sábado, 31 de marzo de 2007

La noche que no termina (relato)


Esta noche va a ser difícil dormir. Lo va a ser más si me dedico a recordar todas las cosas que he dejado atrás. Supongo que es el precio de ir creciendo.

El reloj avanza, y aún no son las dos de la mañana. Qué infinito es un minuto cuando quiere, qué corto se hace el tiempo a su antojo. Pero hoy no fue un día elástico. No me queda otra cosa que salir a caminar por las calles oscuras de Córdoba.

Me sumerjo en la noche y camino bajando por La Cañada hacia ningún destino... simplemente camino. El río Suquía ha crecido con las lluvias. La avenida Costanera Norte está sumergida en el agua, la alerta de dengue crece. Pero debe haber cosas más preocupantes en las que pensar.

-No sabés, la Rita que no puede vernirse de Santa Fe.
-¿Qué le pasó?
-Se han cortado todos los accesos a la provincia; la ciudad está bajo agua, no ha dejado de llover muy fuerte en toda la semana.
-¿Tan mal está la cosa, che?
-Rosario también está mal, aunque peor está Santa Fe.
-Pero ha debido de llegar ayuda ya...
-¿Vos creés? No ha llegado nada. Y los papás de Rita, que no están en Santa Fe, sino allá, en Rosario, dicen que el Paraná no para de crecer y no llegaron ni la intendencia, ni los militares...

Así estaba la cosa. Yo ni sabía que la mitad de Santa Fe andaba sumergida en el agua; pero las señoras que van a mi lado por el puente Antártida estaban mucho mejor informadas que yo (algo dijeron sobre escuchar a Mirol en Radio Mitre). Y, aunque el río Suquía ha crecido mucho en la semana, los riesgos de que inunde algo más que la Costanera son muy escasos.

El reflejo de la luna se diluye por el paso furioso de las aguas negras del río. No dan ni ganas de tomarle fotos. Prendo el primer pucho de la noche y camino volviendo sobre mis pasos. "¿Qué pasa conmigo? Parezco un viejo de cincuenta años, pienso en la vida como si fuera un viejo de cincuenta años, escribo como si fuera un viejo de cincuenta años... Haría falta algo de galope para el corazón". Y Vicentico empezó a cantar.

Bueno, al carajo este humor de mierda, la reputísima madre que te parió, hijo de un vagón lleno de tres mil putas, dije como para entrar en calor, pues ya cerca a abril, la gente no anda mucho en manga corta, ya muchos llevan camperas puestas. Doblo por La Rioja y decidí hacerle conversación a la primera persona que se me cruzara.

-Hola, papi... morochito, una chupadita: diez pesos...
-Salí, puto de mierda.
-Qué geniecito, che.

Creo que elegiré a la segunda persona. Por algo me advirtieron que luego de medianoche, la calle de La Rioja se vuelve algo extraña. Para mi buena suerte, una sombra se le acercó al traba y éste se lo llevó hacia su departamento. La sombra se alejó rengueando.

Sorprendentemente, el kiosco, que también es despensa, donde suelo comprar leche algunas veces, estaba abierto, así que entre para tomarme algo... una birra, una gaseosa. Así estando en pedo, hasta un poco de ron de quemar o mataratas estaba bien.

-Hola.
-Hola, negro, como andás.
-Todo bien... ¿me das una coca-cola, por favor?
-Como no.

Su nombre: Evelyn. Edad: aproximadamente 18 años. ¿Qué hacía ella ahí a esas horas? Vaya usted a saber. Le pregunté a la mina, muy bonita por cierto, si podía quedarme a tomar la gaseosa ahí y me dijo que no había problemas. No era la primera vez que nos veíamos. Ya muchas otras veces la había visto mientras atendía a los vagonetas de un colegio cercano que iban y quería comprar puchos y alcochol y al final compraban galletas y gaseosa. Ahí jamás le pude hablar porque era muy comprometedor distraerla de su trabajo. Sin embargo, ahora, estaba sola y no había más nadie en la despensa como para interrumpirnos. Hubo un incómodo silencio hasta que ella lo rompió.

