domingo, 10 de diciembre de 2006

Un fin de semana cualquiera

Yo despierto. El contacto con ese pequeño cuerpo rebotando sobre mi cama como si fuera una cama elástica me dice que la mañana ya está bastante avanzada. Sus zapatos golpean mis costillas como si un pequeño canguro saltara sobre una marimba: es mi sobrino, al que alguien ha dejado entrar impunemente a mi cuarto, me despierta con golpes powerrangerescos. Salgo de la cama y me doy cuenta de que la computadora se ha quedado prendida y aún está sonando la canción “Nos siguen pegando abajo”. –“Qué ironía”, pienso. Abro la puerta de la casa. Las mismas imágenes de todas las mañanas. No hay nada fuera de lo común para ser las nueve y media de la mañana. ¡Las nueve y media! Bastante temprano para haber llegado a las tres de la mañana de ese mismo día, luego de haber estado con Mariclaudia en San Miguel.

Siento que una fuerza que no puedo ubicar me jala, me lleva hacia una tromba incontrolable; necesito ir para allá. Llevo la revista SOMOS para ver si valió la pena haber comprado una vez más El Comercio. Menos mal que llevé también la sección A del día domingo: Carlos Fuentes, mi madrina Rosa Montero y el osito de felpa de la literatura peruana, quizá sobrio esta vez: Ha muerto William Styron, se redescubre a Irmgard Keun y Lennon es elegido en una encuesta de la revista británica “Q” como el mayor ícono de la música rock. Y padezco de ese biológico placer de una forma casi inhumana. Me lavo las manos y luego la cara para cosechar las legañas de mis ojos. Estoy de nuevo fuera del baño inclusive con los dientes cepillados. Y llega la hora de desayunar y me tengo que ir para la mesa de la cocina. No puedo entrar aún porque la puerta del refrigerador está abierta, y mientras esté abierta no se puede abrir la puerta de la cocina para poder entrar a sentarme a comer.

Me ven en mi casa con cara de espanto. Ellos ya no saben quién soy yo. Yo tampoco trato de darles explicaciones sobre el extraño que les está acompañando a desayunar esa mañana. Samsa, Samsa, Samsa. Si mi hermana hubiese tenido una manzana en las manos me la hubiese incrustado en el costado, como a un cristo terrenal y mediocre, pero, si mi madre leyera justo estas líneas, sabría que voy directamente al infierno por blasfemo. En eso siempre ha sido innegociable. Sn embargo, sólo hay mangos en el refrigerador y yo, por suerte, no tengo tráqueas a los costados. Una vez más, se trata de conversar de algo en la mesa, que es el continente del sufriente corazón de mi madre, que siempre sufre, que fue educada para sufrir, para padecer todos los males del mundo en su frágil cuerpo de una mujer de sesenta y seis años. Aquí está el demonio de tu hijo, madre. ¿Acaso no me reconoces?

Por alguna extraña razón, queridos, sale el tema de la delincuencia juvenil. Yo también soy intransigente, y se los voy a demostrar. Yo tenía la razón en esa mesa. En esa mesa donde yo siempre he sido un extraño desde que empecé a pensar. Claro que todo eso es una enorme falacia. Tremenda estupidez mía que lidia dentro de mí desde que tengo dieciocho años. Los jóvenes de las pandillas tienen una esperanza. Hay que tener fe, se concluye en la mesa. ¿Fe en quién? En Dios, hijo. Dios puede transformar esas vidas que están yéndose por el drenaje. ¿Acaso has perdido la fe? En mí no; pero en ellos, sí: a ese grupo de gente, en medio de una sociedad embrutecida, solo les espera la muerte. Sí, madre, soy el demonio que tuviste más de nueve meses en tu vientre y que salió por cesárea porque no estaba en posición cuando tenía que nacer, y que nació con el cráneo inmaculado porque ningún médico lo tuvo que jalar de la cabeza para que nazca. Hoy es el segundo domingo de adviento.

