domingo, 29 de octubre de 2006

Buscando visa para un sueño

Cuando yo tramité mi pasaporte, allá por el ya lejano año 2002, me costó casi doscientos ocho soles, entre el importe del mismo y la ficha que teníamos que llenar. Claro que no solamente eso, sino también una amanecida para hacer una cola que a las cinco de la mañana ya le daba la vuela a la esquina del edificio de Migraciones. Dentro, todo fue relativamente rápido. Algunas otras incómodas esperas sentados viendo Televisión Nacional, o en alguna cola para una revisión a los datos que habíamos llenado. Luego la foto, la impresión digital de tu firma y la revisión última en la pantalla del monitor en donde imprimirían tu pasaporte (para mi mala suerte, ese día fui sin anteojos así que no me di cuenta que no decía “Felipe”, sino “Felpe”) que pegarían en tu pasaporte con tus generales de ley y la interminable última espera para recibir el documento e irte a tu casa.

Ahora, el pasaporte ha bajado su precio de cincuenta y cinco dólares a quince dólares. Evidentemente, la cola para tramitarlo no ha disminuido si no más bien triplicado. Mucha gente ahora se agolpa afanosamente en la puerta del edificio para sacar el documento que es el punto inicial de un escape de este hermoso país que les ha tocado padecer. ¿La razón de esta reducción?: La eliminación de un impuesto de solidaridad (esos cuarenta dólares de diferencia) que solamente se solidarizó con los bolsillos de las autoridades de Migraciones y del Ministerio del Interior y de Relaciones Exteriores. Se venía voceando esta eliminación desde hacía años, sin embargo, no es sino hasta hace un par de meses que se ha concretado esta medida.

Pero el pasaporte solamente casi no sirve para visitar ningún país. Digo, es cierto que es necesario tener pasaporte para salir del país, pero ese documento únicamente no te basta para entrar a Estados Unidos, España, Canadá, Alemania, Italia, Francia, México y algunos de los otros destinos favoritos de los migrantes peruanos. Para entrar ahí se necesita una visa, y de las firmes, pese a que la mayoría recurre a esos inescrupulosos miserables que te dicen tramitarte tu visa y no sé qué más para que pagues una cierta cantidad del poco dinero que tengas y te entreguen documentación falsa para escapar de nuestro querido absurdo país.

Eso no hace más que reflejar la (creo que está bien llamada así) desesperación de muchos peruanos por salir de un país donde no encuentran oportunidades de trabajo, de crecimiento económico, ni de crecimiento cultural. Un país que no solamente está estancado, sino que, y esto es lo peor, se va hundiendo como un lastre en un galopante embrutecimiento de su juventud que baila perreo, escribe palabras como “dentrar”, “nadies”, “isistes”. Esa juventud que luego llega a la universidad peruana, que a excepción de alguna universidad (una o dos, más nada), con una lobotomía trabajada desde la televisión de su infancia (la televisión de los cómicos ambulantes), desde esta cultura del entretenimiento chabacano y vulgar que satura la televisión de señal abierta que es la que la gran mayoría ve, digiere y eructa. En este país no se puede vivir. Sí se puede sobrevivir, pero, a mí la supervivencia, es decir, tener un plato de comida todos los días, un trabajo mediano y un techo donde llegar por las noches, no me basta. Y así como yo, muchos. Que se van para trabajar, para estudiar, para ver el mundo, para vivir, para morir, pero con una mejor proyección de vida.

Y según a donde apunten sus intereses, el país a donde miren. También, claro está, de acuerdo al bolsillo de cada uno. Yo también tengo una ruta de escape, pero no precisamente es por un motivo económico, también algo de eso (digo, me gusta comer todos los días), pero no se detiene ahí: tengo ganas de ver una sociedad que no se haya envilecido así como la nuestra ha llegado a degradarse, como un maretazo brutal, durante diez años de gobierno de Fujimori, la peor de las décadas del siglo veinte que al país le tocó vivir.

