qué momento él separó para siempre su destino de el de E.? Quizá -pienso esto con un nostálgico alivio-, el destino inexorable de E. era el de morir tan joven, pero no era el destino de mi hermano enviudar antes de los cuarenta años. Sus vidas, por un largo periodo que se mide por lustros, fue un trenzados de dos madejas que se entrelazaban, que se separaban, que se volvían a juntar formando tejidos aleatorios. Pero hubo un momento, en que se dieron cuenta de que el uno no era para el otro, o mejor dicho, que el destino de uno no era el destino del otro. Aquel momento, un delgado hilo de sus vidas entrelazadas se separó para siempre, haciendo que la vida de él se tejiera muy aparte, hacia una vida no marcada por una viudez tan temprana.

Paseo ahora con mi hermano por el Jockey Plaza. "¡Cuántas veces estuve con ella aquí!, me dice". Y sé de ropa que ella le había escogido y que él hasta ahora -o hasta hace poco- utilizó. Las cosas suceden por algo, me digo a mí mismo para justificar mis propias conclusiones, para pensar que en mi vida también han sucedido cosas así: que me he alejado de gente que no debía compartir el destino que yo tendría o viceversa, quizá porque yo estoy destinado a cosas que ningún mortal de este lado del planeta hubiese estado dispuesto a soportar.

Puedo sacar algunas otras lecciones con la vida y muerte de E. Pero éstas quedan para mí, y obviamente también para mi hermano, que de hecho ha pensado inevitablemente en ella todo el día. No lo culpo, en algún momento de su vida la quiso y la quiso mucho. Ahora, el recuerdo es la única forma inequívoca de evocarla con la dulzura que su memoria merece. Compramos unos helados. Luego él enciende el carro para dirigirnos a casa. Él tiene toda la noche para seguir pensando. Yo prefiero digerir mi sorpresa y pena escribiendo.

Descansa en paz, E.

viernes, 28 de julio de 2006

¿De qué patria me estás hablando?

En las últimas horas, aquí, en esto que la mayoría insiste en llamar Perú, se han dado cambios, que alguien con ingenuo entusiasmo podría calificar de "importantes". Alan García Pérez, presidente ya en el periodo 1985-1990, ha tomado el mando de la Casa de Pizarro. Juramentó a todo su Gabinete y días antes, la recua mejor pagada de la tierra juramentó por Fujimori, Ollanta, la memoria de Víctor Raúl Haya de la Torre, Lay Fung, Yola Polastri, Mirtha Patiño y el Loro Lorenzo, Nelson Palomino, los pueblo cocalero de la cuenca del río Ene, la lista es extensa y absurda. De haber sido yo congresista electo, hubiese juramentado por la Abeja Maya, los Cabelleros del Zodíaco, Juan Carlos Onetti y Gonta, que me enseñó mis primeras manualidades aunque nunca le escuché una sola palabra.

Me he sentado a ver televisión con el desinterés mordaz con que veo a una persona que es asaltada en la calle. Escuché las palabras del presidente entrante, que sonaban a profesora de Charlie Brown. La gente aplaudía y yo comía arroz con un bistec encebollado, mientras me preguntaba si sería esa quizá la última vez que vería carne en la mesa de mi casa. Afuera, por la ventana, escuchaba el ruido de las fiestas que, por este día 'especial', se han multiplicado en una de cada diez casas. La gente festeja, sin tener claro qué es, la independencia de nuestor querido país; festejan (no puedo decir que festejamos) con un país dividido, con una cultura dominante que está cada vez más ajena a cualquier vecino de San Juan de Lurigancho, o de alguna otra zona pobre de Lima o de otra parte del país.

¿Quién gobierna? ¿Para quién gobierna? Las dudas en los corazones de muchos peruanos se juntan hoy y gritan todas al mismo tiempo, es por eso que nadie escucha al otro, por donde uno pueda pasar, hay un altoparlante que vomita furiosamente ruidosos huaynos, marineras o cumbias de gente que (ya son las seis de la tarde) a duras penas puede mantenerse en pie. ¿Cuántos países hay dentro de este? Si pudiera preguntarle a alguien que vive en el caserío más alejado de Loreto qué me diría si le preguntara qué cosa considera su patria. Preguntémosle a alguien que ha emigrado hacia la capital, que ha hecho ese viaje símbolo del lastre de nuestra cultura, del centralismo asfixiante, ¿Qué sería para él patria?

