domingo, 27 de mayo de 2007

Reflexiones en la cola del Hombre Araña 3

A veces, es necesario esperar a que el sol abrigue un poco las sombras para que uno pueda animarse a abrir los ojos. Pero ahora, en junio, es muy difícil encontrar uno de esos días. No creo que haya en este mes uno. Sin embargo, sí creo que todo en esta vida es cíclico, que hay días cálidos y felices y que los hay también gélidos y grises.

Mayo fue un mes feliz: encontré trabajo, me reencontré con buenos amigos y celebré dos de los más importantes cumpleaños para mí. No me puedo quejar; con todo y sus altibajos, mayo fue un mes que cumplió.

Y a diferencia de ese mes, junio empezó más bien con una invitación a reflexionar sore las cosas que en mi vida me destazaron como un cerdo, de las cosas que me quedan pendientes y de las cosas en las que he tenido una inmejorable suerte.

Seamos claros: hace un frío de mierda en Lima, y por eso, putísimo de mí, me encanta quedarme en cama haciendo la de la morsa (goo goo goo joob) y por eso he reflexionado sobre algunas cosas que luego de tanto darle vueltas en la cabeza, y de dedicarle placenteras horas de rásquimbol, no hacen más que provocarme una nostálgica sonrisa antes de que sea hora de salir.

Primera rascada

¿Conocéis a P? Yo sí, tuve la aleccionadora desdicha de acumular más de 1800 días a su lado que acabaron de una manera muy linda: me envió un emilio stefan donde ponía: «Christian, estoy con un abogado de verdad, un abogado de éxito. Tú y yo hemos terminado. Entre los dos hay tantas heridas que el perdón es impensable». Bueno, no me quita el sueño el hecho de que no soy ni un abogado siquiera de mentirita y ya desde hace tres años eso no me pone ni me quita nada. Así que esas palabras, si algo hicieron en mí, simplemente fue que me diera cuenta de con qué clase de persona estuve tanto tiempo. Hasta luego y apaga la luz cuando salgas.

De eso han pasado más de 700 días, pero hace menos de diez volví a ver al abogado de éxito correteando a un abogado menor, profesor pringoso de San Marcos, que suele frecuentar mi laburo. Y haciendo una de las cosas que mejor sé hacer (o sea, hacerme el cojudo) le pregunté a una chica de la chamba: "¿conoces a ese chico (de éxito) que acompaña a ese abogado (de verdad)?". Y me respondió: "Ah sí, es un pelele de dos por medio". Evité sonreír pues de inmediato pensé que el mundo era un pañuelo y tarde o temprano el moco me podía alcanzar a mí también.

Segunda rascada
Este tema trajo su inevitable cola, tan temida y satanizada: terminar la carrera. Así es, amiguitos, me vino la conciencia, y en avalancha responsabilísima. ¡Horror, horror! Este tema está más rayado que mi LP de Popy (el payaso de verdad, no el político hijo de puta) o mi CD pirata de The Cure; también es cíclico, también me vienen crisis existenciales respecto a él, pero por suerte, escribiendo (y aún más, leyendo) se me pasan. Off the record (y off the chacotas) lo haré por mi familia (¡por ti viejita, salud!) que ganó el campeonato nacional de repetición del mantra "termina tu carrera, hijito". Caramba, ciertamente, en ocasiones, hasta yo mismo me sorprendo. Palmas, compañeros...

Tercera y última rascada, generalmente, dos minutos antes de salir de la cama

En verdad, no la hay. Simplemente lo que existe aquí es una queja y una bendición: ¿Por qué tengo que levantarme temprano? Porque tienes trabajo pues, hijito; arrodíllate y da gracias. Gracias. ¿Por qué me tienen que despertar? Porque el desayuno ya está listo, hijito, tu madre acaba de tocarte la puerta del cuarto. ¿Por qué diantres le tengo que ver la cara a la avenida Abancay? Porque la vida no es perfecta. En absoluto. Y tienes que cruzarla casi entera, y verla te recuerda que Lima será siempre la gris y desértica ciudad que cruzaste a los cuatro años enun bus que venía del norte, que en Lima están, conviviendo más o menos en paz, parques y pirañitas, abogados (que casi son la misma cosa) y políticos (grado máximo de mierdificación del ser humano), libros, mochilas y ropa en descuento, bibliotecas vetustas y sepulcrales (claro, con pirañitas a los costados inhalando terokal... gran estampa de nuestra ciudad. Linda y cuidada, Castañeda), películas, discos piratas y la Casona.