Todos buscamos visa para un sueño, que no pasa necesariamente por querer salir del país y no volver jamás. Muchos de los amigos que tengo salen de aquí para estudiar, ver lo que mucha gente de aquí no ve y cree saber, y luego vuelven para dar de lo aprendido a su patria, oh, patria querida, que (también muchas veces) se niega a recibir lo que un buen hijo, un patricio entregado, le quiere dar como ofrenda. Como cuando uno saca un título de un título de Licenciado en X de la Universidad Y de la República Z. Aquí te dicen que tu título no vale y que tienes que volver a estudiar o convalidar, en una de estas universidades (salvo una o dos) que no son sino remedos de universidad e improvisaciones baratas. ¡Esta es mi tierra, así es mi Perú!

reo-libre@hotmail.com

domingo, 22 de octubre de 2006

Hay tanto que contar…

El lunes 16 de octubre falleció el ex presidente Valentín Paniagua Corazao. De sus méritos políticos no puedo hablar porque conozco casi nada de ellos. Dicen que fue un buen presidente. Dicen que siempre fue un demócrata comprometido con esos principios, un hombre íntegro que nunca se vendió al mejor postor. Lo único que sé de él es que fue congresista por Acción Popular para el periodo 2000-2005, llegó a ser Presidente del Congreso luego de que Fujimori fugara cargado de nuestro dinero y luego se convirtió en el Presidente de la República transitorio que aseguró (dicen) el retorno de las instituciones democráticas al país. Ese hombre, por quien yo votara en primera vuelta en abril de este año ha muerto, un mes después de que Vituchito lo matara para ganar quince segundos de cámaras televisivas, varios meses después de la desastrosa campaña electoral de su Frente de Centro (donde juntó rata gorda, rata colorada y cuanta pestilencia se quiso introducir en su lista congresal). Merecía ganar, claro que sí. No era el mal menor. Y o lo digo por su modesta estatura, si no más bien porque era el único que podría llevar con alguna dignidad la banda presidencial tan apolillada, podrida y hedionda (de alcohol) fuera dejada por el grande, único e incomparable Alejandro “Cholo sano y sagrado” Toledo. Tamaña rata que, a pesar también de su modesta estatura, fue una rata de las grandes.

Obviamente, como a cualquier peruano (residente en Lima, hay que aclarar), la muerte de Valentín Paniagua nos traía ciertas consecuencias. El centro posiblemente estaría obstaculizado por el cortejo fúnebre. Y como el martes 17 (el día que lo enterraron) yo tenía que ir al centro, eso me afectaba de algún modo. Aquel día, los asquerosos políticos que fueron sus contrincantes en una de las campañas electorales más horrendas que le ha tocado vivir al país, se golpeaban el pecho frente al ataúd que recibía los salivazos de un cardenal hijo de puta. Todas las coronas (que llegaban de un extremo al otro de la cuadra en donde está la Catedral de Lima) ya no estaban; la catedral estaba cerrada porque el cortejo ya se había marchado. Caminé por las calles del centro (previa parada en la calle Capón para almorzar) y mientras me iba a comprar un libro a Quilca recordé aquella inefable oportunidad en la que salí muy cansado de la explotación de práctica que tenía en el estudio jurídico de un dizque abogado penalista y me dirigí a la facultad de Derecho de la Universidad San Marcos. Ahí, por motivo de una charla de Derecho Constitucional, vi, muy menudo él, a Valentín. Lo vi de lejos, claro, porque el salón en donde él había expuesto era muy pequeño y estaba reventando de gente. Por alguna razón que ahora no puedo recordar, tenía que hacerse un brindis después en homenajes a los conferencistas, entre los que estaban un Ferrero Costa (creo que Augusto) y el popular Ketín Vidal. Y como bien dicen, San Marcos es el Perú, una secretario del decanato se me acercó, y aprovechando que me había visto la cara de idiota, y vestía un terno que más bien era un pantalón de tela y una camisa y me dijo: “¿Puedes ayudarnos a servir el vino?”. Le quise preguntar “¿Hay nota? “, pero no lo hice. Así que pasé una terrible vergüenza ajena cuando me percaté que el vino que pretendían servir era un Gato Negro. Demasiado chusco para mi gusto, pero eso le dio la Facultad de Derecho de San Marcos de beber a Paniagua.

Miércoles 18: salí a correr, llegue temprano a casa para alistarme al trabajo. Encontré a un ser nefasto conectado desde la casa de su enamorada en Salamanca (Ate) a las seis y media de la mañana. Y me insistió tanto para que escuche a Chabelos que no tuve más remedio que aceptar las “canciones” que me envió por el Messenger. «No importa», me dije, «me tomo un colectivo, me bajo en Manco Cápac, agarro ahí la 48 o la 87 y llego temprano al trabajo». Y la cagué, porque las canciones (que en verdad eran un asqueroso mate de risa) terminaron de bajar a las siete con quince y salí para encontrarme con la desviación del tránsito de la avenida Tacna hacia la Abancay. La policía (que no respeto, y no lo intento porque me enroncho) nos hizo esperar más de quince minutos ahí en Acho aguantando el caldo de gases CO, CO2, COCONUTS, y todos esos que arrojan los vetustos autos que vienen de San Juan de Lurigancho y que componen la mayoría del parque automotriz de Lima. Los Chabelos me costaron un taxi que me dejó tarde en la chamba.

