domingo, 18 de febrero de 2007

Camino a Córdoba

A Catalina, injustamente enviada a mi tierra natal.
A Liz, por las pastillitas de Clorets masticables.


EPISODIO I: PERÚ – CHILE.

La historia de este viaje empieza con la incredulidad de una amiga, el apuro del último día y su insistencia por el Messenger en que le repita lo que tantas veces ya había dicho: me voy a la Argentina.

Era el día primero de febrero, daban casi las doce y la agenda comprendía cosas como el almuerzo con la gente de la SUNARP (mi extrabajo) y Mariclaudia, ver “Babel” en la primera función de las 14:30 y luego llegar como loco al terminal de Cruz del Sur.

–No vas a llegar; no vayas al cine –me insistió un par de veces Marlon, preocupado de que algún contratiempo (o mi terquedad –justificada– de no querer dejar a Mariclaudia) hiciera que perdiera el bus.

Al final, gracias a la ayuda de mis padres con las maletas, minutos antes de las cinco de la tarde (el bus era para las 17:45), Mariclaudia y yo pudimos llegar tranquilos. Ahí ya estaban mis papás, mi hermana Anita y sus simios, los amigos, la familia de Marlon y Marlon. La despedida fue rápida, las angustias cortas y las lágrimas escasas. Mejor así. Sólo Liz –para variar– prolongó dos segundos la ceremonia con su llegada a las 17:45 in point. Gracias, Liz, querida (No es joda, es en serio).

Luego, las familias, Mariclaudia y los amigos quedaban en Lima; Marlon y yo, en el bus, esperando la narración de mitos y la proyección de Happy Feet.

¡Bingo!
Pero a Happy Feet no le vimos ni los detritos y el único mito que escuchamos fue que nos narrarían mitos, y eso fue en Lima, dos semanas antes.

Penélope Cruz fue la última que se despidió de Marlon, casi saliendo de La Molina. Yo dejé que se entregara a su fascinación. “Me fascina Ripley”. Después: desiertos, planeta Asia, películas aburridas, cabeceadas en el asiento panorámico y un pesado avance en las páginas de A Sangre Fría. Por suerte, tenía en el discman mi disco del soundtrack de Old Boy y pasé el tedio de las horas, que llegarían a sumar veinte hasta nuestro arribo a la heroica ciudad de Tacna.

El cuerpo humano no está diseñado para recorrer grandes distancias, inmovilizado dentro del cinturón de castidad (perdón, de seguridad) de un asiento de bus. Si no, seríamos unos ápodos, o unas larvas adornadas de miles de piecitos o unas babas gigantes como malaguas prehistóricas. Al amanecer, mi columna ya me mentaba a la madre y tenía el culo más aplastado y deforme que panetón en 28 de Julio.

Los pasajeros expertos en esa ruta sabían que el viaje estaba demorando mucho, se quejaban: “No es posible, señorita, este bus siempre demora más de lo que dice”. A lo que la azafata respondía: “creo que usted tiene mala suerte, señor”.

Envidio a Marlon, él tiene mejor sueño que yo y descansó más en la noche. Al mediodía todavía estábamos en Moquegua y ni el bingo que organizó la terramostra me hizo cambiar de humor, ¿para qué queríamos un pasaje de retorno a Lima?

¡El maestro vive!
Justo antes de la partida de Lima, advertí que Chubaquita no estaba en la mochila. ¡Oh no! ¡El maestro! Se había quedado solo en Lima, abandonado a su suerte entre todas las mugres que había dejado en mi exhabitación.

A Tacna llegamos con el hambre del almuerzo. Ahí, nuestro amigo Alex Choquemamani nos llevó a su casa, y luego nos dedicamos Marlon a conocer la ciudad y yo a recordarla. Era el viernes dos de febrero, zigzagueaba en Reforma (chiste monse que los/as fanáticos/as de Arjona aborrecerán). Iríamos esa misma tarde hacia Arica para conseguir los pasajes de bus a Salta – Argentina (el plan original del viaje era: bus a Tacna, tren a Arica, bus a Salta, bus a Córdoba, destino final: plan para algunos, plagados de muletillas románticas). Salimos para Arica, no sin antes corroborar que, entre las cosas que tenía en un bolsillo oculto de la mochila, un extraño primate me sonreía: ¡era Chubaquita, el maestro! Se había metido entre las cosas y esa tarde lo llevamos a conocer Arica.

“Tú eres mi perrito”
Felices, y con las cosas en la casa de Alex, salimos rumbo a Arica. Marlon, Chubaquita y yo teníamos que llegar lo más temprano posible a Chile porque, como nos llevan de adelanto dos horas, los negocios empiezan a cerrar temprano.

Tomamos un colectivo y nos dirijimos rumbo al sur. Pude ver, luego de casi cinco años, el control fronterizo de Chacalluta, Muy bien, dijo el chofer del colectivo, yo voy a pasar el control y ustedes pasen para que les sellen el salvoconducto. El inspector de la frontera ni me miró y selló mi ingreso a Arica con un permiso de siete días.