-¿Vos no sos de acá, no?
-No, soy peruano.
-Ah, ¿y qué hacés por acá?
-Vine a estudiar (tamaña mentira); pero ahora empiezo a trabajar de cajero en el Disco.
-Ah, mirá.
-¿Y vos qué hacés?

Y me contó que esa noche tampoco podía dormir, que había venido buscar al papá, que es el que atiene el negocio hasta esa hora y que ya se iría cuando el volviera de un asunto que urgente que tenía. Yo nunca había visto al padre. He tenido la gran suerte de solo toparme con Evelyn en esa tienda. Jamás había ido yo de noche ahí, por eso encontrarlo aquel día fue como una bendición.

-¿Vos tenés un amigo, no?
-Sí, se llama Mario, ¿por?
-No, por nada.

Pero era obvio. Así que, más animado por ese pequeño rastro que me dio, empecé a indagar sobre ella. Hice una nota mental: soltera, no tenía novio, iría al siguiente año a la UBA, quería estudiar arte, y le gustaría viajar a Perú para conocer Cusco. Y la mentira me empezó a surgir casi naturalmente: claro, amiga, el pibe Mario, el que mencionaste, es hijo de los dueños deun buen hotal allá. Él se peleó con los viejos porque él quiere estudiar Arte en la UNC y se armó un quilombo, así que él se vino peleándose con medio mundo en Perú... "Sería bueno que te lo presentara algún día".

-Bueno, ¿tenés celular vos?
-Sí, toma nota...
-¿Y le podés decir para vernos mañana?
-Claro, ¿tú vives cerca?
-¿Cómo?
-¿Si vivís cerca?
-Ah. Más o menos; vivo en Alto Córdoba.

Buenísimo. Evelyn ya me había dado celular, correo electrónico para que el amigo Mario, que dormía en el sueño de los justos en la pensión, pudiera hablar con ella muy pronto. En cuanto a mí, quizás hablaría con ella toda la noche, quizás conseguir el teléfono de alguna amiga suya para poder salir en parejas...

Y de pronto, la sombra rengueante, de bigotes de Nietzsche, llegó a plantarse delante de la puerta del local.

-Che, Evelyn, ya nos vamos.
-Ya, papá.
-Eh, pibe, estamos cerrando ya...
-Sí, ya me voy, señor. Gracias por la gaseosa.

Supongo que el asunto tan urgente (que imagino le habrá costado diez pesos) ya lo había solucionado, porque se le veía una sonrisa estúpida en la cara. Volví a recordar esas cosas tan incómodas que me golpeaban la cabeza. La noche para mí aún seguiría. Para Evelyn ya no, pues se iba a dormir, y para los demás, tampoco.

Sin dinero, sin laburo y sin comida, es muy difícil dejar de pensar en lo angustiante que es la soledad extrema de un país que no es el tuyo. La lluvia volvía. No era prudente andar por la calle sin paraguas y con ese chaparrón encima.Sin embargo, mi terca sangre Marquina no me dejó volver a casa.

domingo, 18 de marzo de 2007

Camino a Córdoba (tercera parte)

A ti, Caperucita Roja.


EPISODIO III: LA VENGANZA DE LOS NERDS (BOLIVIA - ARGENTINA)

Pesadilla en la trocha boliviana.
L6 y yo caminábamos por el centro de La Paz: ya llevábamos dos días en esa ciudad pero aún nos afectaba la altura. De vez en cuando parábamos a tomar aire porque hasta bajar las cuestas de las calles nos fatigaba.