Y luego, el temblor, que me sorprendió en traje de Adán sobre mi cama revoloteada mientras escuchaba “Cuando pase el temblor” de Soda Stereo.

Del fin de semana quisiera decir tanto, escribir tanto, soñar tanto, me inspira mirar al cielo, contar las estrellas (aunque sea de día), no sé… tantas cosas. Ustedes saben. Esta semana ha sido muy buena. Lo voy a escribir, pero no aquí… Mucho sapo.

reo-libre@hotmail.com

domingo, 15 de octubre de 2006

Henry Miller, la semana laboral, mis medias rotas.

Estuve paseando por las calles imaginarias de una ciudad que no existe. Una ciudad limpia, de piedras de sillar increíbles que tapiaban las calles hasta perderse en el horizonte. Montaba yo un unicornio dorado, de ojos profundamente negros y pelambre brilloso. Escapaba presuroso hacia un mundo surreal pero no pude terminar el viaje. Una frenada del miserable conductor de la 87 (con franjita celeste en medio, esa que va por el Rebagliati) me despertó porque mi cabeza chocó bruscamente contra la ventanilla. En mis manos, aún estaba “Trópico de Cáncer” de Henry Miller. Me tuve que bajar en la escalera (paradero que lleva este nombre que es la entrada a no sé qué parte del hospital).

Frente a mí, el elefante verde. Marqué cuando el reloj cambiaba de las ocho a las ocho y un minuto de la mañana. «No, la p… Bueh, en fin, qué se hace». Mi madre, a quien le debo más que la vida, me enseñó a saludar a todos mis mayores. Esa lección la olvidé cuando entré a la universidad. Sin embargo, saludé a los guardias de la puerta que son amigos, buena onda, no te friegan (y nada te dicen cuando te ven que sales con un libro impreso, pero que en el trabajo no se enteren que ya imprimí Bolaño, Kierkegaard, Stepehn King, Sabato, Kant, Derridá, Foucault y Christian Ávalos. Si eres practicante de la SUNARP y lees esto no le vayas a decir a nadie total a mí igual no me renuevan en diciembre y eso está bien porque ya tengo que emigrar). Decía yo que no friegan los guachis (Guachi no es lo mismo que gachí).

Hoy es viernes 13, me dije, pero yo no soy un supersticioso. Ese día no tenía la culpa de que: a) Haya habido feriado largo; b) que producto del feriado largo el día martes los usuarios se hayan agolpado en las ventanillas para dejarme un regalito de más de 180 atenciones; c) que doña Lourdes se haya enfermado; d) que nos hayan acusado de subversivos, reaccionarios y piqueteros por no hacer el trabajo a tiempo. No, el viernes 13 no tenía la culpa de eso.

Siempre intento salir a las tres de la tarde del trabajo. Subo al carro y me voy a casa y abro el libro que tengo en las manos. En los últimos días fue el Miller del que ya hablé. He navegado por esas páginas de una forma sesgada, tal y como las escribió el autor. He conocido su mundo nihilista. Me he rodeado de todo eso. Llegaba a mi cuarto en busca de una gachí a quien le pudiera unos francos para comer, o empezaba a timbrarle a los celulares de Joe, o sea de Carl, Van Norden, Fillmore, Nanatetee, aunque este último era realmente despreciable. Me ha influenciado, ese libro sórdido, escrito en una realidad de collage, sexual que salpica el sudor en todas sus páginas, pero a su vez impregnado de las más profundas reflexiones espirituales acerca de la vida, de cómo una persona que quiere dedicar su vida al arte tiene que ver el mundo, sin ceñirse la anteojera que los comunes cuerdos usan. Ese libro sí me tiró una bofetada desde las primeras páginas y me arrastró al escritorio donde reposa esta pequeña computadora mía. Henry Miller voló desde California, así disperso como estaban sus cenizas por Big Sur, y como si estuviera en la película Terminator II se reintegró delante de mí y me habló en un perfecto castellano casi chalaco: «escribe, mierda, escribe».