Papá quiere hablar, no puede dejar de hacerlo. Pero, ¿a quién le importa? Paso en limpio: a mí no me importa. Para él sólo soy un maricón. Un maricón: o sea un homosexual. No sé si también seré un cobarde para él, pero sí que soy un gay. Que se joda. No lo pienso escuchar, por más que tenga algo interesante que decir. Siempre lo he escuchado. ¿Cuándo se detuvo él a escucharme cuando una lágrima o una felicidad me invadían? Lavo mi taza y el plato donde estaba mi presa de pollo sancochado al ajo y el huevo frito que comí en el desayuno. Una vez más pienso en lo mucho que detesto el ajo. Me siento en la máquina. Quiero retomar la escritura de tantas cosas que tengo pendientes desde hace mucho tiempo. Y que, Dios mediante (hasta el demonio tiene derecho a creer en Dios), tendré que terminar, pues aún me tengo fe. FE.

* * *

Tú te sientas frente a la computadora y crees que hoy es un día distinto para escribir. Crees que porque has terminado leer un libro más, ya has podido rescatar de ahí algunas enseñanzas que te harán mejor escritor. ¿Y qué tal si el libro que leíste es prescindible? Sin embargo, estás aquí sentado, tratando de recordar lo que hiciste el fin de semana. Y recuerdas que el viernes en la noche fuiste al cine con Mariclaudia. Que vieron The Departed y que fue una película que te rayó la cabeza y que a ella le gustó. Recordarás también que fueron a Plaza San Miguel y que ahí les dieron las tres de la mañana y la tuviste que dejar en casa, y que luego te fuiste en un taxi a la tuya. Que llegaste, que tu sobrino estaba llorando por el dolor de oído a causa de la gripe y la fiebre. Que te levantaste a la media mañana del sábado. Que seguiste leyendo La Muerte de Artemio Cruz y tenía la música de la PC a todo volumen. Por lo que entró tu papá a apagar los parlantes y tú renegaste y farfullaste un carajo cuando él, luego de entrar sin tocar la puerta, se iba de la misma forma en la que entró: si decir una puta palabra.

Encendiste de nuevo los parlantes. Afuera tenían visita, pero tú no saliste a saludar. Te quedaste leyendo y luego, cuando te dieron ganas de bañarte, ya no estaba la visita y el baño estaba ocupado por tu hermana y quisiste esperarla viendo un poco de televisión. Ahí entró tu padre, a carajearte, por ser tan malcriado, por tener el volumen a todo volumen, y tú, demonio otra vez, con Satanás dictando las palabras que de tu boca salieron, le dijiste que ya te ibas a la Argentina, que no lo volverías a ver, y que eso era lo que querías: no volverlo a ver en tu puta vida. Recordaste cuando, de niño, en Paramonga, no podías dormir por la emoción de volver a tus hermanos que llegaban de Lima, le quisiste trasmitir esa alegría, eso que desbordaba tu pequeño corazón, y sólo recibiste un carajo, un mierda, y una orden dictatorial de largarte a dormir a la cama. O cuando te golpeó una vez, y cuando ya habías caído al piso te dijo que desde ahora en adelante TÚ serías su perro. UN PERRO. Un perro que se negó a ladrar y que ahora cómo quisiera tener rabia para de una mordida mandarlo a un mejor lugar a dormir su gordura sempiterna y antideportiva que siempre lo caracterizó y que por eso ahora en casa se preguntan cómo rayos harán si a él, en ese segundo piso precario, le pasa algo para sacarlo a la ambulancia. Haría falta una grúa para sacarlo. O su última perla cuando llevaste a un amigo que vivía muy lejos a dormir a casa porque era tarde y volvían de una discoteca dark, cuando te creyó homosexual y a tu amigo, que aún no terminaba de despertarse lo botó, “muy amablemente”, de la casa porque “tu mamá iba a estar muy ocupada”. Recordaste todo eso cuando le gritaste, como queriendo desaparecer del planeta, y le dijiste que sólo estabas en su cama viendo tele para esperar que su hija saliera del baño para poder bañarte.

Que ya está anciano te dicen (en tres años cumplirá setenta años). “¿Y eso qué mierda tiene que ver?”, preguntas mentalmente siempre. Y aún no sabes de qué son esas lágrimas que te nublan la visión, esas lágrimas son de odio, de impotencia, o de amor, no lo sabes y no lo sabrás hasta que él esté muerto, hasta que tengas un hijo que haga las mismas cosas que tú le hiciste a tu padre.