¿Qué será patria para la mayoría que padece las podredumbres de nuestra sistema educacional y de nuestra pluricultura mortalmente alienada por tantas cosas superfluas de una cultura lastre en el mundo? Todo es conjunto de personas de distintos orígenes y de opuestos intereses intentan (sin luz, sin guía, sin Virgilio, a tientas y a ciegas) llevar un país que no conocen para un sólo camino.

Para un inmigrante como yo, que salió de su pequeño pueblo (origen de todo su alma aún partida) para ver el mundo desde la perspectiva de la capital, la patria se ha reducido a alguno escasos recuerdos de mi niñez y de mi adolescencia, a mí mismo y a nadie más. Ya ni siquiera mi barrio, del cual, en ningún momento, yo pude formar parte. Para mí, mi patria se reduce a mí mismo, sin instituciones y bajo mi dictadura sobre nadie más que yo. El espacio que me pueda rodear es sin duda un elemento importante, pero secundario. Quizá las ganas de viajar que siempre he tenido me hagan ver las cosas de diferente forma. Esto que algunos aún llaman Perú, mi terruño escaso, patria querida mía, Paramonga, la mínima expresion de mi Perú roído, víctima de todos mis pensamientos, de todo mi amor y de todo mi odio.

He nacido desarraigado, de un país, de una familia, de un grupo social. Para una persona como yo, no hay patria que me defina, patria es mi espacio, es Sudamérica quizá, quizá solo el cuarto donde está esta computadora donde escribo.

domingo, 23 de julio de 2006

Disculpen el atrevimiento

¿Por qué este día, particularmente frío, con el cielo gris que deja traslucir algún extraviado rayo de sol, me siento inconsolablemente solo? Todo se ha cerrado, como en una pesadilla que se parece a una película expresionista alemana, con filosas puntas, carcajadas de dientes triangulares, fantasmas que me atraviesan. ¿Estaré perdiendo la razón? ¿Acaso es una soledad inventada, falsa, pretenciosa y superflua? Sé que me tengo que labrar las cosas yo mismo. Ahora soy más consciente de eso, sin embargo, cuando veo a mi alrededor, no veo a nadie que haga eco de algún grito mío.

Soy un narcisista, un nihilista, un paria, una anomia. Pero esta desesperanza no la puedo maquillar con nada. Se sale en el peor de los momentos, es como un demonio que me sopla cosas al oído, que me dice que estoy solo, que nada ni nadie tiene fe en mí, que estoy yendo al fracaso, que lo tuyo es el Derecho, que eso has estudiado, que lo debes acabar, que es para lo que naciste. ¡Patrañas! No soy un narcisista, es sólo que quedé sentido de tanto caerme y golpearme y me he vuelto así, una amalgama de tristeza y carcajada empozada: un exagerado ejemplar de quien no sabe a dónde pertenece. Un vergonzoso residuo de post-adolescente.

No estoy solo, no estoy libre: estoy condenado a ser Christian Ávalos (sea esto lo que fuere) y caminar en un camino de una sola vía.

domingo, 16 de julio de 2006

Richard quiere un viaje a Londres.

Richard Bringas es un amigo mío que es muy distraído. Además, siempre tiene una excusa inverosímil para cuando llega tarde a las reuniones que hemos tenido con el grupo. Casi siempre (siempre) llegaba tarde.

No conocí a Richard en la mejor de las circunstancias. Venía de decirle cosas un poco “desmotivantes” a otro amigo común, cosas que a mí, como amigo, no me gustaría que me digan jamás. Y luego, invitó a mi grupo de amigos (que eran los amigos de él) a una pollada pro-fondos. El pollo nunca llegó, dicen que llegó tarde. Como Richard que llegó luego de hora y media de retraso con la hora que nos había dicho. Ahí, con hambre y furioso de que me hayan hecho caminar por las indómitas calles de Carmen de la Legua, conocí en persona a Richard Bringas: el señor del camaroneo, de las evasivas y del clásico performance de “me tengo que ir dentro de un ratito”.