Producto de toda esta parafernalia, este humilde sunarpino ha estado llegando moderadamente tarde a su centro de labores (levantándose sin salir a correr, su sano hábito de las últimas semanas). Sin embargo, avanzando el cuento más sucio, sórdido y brutalmente sincero que ha escrito a la fecha. Sincero porque la prosa que ahí reposa no me la saqué de la cabeza, sino del corazón. De mi inflamado corazón que azotaba terriblemente las teclas de mi computadora, inflamado por la presencia del viejo Miller, que se encontró con Bukowski y Onetti en la puerta de mi cuarto y se dijeron: «Habla, pelón, unas chelas». A lo que el viejo Onetti respondió: «Uh, loco, mató, loco, que ando sin un morlaco, loco, estoy re-manija, loco» (que me disculpen los hermanos uruguayos, sólo es una broma privada). Brutal porque ese que está ahí, la voz en primera persona, el narrador, no es el autor textual, mucho menos el autor real. Mas, es verdad, es una voz que estaba dentro de mí, que luchaba por salir e infiltrarse como un virus para inocular de su veneno todas las líneas de ese cuento. Esa capacidad de los narradores de usar el yo sin comprometerlo, usar la primera persona y crear un personaje ficticio desde la primera persona sin involucrar en un solo instante la esencia del yo autor textual/real. En otras palabras: crear otro desde el yo, hacerle un alter ego al alter ego.

Supongo que lo he logrado: el personaje del cuento es un tipo sucio, timorato a veces (aquí algunos dirán que sí es yo (o sea yo pues, Christian), pero solamente por eso, por más nada), dependiente completamente de lo que una mujer pueda pensar de él (ya, ya, no frieguen). Lo he “parido” lentamente, y no sé en qué irá acabar todo ese asunto. Sólo el lector podrá decirlo.

Como sea, llegó el viernes 13 y tenía trabajo atrasado. Además del feriado largo, habíamos sufrido una baja. Doña L se enfermó y estuvo dos días de descanso médico, porque lo que nos tuvimos que repartir su carga de dos días. Encima, la pesadísima carga de los viernes. Pensaba en Miller, en qué hubiera hecho el viejo en estas circunstancias. Quizá lo hubiera dejado todo y se hubiera largado a París. Maravillosa idea, con la pequeña diferencia de que yo no soy estadounidense, es decir, no tengo pase para todo el mundo, no tengo un cobre para irme a Francia; y no escribo tan maravillosamente como él. No soy Miller. No podía salir de ese infierno burocrático. Mucho menos podría haberme salvado de las acusaciones de incendiario que vinieron después. Dicen que he retrasado mi trabajo, que lo dejo sin certificar adrede o peor aún que lo retengo ya hecho y no lo entrego para firmar. ¡Lisura! Cierto es que uno siempre tiene que ser un reaccionario para el sistema, pero yo ocuparía mis fuerzas en cosas con mayor importancia que unas simples y mugrosas atenciones. Dieron las cinco y largué de ahí. Tenía ya demasiado para ese día. Además, como iba ir al cine luego, no iba a estresarme pensando en la “vacuna” que las jefas nos quisieron aplicar (he aquí que detecté un tufillo de partido republicano y empecé a ver a todos los certificadores muy, muy similares a George Bush y a su discursito de la guerra preventiva). No fue el viernes 13, para mí, ese día, tuvo un buen fin, de cine, compañía y un oso con un alce de un solo cuerno que luchaban contra los cazadores en “Open Season”.

El sábado tuve que ir a trabajar, realmente desmotivado, incluso en las llamadas que hice a mis amigos se notaba que no tenía ganas de abrir la boca para nada. Ahora viene el domingo. ¿Qué me tocará vivir esta nueva semana? ¿Jugar básquet con las medias rotas? ¿Tomar café rancio? Sólo el tiempo lo dirá.

Buenas noches.

Comentarios, críticas, insultos, escupitajos, declaratorias de amor u odio, al correo reo-libre@hotmail.com.

lunes, 9 de octubre de 2006

Primera nostalgia: la ciudad de Lima

Tengo recuerdos de hace veinte años. Creo que son los recuerdos certeros (y no imaginados) más antiguos que tengo. Y claro está, entre estos recuerdos están los viajes a Lima, mientras todavía vivía en Paramonga.