Recordarás todas esas cosas sentado delante de la computadora. Y que ayer, luego de mucho tiempo, volviste a ver a todos esos amigos literarios (a un buen grupo de ellos), que encendían tus ganas de escribir y te oxigenaban cada vez que la SUNARP te hacía mierda el espíritu. Porque luego de putearte con tu padre, saliste de su habitación (donde está la única tele de tu casa) y fuiste al baño a bañarte, y tu madre te advirtió que no había cortina en la ducha, por lo que tuviste que secar luego el suelo del baño que se había salpicado de toda el agua que rebotaba de tu amorfo cuerpo. Y Esperaste escribir algo y no se te ocurrió gran cosa para escribir. Esperaste a que sea la hora de salir para la casa de Camasca con el libro que hacía ya tiempo él te había prestado. Saliste pues de casa, con las lágrimas ya secas y el corazón un poco más marchito.

* * *

Él tuvo que cambiar de San Sebastián en la avenida Abancay porque en la que iba se malogró. Hizo el trasbordo y ya no fue cómodamente sentado para seguir leyendo La Muerte de Artemio Cruz. Pasó por las calles que tantas veces vio pasar en esa misma línea, cuando aún quería ser un abogado para mayor gloria del Señor y probar que no todos los abogados se iban al infierno (claro, esos abogados que se jactan de que nacieron sola y exclusivamente para ser eso).
-¿Tienes que hacer algo hoy a las cuatro?
-Sí, tengo reunión con unos amigos cerca de San Marcos.
-Ah.
-¿Por qué?
-Hoy es la ceremonia de tu hermana… del curso de Reflexoterapia que llevó.
-Es que ya me comprometí, mamá.
-No importa, ya no te preocupes.

El calor era insoportable. Por eso no llevó casaca ni chompa. Sólo iba vestido con una camisa y un pantalón que ya evidenciaba suciedad. Cruzó el centro en poco tiempo y llegó relativamente temprano a la cita. Ahí ya estaba un amigo periodista y profesor. El dueño de la casa estaba en la puerta, esperándonos. La reunión fue muy amena. Desde que se inició, con la caminata hacia la nueva Librería Crisol de la Plaza San Miguel y la compra de gaseosa, jugo y panetón en el Wong. Camino de regreso, con un cigarrillo para aminorar el sinsabor de su vida, escuchaba a sus amigos hablar sobre tantas cosas: Vargas Llosa, Sabina, las alumnas, los chismes dentro del grupo de amigos. Todas esas cosas que hace tiempo no tenía y no se había dado cuenta de lo mucho que le hacían falta. Caminó en silencio sumido en sus propios y desordenados pensamientos.

Dieron las diez y aún estaban todos ahí reunidos, hablando de cine y de libros, inspirados por D. Rodas, que llegó con el enorme entusiasmo de terminar una novela que ya había empezado a escribir. Sepultaron una vez más el horroroso cadáver de Alonso Cueto, gamonal de las mediocres tierras de la literatura que él comanda, bufón oportunista de MVLL, que ya llegaría a pasar las fiestas en Perú, como lo hace siempre: buen motivo para ir al Malecón Mario Vargas Llosa (antes Paul Harris) a ver al maestro comer su panetón. Prometió no llamarla, para no asfixiarla, pero no pudo soportar la tentación de escuchar su voz. Así se había ido el sábado, así se iría el domingo: recordando cosas, inspirándose a escribirlas en la máquina, por más que, ya cerca de las tres de la tarde, aún tenga puesto el pijama y espere (aún con el desayuno en las tripas) a que esté listo el almuerzo.

domingo, 3 de diciembre de 2006

Mi insoportable levedad muscular

En estos últimos dos meses he estado saliendo a correr casi a diario. Por eso, he estado levantándome de la cama a las cinco y media de la mañana. La ruta que seguía era desde la puerta de mi casa, cruzaba la pista de Próceres de la Independencia, subía por la avenida Gran Chimú hasta la altura del Banco Continental y doblaba luego hacia la derecha con dirección al Malecón Checa. Corría a lo largo de esta calle, paralela al río, respirando sus pestilencias, esperando el cambio de luz en el puente que va a Puente Nuevo, y llegaba hasta la entrada de Campoy, siempre adornada por cadáveres de perros que gente inescrupulosa dejaba expuestos al sol.