Lo conocí desempleado y cuestionándose todas las cosas que había hecho en su vida, estudiando inglés en un prestigioso instituto limeño. Era siempre el que en las reuniones reflejaba sobre los otros sus propios temores, como si quisiera decirnos las cosas que él mismo no era capaz de decirse, porque algo le impulsaba a hacerlo de esa forma. Algunas veces (muchas veces) he llegado a desesperarme con él, a querer agarrarme a trompadas con él. Y mientras todo se hacía más difícil en su situación, con el dinero que siempre decía que le escaseaba, insistía en seguir estudiando inglés. Le insistíamos en decirle que lo dejara, porque siempre se quejaba de que no tenía para cuando nos reuníamos.

Sin embargo, gracias a seguir con sus estudios en ese prestigioso instituto, Richard está a pocas horas de aterrizar en Londres (a las 3 de la tarde hora de allá). Pese a todo lo negativo que él aparentaba ser, nunca se perdió la fe y nos mantuvo engañados a todos, al menos a mí sí. Quizá, simular ser tan negativo era su cábala para conseguir su meta de irse a Inglaterra. Qué bueno que ya lo haya conseguido. Cuando nos dijo en noviembre del año pasado que había pasado a las semifinales del concurso de la beca que lo iba llevar luego a Londres, me alegré por él, pero él parecía desanimado, como derrotado antes de tiempo. Curiosamente, el día de su cumpleaños se enteró que había sido seleccionado como finalista en el concurso. La celebración ese día fue doble. Pero otra oleada de negativismo de él enfriaron las cosas los días siguientes. Es por eso que cuando un día llamé a su casa (un día después de que se anunciara al ganador de la beca), no pude evitar pegar un salto de la felicidad desbordante cuando un hermano de Richard me dijo que se había el viaje a Londres.

Ahora, Richard está a menos ocho horas de llegar. Me ha dejado su pelota de básquet para jugar con los muchachos en su ausencia (así como lo solíamos hacer con él cuando todavía estaba aquí). Intentaré aprender su lección, de no perder jamás la fe. De no perderla jamás.

Dejadez, dejadez, dejadez

He descuidado mucho esta página. La he tenido injustificadamente abandonada, como si no importara, como si fuera un pasatiempo insulso e innecesario. Espero que ahora pueda administrar mejor mi tiempo y dejar por lo menos todos los meses escribir.

domingo, 4 de junio de 2006

Jornada Electoral


El día tres de junio fue el cumpleaños de mi hermana Anita (feliz cumpleaños, querida). Me llamó muy temprano para invitarme a desayunar a una chicharronería muy conocida del populoso distrito del Rímac. Pero yo ya había quedado con unos amigos para jugar básquetbol y, pese a que le había prometido a mi hermana que iría a la reunión, no pude ir. Con los amigos pasé todo el sábado. Jugamos, luego nos separamos para luego reunirnos para ir a almorzar al ya popular Chifa Memo. Mi Virginia de ojos verdes nos acompañó; fue con Silvio -quien nos llenó de alegría, por lo menos a mí y a ella. Tras la deliciosa velada con ellos, dejé a Virginia en su casa y me fui para la mía, muy cansado, partido en dos, y con las ganas de hablar con mi hermana.

Le dije que me disculpara, que se me había pasado el tiempo. Ella no mostraba ni un solo atisbo de resentimiento en su voz. Lo había tomado muy bien. Animado por eso, le dije que iría al día siguiente a su casa para pasar la mañana con ella antes de que salgan a votar y a almorzar con Willy (su esposo), su suegra y los simios (sus hijos). Virginia, ya luego en el Messenger, me dio la grata sorpresa de que tenía cámara. Hablamos largo ratos hasta que ella advirtió que se me estaban cerrando los ojos. Nos dimos las buenas noches.