Algunas veces era simplemente ir a despedir a mi papá que se iba solo a Lima a ver a mis hermanos que aún estaban en la universidad (dos de ellos); otras veces, cuando nos íbamos papá, mamá y yo, era despertarse temprano y salir por la Panamericana Norte rumbo al sur. Y llegar al paradero de Habich, bajar y caminar hacia José Granda con las maletas… o a veces sin ellas. Como aquella vez que no nos quisieron dar nuestro equipaje porque el nombre de nuestro boleto no coincidía con el de tiquete engrapado en el salchichón marrón, la maleta viajera de muchos años.

Así conocí Lima, viajando con mamá y papá en la mañana de los sábados, pasando el día con mis hermanos en la tienda alquilada que usábamos como hogar en el barrio de Ingeniería, en el distrito de San Martín de Porres. En aquellos tiempos, esa parte de la ciudad era todavía una puerta de entrada a la ciudad; hoy en día, es casi como el centro. Muchos de los barrios que hoy son enormes en el cono norte de Lima, en el año 1986 no eran sino casas que adornaban terrenos aún baldíos y lotizados, o chacras inmensas que escoltaban la entrada norte de la ciudad. De niño, pegado a la ventanilla del bus, nunca dejaba de admirarme del camino que ante mis ojos se revelaba: Pativilca, Barranca, Supe, el puerto, Huacho, el desierto de Chancay, el Serpentín de Pasamayo (en donde yo nunca tuve problemas de mareos o vómitos, por el contrario, siempre le pedía a mamá que me dejara ahí al lado de la ventanilla para ver las formas de las dunas en la bajada que apenas eran adornadas por aparentemente pequeños peñascos, cosas que me hacían pensar en helado de vainilla con chispas de chocolate), la garita de Ancón (con su problemático puesto PIP y sus baños camuflados de restoranes de paso) y Puente Piedra con las cargas de camiones hechas de madera a ambos lados de la carretera, antes y después de cruzar el río Chillón. No existían aún el Metro, el Tottus, la Megaplaza, la Royal Plaza, SENCICO, ni el “pujante” distrito de Los Olivos era lo que ahora es. Muchos de sus inmuebles eran aún terrenos, rodeados de muros de protección con las pintas de Sendero o de “Alan Presidente 1985”. ¡Qué calamidad: Lima por su entrada norte era algo realmente sombrío! Cuando papá no podía ir me decía: “Si tu mamá está dormida y ves que llegas a una chimenea (la chimenea de REX, que quedaba al lado de un PURINA, que ahora que lo pienso, ya no veo en la actualidad), la despiertas porque ya están cerca de la casa”.

Los más tensos, parece mentira, eran los viajes con mamá, porque… ya se imaginarán, qué orden podrían tener un grupo de jóvenes universitarios que a las justas podían juntarse para comer algo en el desayuno y dejarlo todo a su suerte por toda la casa, y mamá, que venía de su inmaculado hogar paramonguino, siempre mamá, ordenando todo a su paso, repasándoles a los manganzones uno a uno los preceptos del decálogo del hogar limpio.

Poco a poco, el viaje a Lima se empezó a hacer una rutina hasta querida, porque veía a mis hermanos, y trataba de entender sus cosas, y las cosas que, en esa parte de los ochenta, ocurrían en el país y en la capital. No podía, a los cinco años se me protegía de todo y de todos. No podía ver la calle ni siquiera en Paramonga, así que cuando salía a jugar en Ingeniería tenía que ser bien custodiado por algunos mayores o después de una buena pataleta en el camarote donde me tocaba dormir (pedía arriba, por supuesto). Nunca faltaba algún tipo de entretenimiento extraño ahí en la casa de Ingeniería, sobre todo porque no tenía juguetes ni había una televisión a colores, o sea que, pobre de mí, jugaba con lo que hubiera: chapitas, lápices, a veces me ponía a ver las maquetas de mi primo arquitecto, o dibujaba cosas en los papeles que me daban para que no joda, ahí todos, siempre conversando y conversando de la familia que quedaba en Paramonga y todos los “limeños” (Anita, José, Adriana, Tito, Edgar, Sergio, Mario) mandándoles saludos a los lejanos.