Esa ha sido mi rutina de los últimos dos meses. Algunas de esas veces, cuando ya estaba con algunos cientos de metros ya avanzados, sentía una especie de adormecimiento de la pierna derecha que al principio no le di importancia, luego desapareció, pero para transformarse en un dolor aparentemente muscular en la misma pierna que no me dejaba correr tranquilo en los primeros tramos. Ahora, ese dolor, este viernes, me ha hecho pedir descanso médico en el trabajo y la médico de la SUNARP me ha pedido que me haga una ecografía de partes blandas en la pierna derecha para descartar una trombosis. ¿A mi edad?

Bueno, el asunto es que gracias a la naturaleza de la lesión, se me recomendó reposo absoluto, además de CINCO AMPOLLAS DE DICLOFENACO SÓDICO y una crema para la relajación del músculo (que pude reemplazar por pastillas de Nórflex, cosa que efectivamente hice porque la crema estaba muy cara). Desde pequeño he tenido un pavor muy grande a las agujas, y cuando hubo campaña de vacunación en el trabajo (por la rubéola) me vi con los Walt Disney (o sea, con los muñecos) e hice un papelón en la cola de espera porque en verdad esas agujitas… me dan cosa. Sí, le tengo miedo a las agujas, y nunca antes en mi vida, me las habían tenido que poner tantas veces seguidas. Cinco en total durante este fin de semana. Esta medicación, y la recomendación de no pasar mala noche ha hecho que le falle a mi querida amiga Catalina, y a mis demás amigos, en la celebración del cumpleaños de esta, porque justamente me tenían que inyecyar con la tercera jeringa de diclofenaco. He quedado mal con ellos. Me llamaron ya bastante ebrios en la mañana de hoy. Como estaba aún con los efectos de la pastilla de Nórflex (que es anti-Walt Disney) los mandé a rodar porque tenía mucho sueño. Me siento mal por no haber ido, pero creo que ha sido lo mejor. Qué tal si en verdad es algo serio lo que en la pierna me pasa. ¿Podré caminar bien en las calles de Argentina si sigo sintiendo ese malestar en la pierna? Yo no lo creo, y la verdad no sé si ellos cuando ya estén sobrios lo entiendan.

Por otro lado, este ya es el último mes del año. El ambiente en la chamba está bastante tenso porque nadie sabe si va a continuar o si nos irán a botar a todos. Hablo, claro está, de los practicantes. Que me renueven o no, me tiene sin cuidado, porque yo ‘estoy hecho para grandes cosas’ como dijo mi británico amigo Richard Bringas. Qué significa eso realmente, no lo sé. Lo que sí sé es que las fiestas de fin de año están a la vuelta de la esquina. Y necesito una oportunidad más para reivindicarme con los muchachos, los cuales piensas ahora lo peor de mí porque no estuve con ellos en la celebración del cumpleaños número 21 de Catalina Cabrera Junco. Tanto peor aún es el hecho que tampoco haya estado para celebrar ese mismo día el cumpleaños de Guilliana Angola Robles, quien también cumplía años ese día. Claro que no veintiuno, por supuesto. Yo creo que cumplió cuatro años más.

Aprovechando mi convalecencia, cambiando una vez más de tema, Adriana me hizo una reflexoterapia. ME hizo saltar lágrimas de dolor porque en verdad esa cosa es muy dolorosa. Sólo la primera vez, dice. Pero no quiero intentarlo ahora por segunda vez. Ella ha descubierto algo que me hizo sentir como un fenómeno: tengo más de dos riñones y más de una vesícula, estoy mal de la columna (algunos discos fuera de lugar), tengo mal el cuello, los nervios, el duodeno y la circulación sanguínea. En resumen: ¿qué carajo hago vivo? La cosa es que sigo vivo y para adelante. Con la pierna aún con un tímido dolor en la parte de la pantorrilla, claro.

Además, los amigos me han hecho sentir terriblemente mal por haber faltado a la reunión. Algunos me dicen falla, como si yo hubiese querido faltar, otros me dicen tacaño, porque creen que no fui por no gastar dinero. Maldición, borrachos, espero que todo eso sea solamente producto del alcohol. El asunto –y aquí concluyo- es que no quiero jugar con mi salud, y el tema de mi pierna realmente me preocupa. Más que otras cosas, porque si no, ya hubiese dejado de fumar hace tiempo. Pero no puedo. Una contradicción más en mi vida. Algún día lo lograré.

Descansen, muchachos, deben estar con la resaca. Cata, querida, en tu correo hay un mensaje de voz de Bringas para ti.

Los quiero mucho a todos.

reo-libre@hotmail.com