Y la gente me empieza a ver como un bicho raro porque estoy sentado en la escalera que lleva al tercer piso del cine y no paro de sonreír, de quedarme con el lapicero suspendido entre mi entrada de las 9:20 de la noche y las hojas de esta agenda. Qué tendrá ese joven. Loquito debe ser.

lunes, 21 de mayo de 2007

Cartas fraternales (cuento)


Esteban miraba con mucha pena a su hermana mayor. Todos los días ella llegaba de la universidad, ayudaba en algunas labores de la casa y se echaba en su cama a descansar de su enorme humanidad. Ciertamente, su hermana no era agraciada. Era tosca, redonda como una pera y con el rostro maltratado por el acné. Era muy fea. Cuando ella estuvo en el colegio no le conoció enamorado alguno. Y como buena fea, se dedicó a estudiar, a sacar las mejores calificaciones en el colegio, a ser la mejor amiga de muchos, confidente, delegada de aula, la más querida compañera de todos, la que soportaba todas las bromas y que luego se iba caminando a su casa porque no sabía manejar bicicleta.

Nadie jamás, a excepción de él, pudo ver todo el sufrimiento que eso le causaba. Todas las horas que pasaba frente al VHS viendo una y otra vez los viejos vídeos de ballet de cuando tenía seis años. Las silenciosas lágrimas que derramaba sobre sus abultadas mejillas ya marcadas por los primeros granitos. Esteban guardó esa imagen muy bien, durante mucho tiempo. Ahora, las cosas no habían cambiado mucho. Ya no regresaba a pie de la universidad, ahora iba en su auto. Ya no pasaba horas frente a la televisión, o escuchando viejos discos de Tchaikovski; ahora estudiaba complejos sistemas operativos, y pasaba horas tras horas encogida frente a un escritorio. Aún sin enamorado conocido.

Para entonces, Esteban ya había acabado el colegio y era hora de que fuera a la universidad. Y mientras se preparaba, pasaba muchas horas en casa pensando en aquellas cosas que conocía muy bien de su hermana. No es que fueran muy amigos. De hecho, no lo eran. Pero, algo en el fondo –quizás lástima–, lo motivó a hacer lo que hizo: le escribió una carta de amor. Como para que se sienta admirada por alguien, una carta donde se le revelara una secreta y tímida admiración que solo tenía esa forma para ser expresada y que envolvía, con cada vez más fuerza, a un misterioso corazón que no quería aún darse a conocer.

No sin mucho trabajo pudo dejarla entre los cuadernos universitarios de su hermana. Y cuando ella la encontró, fue la alegría de su rostro la que hizo pensar a Esteban, que quizás sería bueno escribirle otra. Pero, para hacerlo ahora más interesante, pensó que podría dejar las cartas en lugares ocultos de por el barrio, en donde ella pudiera ir a recogerlas y responderlas para después dejar ahí sus muy primariosas cartas de amor. Esteban se revolvía de risa en su cuarto cuando leía las respuestas de su hermana al secreto admirador, tan ridículas y aniñadas. Llegó a escribirle dieciocho cartas, todas ellas contestadas, en donde él alababa su inteligencia, su carisma, su buen corazón, su belleza interior y le depositaba siempre un juramento de amor eterno, aquella mentira edulcorada que para su hermana era la miel negada por tanto tiempo. La hermana, muy ilusionada, leía las cartas sentada en la sala, en el jardín, en el comedor, a solas, degustando un litro de helado de chocolate. Esteban, llegó a conocer lo muy dulce (ridículamente dulce) que podía llegar a ser, lo muy enamorada que ya estaba del anónimo escriba. Recordó, además, que cuando era aún un niño su hermana iba a su cuarto, se sentaba en su cama y le acariciaba la cabeza mientras le leía cuentos o le cantaba alguna canción de cuna. Ahora, casi ni se hablaban, pero por cartas, ella le contaba al admirador secreto todo eso que le dolía y le pesaba en el pecho. Para él ya solamente era una diversión.