Durante este tiempo solamente conocí algunas partes de la ciudad, y de una forma fragmentada. A la huaca Palao la visité mientras vivíamos cerca de ella; desde su cima pude ver la casa. Y el inevitable centro, en ese tiempo, para mí, la única ciudad de Lima que existía, llena de ambulantes y de bulla, de anuncios en luces y de Palacio de Gobierno, Polvos Azules, los cines en La Colmena, como El Portofino, en donde vi con papá la película “Campo Espacial”; en la Plaza San Martín, ahí donde vi con mi mamá y mi hermana Adriana “Tres hombres y un bebé”: el cine Metro, en donde vi también una de la saga de Indiana Jones (y su barbita de cuatro días) y “Querida, ¡encogí a los niños!”; y qué sé yo, algunos otros cines que no recuerdo en lo más mínimo. Obviamente, la Feria del Hogar, el Parque de las Leyendas y las iglesias del centro. Eran tiempos difíciles y toda la imaginación de mi familia estaba ocupada en el sobrevivir en la gran capital.

Mientras más cercana estaba la fecha de partida de mis queridas primas “Las Irmitas” hacia el Inefable Norte, más tiempo pasaba con ellas en Ingeniería. Ellas, en compañía de nuestra abuela, Mamá Ofelia, preparaban gelatinas que las vendían en la puerta de la casa. Me ha costado traer este recuerdo a la memoria, ha sido difícil. Sin embargo, la recompensa es mucho más grande cuando me pongo a recordar que en esos tiempos, y pese a la crisis familiar, económica y social, podíamos aún pasar buenos momentos dentro de la gran familia que se reunía en torno a Mamá Ofelia, claro, que no eran las reuniones de las Navidades paramonguinas, pero sí nos reuníamos los “limeños” en aquella pequeña casa de Ingeniería. Antes de los paquetazos fujimoristas, y en pleno derrumbe del régimen aprista, que se trajo abajo la economía de nuestras casas, y el sueldo de mamá, los ingresos del tío Tito, conocí el Aeropuerto Jorge Chávez, San Roque, el hospital Rebagliati y el Almenara, ahí donde Mamá Ofelia empezó a despedirse de nosotros. Y el Rímac, donde vivió un tiempo mi primo Giancarlo, Ciudad y Campo, para ser más exactos.

A San Juan de Lurigancho lo conocí cuando nos tuvimos que ir del pequeño recinto de Ingeniería. Ya la crisis generalizada no nos permitía seguir pagando una casa y tuvimos que ir a la casa de una tía que vivía en Chacarilla de Otero. Ese fue el inicio de la década de los noventa en mi familia. De nuestra estadía en esta casa no guardo buenos recuerdos. Sólo podré decir que mi familia, mucho antes de vivir en Ingeniería, había estado viviendo en la casa de esta tía, así que supongo que volver a una casa de donde ya saliste tiene siempre un sabor de “derrota”, de involución.

Sin embargo, en esta misma década, ya mis hermanos y mis tíos no vivían en el mismo lugar: tío Mario se fue a Caja de Agua y luego al Callao, Adriana se mudó luego cerca de la Universidad Villarreal, Anita al jirón Ica (en el centro), José pasó a La Molina, a la casa de unos amigos; solamente tío Tito y Giancarlo quedaron en aquella casa de Chacarilla.

La casa donde pasé las temporadas más largas de mis visitas a Lima, que ahora sí eran más escasas, fue la casa de mi hermana en el Centro, luego, La Molina, con mi hermano José, ahí conocí al grupo Take That (y al fenómeno pop Robbie Williams), vi Apollo 13 (de hecho ahí fui a dormir luego de ver la película en el Cine El Conquistador, que quedaba en la avenida España), conocí a Tinelli y Video Match, detesté a Benny Hill, añoré la Serie Rosa, y conocí el Windows 95.

Además de los viajes familiares, que siempre tenían los destinos preestablecidos y el Opeluce (en la cuadra 18 de la avenida Arequipa, no es cherry, por si acaso), en donde me vi los ojos un par de veces, los otros viajes a Lima eran cosas del colegio, concursos de Matemática, presentaciones del teatro escolar, oportunidades que me sirvieron para conocer Surco, Miraflores, las otras calles del centro de Lima (como la puta calle Rufino Torrico donde queda la Trilce, mamotreto de academia en donde suelen estafar a mucha gente inocente o estúpida), Pueblo Libre (el Colegio de La Cruz, de las monjas canonesas que regentaban también mi colegio), San Borja, y el Jockey Plaza (lugar en donde uno llega a avergonzarse de tener compañeros de estudios tan, pero tan “provincianos” y poseros).

Qué difícil ciudad esta. Lima ha cambiado con el paso del tiempo, llegando a alejarse mucho de la imagen que tenía de ella en los años 80’s, sin embargo, y pese a la distancia del tiempo, y a todos los cambios que le han cambiado la cara una y otra vez al país, la miseria, la vileza y la podredumbre han caracterizado a esta ciudad que sigue hundiéndose en una fragmentación sin cuartel, en un divorcio de sus distintas zonas hasta hacerla una ciudad insufrible.