–Marlon.
–¿Qué?
–Mira… ese chileno
–¿Cuál? Aquí hay muchos.
–Ése, mira...

Mientras esperábamos a nuestro chofer, sentados en el carro, vimos que a nuestro lado en otro colectivo, dos chilenos esperaban a su chofer, uno de ellos parecía Lorenzo Lamas chato, de melena gris y cara de perro de “Hush Puppies”. El otro era más alto, como de la misma edad, algo gordo, igual de canoso. Estaba borracho, hacía muecas muy graciosas, bailaba torpemente “Caballo de la sabana” que sonaba a todo volumen en su carro y molestaba a su compañero. Le agarraba su melena y le decía: “tú eres mi perrito”, haciéndole pucheritos.

–Christian.
–¿Qué?
–Cállalo, los chilenos se van a dar cuenta y nos van a hacer problemas.
–Está tomando.
–Carajo.
–Chubaquita, cállate, no te rías tan fuerte, te van a ver.

“Yo te garantizo…”
Arica es una ciudad muy ordenada, no exenta de pequeños montículos de basura, muy provinciana, cálida en esta época del año, uno no nota mucho la diferencia con Tacna. En el centro de la ciudad una plaza, un paseo adornado de chorros de agua, y, poderoso e imponente, el morro.

Pero no había tiempo para seguir conociendo: había que comprar los pasajes para Salta, luego podríamos conocer.

He aquí el primer obstáculo, el primer tropiezo: no había pasajes hasta el jueves 8. Sería imposible viajar a la Argentina antes de ese día. Era demasiado tiempo. Sobre todo porque éramos huéspedes de la familia de Alex, no podíamos abusar de su confianza.

Teníamos que tomar una decisión rápida: mientras pasaba el tiempo, menos posibilidades teníamos de salir de ahí. Empecé a desesperarme, trataba de conservar mi agitada calma. No pude. Marlon, tenemos que salir, sólo hay pasajes para Santiago, Chubaquita, deja de preguntar dónde venden yerba, bueno ¿qué hacemos?, nos vamos a la mierda, ¿o qué?, ¿qué dices tú?, si no queda otra, no Chubaquita, no podemos llevar putas chilenas a la casa de Alex.

–Ya pues, compremos los pasajes a Santiago –sentenció Chubaquita.
–Pero si él no paga pasaje.

Chubaquita tomó toda la noche, estaba muy ebrio. Al amanecer el día sábado tenía la cara verde y la banana podrida. Paseamos por Tacna, tomamos fotos, esperaríamos al domingo, día que saldría el bus Pullman desde Arica hacia Santiago de Chile, cruzaríamos el desierto de Atacama. En la capital, un amigo, Raúl Ochoa, nos esperaría, el hospedaje lo teníamos asegurado.

La incertidumbre era muy grande, también las ganas de zafarnos del problema de la frontera más problemática del Perú. Era el sábado tres, ese mismo día intentaríamos pasar.

El papá de Alex nos dio algunas recomendaciones para pasar: decir que vamos de tránsito, no ponerse nervioso, palabras puntuales, no divagar, no hablar sin que se nos pregunte.

Ya era de noche en Perú, en Chile era cerca de la medianoche. La cola para sellar el pasaporte en el control peruano era inmensa. Durante todo el camino evitaba pensar en un posible fracaso, en un humillante retorno. Alex (que nos acompañó) dormía, Marlon también, Chubaquita se rascaba los huérfanos.

Chacalluta: doce menos quince, esperábamos pasar la frontera. Chacalluta: doce y quince, esperábamos… pero el bus de regreso a Tacna.

La razón: Iván Zamorano, o mejor dicho, el inspector que se parecía al exjugador del Colo Colo. Parecía que tenía un orgasmo cada vez que le negaba la entrada a un peruano a su país. Por más que tratábamos de convencerlo de que estábamos de paso por Chile, él se negaba y nos decía que no se podía, que no era la forma, que habría que tomar un bus internacional, que así no se podía pasar, que el hecho de que alguien nos estuviera esperando en Santiago sólo nos perjudicaba más. Y aquí, la frase más recordada, esa media verdad, esa mentira soterrada, esa tentación a ocasionarle más orgasmos al puto ese de Iván: “Yo te garantizo, al cien poh ciento, que si tú cruzai la frontera en un bus internacional (que sólo se toma en Lima, dicho sea de paso –el paréntesis es mío–), tú pasai pa’ Chile”.

–Hijo de puta –dijo el maestro Chubaquita– No le hagan caso, causa, este huevón quiere plata –y sacó un fajo de billetes sólo válidos en Disneyworld. Eso nos terminó de botar de Chile.

De regreso, en un bus lleno de contrabandistas, parecía que toda esperanza de llegar a Argentina había desaparecido.

Alex: muchas gracias por tu hospitalidad, a ti y a toda tu familia, nuestra eterna gratitud.

reo-libre@hotmail.com