Cambiaron muchas veces de buzón secreto. El último que tuvieron fue un viejo roble del parque frente a su casa. Ahí donde ella casi descubre todo el cruel juego de su hermano, cuando él fue a buscar la respuesta de ella, el mismo instante en que ella la estuvo dejando. En esa carta, la hermana no pudo más y le confesó que lo amaba con todas las fuerzas del universo, con todo un ciclón de mil estrellas y que su amor era inmenso como el mar crepuscular, como el cielo fulgurante del amanecer. Quería una cita con él. Esteban que aún no se reponía del susto de casi verse descubierto, ahora se atragantaba con esta segunda sorpresa. Pensó, tontamente, que ella dejaría que todo quedara en lo platónico, en el idilio epistolar, sin embargo, ahora tenía que enfrentar el desastre de descubrirse ante su hermana como el más grande hijo de puta que pudo haber ella conocido. Pero le dio fecha, lugar y hora para el encuentro: en la heladería de la plaza, el viernes, a las cinco y media de la tarde.

Su hermana esperó con ansias ese día. Salió temprano de la última clase de la universidad y se fue directamente a donde sus amigas a pedirles consejos de maquillaje. ¿Y por qué? Porque hoy día tengo una cita. Una de ellas arqueó una ceja, pero prefirió no preguntar. Esteban la vio llegar. No sabía qué hacer. Él solamente quiso seguir con las cartitas que “a nadie le hacían daño”. Si a ella le alegraba recibirlas y para él era muy gracioso leer sus respuestas. Pero esto en verdad había ido demasiado lejos. Prefirió hacerse el loco. Ni la saludó, ni la miró, ni le dijo ya vengo y se lanzó a la calle. Para él, aún, no había mejor remedio para la incisiva conciencia que atontarla con largas jornadas de Play Station II en la casa de Hernán, el amigo. Copa UEFA, Winning Eleven 11… ¿qué más se podía pedir?

Dieron las diez de la noche. Esteban solamente veía manchitas de colores que paseaban por aquí y por allá. Medio drogado, pensó en su hermana, le dio algo de remordimiento haberle hecho lo que le hizo. Pero total, todo ya había pasado. Como era ya tarde para volver a su casa para estudiar, cortó camino por la plaza, voltearía por la heladería para enfilar por las quince cuadras que faltaban para llegar. La heladería estaba cerrando. Los últimos clientes estaban yéndose y una figura obesa, aún cabizbaja y pensativa, se mantenía sentada en su silla: era su hermana. Había comprado una copa melba, para disimular la tristeza de su espera; había comprado otra, para ahora darse fuerzas y marcharse; pero compró la tercera para hacer menos saladas sus discretas lágrimas.

Señorita, ya tenemos que cerrar. Sí, la cuenta, por favor. Ella salía de la heladería. Él se escondió detrás de un árbol. Tropezó con un perro y éste le empezó a ladrar. Ella volteó por la bulla y no vio nada. Se secó la lágrima que ya rodaba hacia su bozo y siguió su camino. Esteban suponía lo que venía, así que dio medio vuelta y se fue a la casa de unos amigos para ver qué le ofrecía la noche del viernes.

Cumpleaños chalaco

Más que un saludo mereces, Marlon, por todo lo que tu amistad me ha dado y por lo que me siento en una gran deuda.
Aquí no puedo sino extender el saludo que ya te di personalmente.

Por más que todos hayamos estado ocupados, nos dimos el tiempo (sábado a la noche) y el espacio (el Etnias primero y luego el Yacana Bar) para celebrar tu santoyo y compartir con los amigos.