Cuando ingresé a la Universidad Nacional Mayor de San Marcos creía que la nueva perspectiva de estar en una universidad tan importante como esa cambiaría mi concepción de la ciudad. Por el contrario, mi imagen de Lima ha ido deteriorándose mientras los años pasaban y pesaban. Antes tenía una visión ingenua de los contrastes que vivía Lima, algo así como unos pequeños errores que eran fáciles de solucionar. Sin embargo, las cosas se han agravado disfrazándose de muchas sedas que a algunos no les deja ver toda esta podredumbre que nos rodea y que supura por todas partes y hiede como una fosa común. No digo todo esto por las cosas horrendas que he vivido, como los asaltos y demás sustos que la calle da. No, no es este el manifiesto de un resentido social. Simplemente lo digo como la persona que llega a asentarse en una cloaca urbana, como lo es el barrio donde vivo, y ve la miseria y la vileza en la que su gente vive muy feliz, en un continuo presente que no tiene pasado ni proyección de futuro. Es cierto que hay cosas que han cambiado para bien, que las cifras son saludables en algunos casos, sin embargo, esta ciudad, desde hace rato que está hiperpoblada y no cuenta con los servicios básicos en más de la mitad de su nuevo territorio (del cual conozco apenas un 15%). Sin contar, claro, el enorme problema educacional que asola todo el país.

Esa es Lima para mí, para un provinciano que la vio de niño con la lejanía de una ciudad que prometía y luego padeció la decepción de una ciudad odiosa y mezquina. Esa es la Lima que me dio el amor y la desdicha, los mejores amigos y la gente más hija de puta del planeta, me dio un hogar y ahora me da un destino, como si me expulsara de su matriz, como si me pariera fuera de sí misma y dijera: “Ya estás podrido, ahora, anda escribe y jode por la vida”.

Había pensado solamente en enumerar todos aquellos lugares que durante este tiempo he conocido, sin embargo, hay tantos que conozco ahora que ya no valdría la pena. Esto no es una guía ni una anti-guía de Lima. He pensado muchas veces el final que habría de dar a esta nota. Hubiese sido muy bueno terminar maldiciendo la ciudad que me ha dado la vida y la cara de la muerte, que me enseñó mi propio cadáver, que me ha envejecido y casi me logra envilecer del todo. Lima, la horrible, Lima, ciudad de mierda (como una vez lo grité mientras caminaba hacia la avenida Tacna en un atolladero que empezaba en la entrada de Zárate e iba hasta el jirón Trujillo), Lima de las librerías más caras de América Latina, del peor servicio de transporte urbano, de las bajezas más asquerosas que en el ser humano haya visto, y que me perdonen Maribel, Marlon, Edgar, Virginia, Daniel, Richard, Eric, Susana, Kate y toda aquella gente que estimo y que sé que ha nacido y ha crecido aquí en Lima, pero… Lima… asquerosa ciudad miserable y mugrienta… ¡cómo te voy a extrañar!

domingo, 1 de octubre de 2006

Llegó el mes morado

¡Octubre! Mes de El Señor de los Milagros, del turrón de Doña Pepa, del cambio de camiseta de Alianza Lima, del bloqueo de la avenida Tacna para dejar que la procesión pase y el carro que me lleva al trabajo se desvíe infinitamente hasta aparecer por Cárcamo y hacer vericueto y medio para retomar una ruta por la que tuvo que haber pasado hacia más de media hora. ¡Qué bello mes octubre!

El año 2005 llegué al mes de octubre sin empleo y sin dinero, preocupado por tantas cosas que parecían cabos sueltos e irreparables en mi vida. Luego de que escribí un cuento que a mí me gustó mucho (“El chelo o Teresa”) tomé la decisión de seguir en este sacerdocio literario, y permanecer en él hasta que naufrague. Y para eso era necesario tener el sustento monetario que en mi casa ya no podían (ni querían) darme, por lo que tenía que encontrar un trabajo que no fuera como los que había tenido antes, es decir, ahora necesitaba un trabajo en el que me pagaran de verdad y no un goteo que a veces tenía sabor de limosna. Sin embargo, y pese a mis esfuerzos (tibios en realidad), no obtuve plaza en nada. Me di al abandono, pensando que esta vida estrellada a los veintitrés años había llegado al capítulo final y que ahora estaba esperando que abran la puerta del teatro para salir.