Al día siguiente desperté a las diez de la mañana. Y había prometido que a esa hora ya iba a estar en casa de mi hermana ya desayunado y habiendo ejercido mi deber cívico. Sin embargo, fue tal mi cansancio por toda la jornada sabatina (¿mencioné que no fui a la Peña Camasca?) que seguí de largo. Con mucha pereza por levantarme a darle mi voto a uno de esos dos hijos de puta que pasaron a la segunda vuelta, hice las cosas como contando los pasos, dándole permiso a las tortugas, y pidiéndole permiso al tiempo para dar el siguiente paso. Me vestí y salí para la calle a buscar El Comercio y leer la columna adoctrinante de MVLL. Luego, creí que, como ya era tarde, mejor sería si me iba primero donde mi hermana y luego iba a votar para después ir a la casa de Virginia -mi amada- a recoger la novela de Eleséis. Jugué con los simos, desayuné con mi hermana, conversamos, salimos a almorzar y luego me fui a votar.

Hacía frío, pero la cabeza me dolía. Fumé tres cigarrillos y seguía con mis malestares mientras más me acercaba al local donde estaba mi mesa de votación. En el camino, escuchaba que la gente estaba muy nerviosa por el resultado de las elecciones. En el Jirón de la Unión vi un anuncio que pregonaba la llegada de "El Cangri" al estado de San Marcos. Doblé por la esquina de Cusco (ahí donde está el KFC) y seguí mi letanía viacruciana hacia el colegio Alarco Dammert. La cola era mínima. Antes de pasar, apagué la colilla del cigarrillo y, tras signarme, ingresé al colegio. Era el momento culmen de la democracia participativa, por lo que tanta gente murió y luchó, para que todos nosotros pudiéramos llegar libremente y sin ataduras a recoger un pedazo de papel donde manifestaríamos nuestra decisión soberana. Llegué con cara de patíbulo; los miembros de mesa eran los mismo de la primera vuelta, los miré con el lejano aire de quien sabe que no tiene más opción de coger el papel y limpiarse...

En fin, ya en la cámara secreta cogí el plumón azul que tenía que entregarle a Virginia y escribí en la cara de esos dos cerdos olleros y estrellados: "DA IGUAL QUIEN GANE: EL PAÍS YA SE FUE A LA MIERDA". Fui a depositar mi voto y comenté a la señora presidente de mesa, que tenía un ligero parecido a la abuelita de Piolín, que ese sufragio era lo más cercano que había tenido a un suicidio. Escuché unas tímidas risas. Mi chiste tuvo algún efecto. Luego no sé qué pasó. Me pinté todo el dedo de la tinta indeleble con al que tenemos que indicar que ya votamos. El pomito se derramó. Se hizo todo un desastre. "Es la rabia electoral", dijo la señora. Creo que sonreí. Luego murmuré algo que ni yo entendí y salí rápido de allí. Ya mi destino había sido marcado.

Al llegar a casa, me eché en la cama, como un alma muerta. Casi no sentí el celular que vibraba el algún lugar de mi chaqueta. "¿ Mi amor, vas a venir?". Era Virginia. Le dije que estaba saliendo, lo cual era mentira. Pero traté de llegar lo más pronto posible. Le dije que no había sido capaz de votar por Alan; ella dijo que sintió náuseas al hacerlo. Y me tuve que ir volando de su casa porque los moros se acercaban a la costa. Compré luego unos alfajores para mi hermana.

En la carretera iba pensando que todo tuve que ser así. Estaban dando el flash a boca de urna. Alan había ganado. Mientras cruzaba el río Rímac y prendía otro cigarrillo, escuchaba algunos comentarios sueltos, como arrastrados por el viento que sonaban a lamentos alegres (como cuando pierde la selección y se dice que se jugó bien) "Alan va a arreglar las cosas", "En Trujillo, desde el vientre de la madre se hacen apristas", "Alan le lleva..." La cabeza me seguí dando vueltas. No lo podía creer. Cuando llegué a casa me senté y sigo sentado, esperando el momento de hacer mi primera cola.