Feliz cumpleaños, L6. Guarda torta.

Con Liz, otra gran
amiga.



domingo, 20 de mayo de 2007

Lector en coma

Suelo -aunque quizás sea más honesto decir solía- llevar un diario. Y, claro, como en todo diario, en él volqué todas esas cosas que son tan difíciles de decir, inclusive a la gente que se quiere. ¿Para qué más podía servir el dichoso cuadernito? Que no es azul, como el de Martín Romaña, que no fue escrito en un sillón Voltaire, tampoco en París, ni en él hablo de Octavia de Cádiz. Fue escrito en la SUNARP, en mi silla de madera, en la ciudad de Tacna, en un hotel de La Paz, en una espera larguísima en La Quiaca, en Córdoba y en Mendoza, y otra vez en mi silla de madera.

A mi retorno de Argentina, sentado delante de la incertidumbre y del diario con una página en blanco desafiándome. Razones de sobra tenía para escribir. Y así lo hice todos esos días en los que alegremente me pude dedicar a eso que tanto me gusta y no quiero dejar de hacer (no, huevear no, sino leer y escribir). Sin embargo, ahora estoy en el trabajo, y al diario no lo he vuelto a ver, si no hasta hace poco y c on una ligera película de polvo cubriéndolo. Me sentí muy mal de verlo así. Recorrí sus páginas. Leí el cuaderno verde y aquel otro azul que terminé de llenar hace unos meses. De sus páginas, claro está, aún recuerdo muy vivamente muchas cosas, pero, sobre todo, rescato esas notas de cuando leía esos libros que me apasionaron tanto leer, como Sobre héroes y tumbas y, últimamente, El beso de la mujer araña y Estrella distante.

Trato, mediante este modesto blog, de seguir ejerciendo este hábito de escribir, así que por ese lado, aún persisto en esta lucha de aprendiz de escritor. Pero, revisando las últimas líneas en Argentina de ese mi diario "no-azul" y "no-escrito-en-un-sillón-Voltaire", veo que pongo muy feliz: "Empecé a leer 'La vida exagerada de Martín Romaña'". Han pasado dos meses y sigo leyendo la misma novela. ¿Acaso no me gusta leer? Se me ocurrió que tal vez algo de esa pasión, que parecía envolverme, ha perdido un poco la fuerza de su original impulso, si acaso me estoy abandonando en el trabajo y con esa excusa ya no leo ni escribo como antes porque "no tengo tiempo". Muchos lo hacen, dicen que el trabajo no les deja tiempo para leer, como si la lectura fuese algo de lo que se pudiese prescindir. Y ahí está lo preocupante: cúanto puede este ritmo de vida agobiante que la mayoría de nosotros tenemos matar al lector que busca siempre nutrirse. Pero eso es en los adultos y jóvenes que crecimos y nos formamos cuando la internet no estaba tan masificada como hoy. Ahora, a los niños les venden la "moderna" herramienta de la internet, pero casi nadie les menciona que solo es un complemento que debe acompañar a la lectura de libros, que no sean solamente para hacer tareas, sino también para disfrutrar todos los días. En la internet hay mucha información, y me parece que no podrían esas pobres criaturas procesar bien toda aquella información que aparece en la red. Además, no toda información es digna de ser leída pues no toda la información te sirve.

Es preocupante, porque esos niños, no crecerán como las generaciones anteriores a las que nos inculcaron el valor de un libro, de una buena lectura. No maten esos lectores, que luego, ya adultos, trabajaran y "no tendrán tiempo" para leer. Yo, por lo pronto, buscaré a Mocasines para molerlo a palos.

domingo, 13 de mayo de 2007

En el aniversario de esta página


Señores:


Esta página, desde ya hace un mes ha cumplido un año de existencia. En ese año, el que les escribe (para su pesar) sabe que no lo han leído más que un par de amigos, sus hermanos y algún otro pariente extraviado por ahí. Por eso, está este personajillo muy pero muy feliz.


He salido y he vuelto, y doy gracias a Dios que aún todos los que amo están vivos.