He renegado siempre de mi mala suerte para encontrar amigos leales. Bueno, en verdad, salí con esa idea de la facultad de Derecho, en donde conocí la gente más putrefacta que yo pudiera imaginar. En ella, las mejores amistades que había tenido las había perdido siempre por la razón de una mujer: una mujer siempre metida entre un amigo y yo, y en esos trámites, perdí contacto con mucha gente que realmente no valía la pena dejar de ver. Pero hay casos en los que la amistad sí llega a sobreponerse a todos esos obstáculos. Ése es el caso de mi amigo A., con quien tuve un largo silencio de dos años en los que el hielo no se derritió ni una sola gota. Recuerdo que me dijo: ¿Quieres trabajar en la SUNARP?

Al día siguiente estuve a las ocho de la mañana frente al Hospital Rebagliati. Era un día fresco pero gris: un día común en Lima. En la ventanilla 36 una chica de rostro adusto me recibió y me dijo que a quién quería ver. Se lo dije y me preguntó si sabía el anexo. Le dije que no y me dijo que esperara. La doctora con la que debía entrevistarme no había ido. Estaba de descanso médico. Tendría que regresar al día siguiente. Esa mañana llegué temprano, me hicieron esperar porque aún no llegaba la doctora. Paseé por todo el primer piso, viendo los módulos donde atendían a los usuarios, que siempre escuchaban a los “orientadores” con rostros de nulidad absoluta en temas jurídicos. Luego comprobé que las cosas que les decían en Orientación eran más desorientación que una ayuda certera sobre las dudas de los pobres ciudadanos. Que a veces ni tan pobres, porque hay (los hay, los hay, lo he comprobado) cada joyita… Pese a todo, ahí estaba yo, sentado en una silla más, leyendo algo de Kafka para no sentirme tan solo. Esperé hasta que dieran las nueve y media de la mañana. Debí haber supuesto que no llegaría la dichosa doctora para la entrevista, seguí de permiso y no volvería si no hasta el lunes, fecha en la cual me diría si estaba dentro o no.

El lunes llegué, me miró, me dijo «Vaya con A. para que le enseñe el manejo del sistema». Aquí sí creo que la influencia de la lectura de Kafka me había afectado. Cuando me intentaron explicar el sistema de trabajo de los certificados de gravámenes en fichas del SIR y los de los prediales en SARP, y el uso de las claves de acceso para registrar mi trabajo, y el despacho con la caja de publicidad mi cerebro colapsó. Gracias a Dios (es sólo un decir, porque lo que vino después era tan feo como lo anterior) me cambiaron a la media hora del segundo al quinto piso.

De tropiezo en tropiezo pude quedarme y ahora estoy algo aclimatado. El mes de octubre, mes de los milagros, aquél milagro de conseguir un trabajo en un momento muy duro, muy negro. Ha pasado un año y aún mantengo el empleo del que he recibido muchos argumentos para escribir. No crean que fue una reconciliación con el Derecho. En lo absoluto. Por el contrario, lo que creo que es el Derecho por fin me está pasando la indemnización de todo el tiempo que pasé en vano escarbando dentro de su mugre. Está cumpliendo su deuda conmigo y yo con él. Fue un armisticio y nada más. En la SUNARP me dedico a cosas en verdad simples y sin mucha complicación jurídica. Y a veces (solamente a veces) me dedico más a eso que a lo que debería dedicarme en verdad: escribir, leer y escribir.

Curioso, sé hacer eso hace más de veinte años y sin embargo siento como si recién lo hiciera desde hace menos de dos años. Es este mes de octubre que quizá me atonta un poco, o la polución de Lima, o el chancay medio pasado que me comí en la calle. No lo sé. Mi ingreso a la SUNARP cambió muchas cosas en mí, como por ejemplo (y esto nadie lo puede negar) devolverme la dignidad. El trabajo dignifica, señores. La SUNARP, no, por supuesto, pero sí el hecho de saber que ya tienes con qué pagarte las cochinadas que compras (música, libros, línea telefónica, salidas, et caetera). Ahora, estoy a tres meses de que se venza mi convenio de prácticas (hasta ahora no sé ¿qué he practicado?) y estoy feliz. Mi ciclo ahí terminará pronto y otro mucho más interesante (y auspiciado por la SUNARP) comenzará para darme más brillo al cabello, más canas atractivas, más cosas en qué pensar.