Gracias a ustedes por aún leerme.
Christian.

Ay, mamá

Y aquí estamos otra vez, mamá, sentados uno delante del otro, tú con tu rosario en la mano y yo negociando contigo leerte una página más de El general en su laberinto, y no sé quién es el que va a ceder primero: si tú, escuchando cómo te narro la agonía de Bolívar o yo, rezando el tercer misterio doloroso.


Será mejor que ahora haga un pacto de no agresión contigo, mamá. Mira, hay tantas cosas que debería decirte, pero por esta natural cobardía mía no las digo, por esta injustificada lejanía de esos (según tú, degenerativos) años en la facultad que me han hecho ateo, comunista, soberbio, pecador y, de seguro, portador de alguna enfermedad venérea. No me enorgullece que creas esas cosas de mí, pero son cosas muy graciosas. Quizás tú sí las creíste, y muy en serio (sobre todo por los preservativos en el cuarto o aquellas semillitas de dudosa procedencia), pero aún así, en tu casa jamás me faltó un plato de comida caliente, una (obligada) taza de leche, una almohada mullida que haga descansar mi desordenada cabeza o una bendición que le dé paz a mi alma desertora.


Sabes, el primer recuerdo que tengo de ti se remonta a hace 21 años. Es uno de los recuerdos más antiguos que tengo. Papá y tú dormían, conmigo en medio, en la noche del 5 de agosto de 1986, previa a mi cumpleaños de 4 años, cuando tocaron la puerta de la calle y entraron dos primas a dejar los arreglos para la fiesta del día siguiente, en la que todas mis primas, mi primo y mis amigos estarían allí para el muy tradicional lonche cumpleañero, tradición de la que pueden dar cuenta los tres hijos tuyos que me anteceden. Ese día lo pasé entero contigo, que ya es decir bastante porque, como tú trabajabas, la mayoría de las veces la pasaba solo en casa, así que el solo hecho de tenerte todo el día era ya un motivo de celebración.


O aquella vez, ocho años después, cuando me dio la “fiebre del mundial”, cuando cada gol de Rumania subía un 0.1º C la temperatura de mi fiebre y que, gracias a la goleada a Colombia, llegó a 40.3º C, me cuidaste ya con todo el tiempo disponible que te dejaba la jubilación. El tenerte todo el día en casa sabiendo que estabas pendiente de mí y de lo que hacía. Quizás ese fue el problema, mamá. La adolescencia suele ser un trance terrible para el que cree que es el ser más infeliz del mundo. Qué desvelos, mamá. No los merecías, pero no me vayas a decir que yo no tenía derecho a celebrar mi acelerada adolescencia.


Lo siento, mamá. Creo que toda mi vida he sido demasiado injusto. Porque ahora es inevitable mirar hacia atrás y darme cuenta de que cumples 67 y yo 25, que tanto tiempo ha pasado, y para ti sigo siendo el mismo niño paramonguino de rodillas y nariz sangrantes. Y de que has hecho tanto y tanto por mí, muchas veces sin siquiera merecerlas, y yo solo te he traído desvelos, y mejor no mencionar los años en la universidad que me hicieron ateo, comunista, escritor, borracho, drogadicto, promiscuo y seguro portador de alguna enfermedad venérea, te he traído desilusiones, como la de echar todo eso por la borda e irme con una brújula averiada a desarraigarme por ahí, lágrimas muy muy negras y dolores de cabeza… ¿y que el niño quería ser escritor? Por suerte (mía, y de nadie más) no has leído el Bendición de Baudelaire, y no te puedes agarrar esa flor (del mal). Aunque ni falta hace. Ya leíste las biografías de algunos escritores y ya tienes razones suficientes para preocuparte por esta tu ovejita negra.



No importa, mamá. Hoy tendré que hacer algo por ti. Algo que sé no me vas a creer del todo, pero que en verdad lo hago con la esperanza de compensar en algo la desnivelada balanza que siempre pesará muy muy a tu favor y tan tan en contra mía por nunca haber sido el hijo que esperabas.