Aún nos costaba acostumbrarnos a la accidentada geografía urbana de los alrededores de la Plaza Murillo. Algo desorientados por el hambre llegamos casi al mediodía hasta la misma plaza para desayunar. Sin embargo, una cuadra antes de llegar, los dinamitazos nos dieron la bienvenida. Las explosiones venían desde el templo de San Francisco. Sabíamos que no andaban muy lejos, pero decidimos terminar de desayunar tranquilos y no apurar el paso: una indigestión y el sorojchi el mismo día que salíamos para Villazón no era algo muy recomendable, menos aún con alturas mayores a la de La Paz por venir.


Plaza Murillo



Satisfechos, aún conversábamos sobre la ciudad, yo me mostré algo nostálgico, rescatando un parecido con las ciudades de la sierra peruana, y de pronto, un dinamitazo mucho más cercano. La gente en la calle empezó a apurar el paso y un policía iba desalojando la plaza. Nos vimos con los Walt Disney, o sea con los muñecos.





Iglesia San Francisco



Aún no están cerca, pensé. Así que mejor será no avanzar muy apurado, porque no había razón para el susto, y el bus sún saldría dentro de unas horas. Pero el susto llegó. La gente en la esquina opuesta a donde nosotros estábamos empezó a correr; el tráfico empezó a desviarse en las estrechas calles paceñas, quedando así tugurizados todos los alrededores de la plaza. La única forma eficiente de salir (a salvo) de la plaza era "escalando" las empinadas calles que salían de la plaza por su lado norte. Maldije mi costumbre tonta de fumar (una vez más, una vana vez más) y prometí (bis) no volver a hacerlo cuando, al cruzar por un cuartel de policía, vimos que llevaban a un policía inconsciente, cargado entre cuatro efectivos más, lo que exacerbó más los ánimos a los que estaban dentro del cuartel.

-Yo, peruano, de ésta, me quito.
-¿Y el Maestro Chubaquita?
-Que se joda, le hablas de Bolivia y ya le entran ganar de querer morir como el Che Guevara.
-Qué reaccionario que eres.
-No interesa, tenemos que salir de aquí y ni siquiera puedo respirar.

Subimos todo lo que pudimos, los cuchillo del dolor de cabeza típico del mal de altura volvían a atacarme. Y decidí parar para tomar un taxi. Ninguno paraba, los dinamitazos empezaron a mostrar sus grises columnas de humo a dos cuadras de donde estábamos nosotros. Una combi, manejada por una mamacha paró a nuestro lado por una calle angostísima y que se mostraba como la única salida segura del centro.
-Habla, tía... ¿vas?
-Sobi.
-¿Qué dijo?
-¡Que subas, ca...!

Pero la desbandada huida de los paceños nos cerró el paso, todo empezó a llenarse de humo y en medio de todo, terroríficamente cerca, los dinamitazos de los mineros que llegaban por todas partes hacia el centro de la ciudad...

La brusca frenada del bus que nos llevaba hacia la frontera me hizo perder el hilo del sueño, que se había mezclado con algunas de las cosas que vimos aquella última mañana en La Paz: policías, dinamita, humo y plazas cerradas eran ahora reemplazadas por el dolor de espalda, de riñones, la sed, el cansancio y... y la presencia de un ser muy extraño dentro del bus.

'Ta que eso no pasa, 'on


Ocho de febrero. Ya habíamos llegado a Villazón, luego de que repararon el bus. El matrimonio peruano residente en Buenos Aires tuvo a bien bajar antes que nosotros para que mis riñones respiraran un momento tranquilos. Caputo (¿lo recuerdan, no?), ese ser extraño y nefasto, desde que había subido al bus luego de la reparación del freno estuvo hablando como un hispanoparlante más con los arequipeños que tuvieron la decencia (y la mala suerte) de haberle dado bola.



A mí me dolía hasta pensar. Tenía detrás de mí a mi maletota, víctima de innumerables vejámenes, señalada por todos, blanco de las burlas de cuanta persona se fijara en ella para burlarse inclusive (o sería mejor decir sobre todo) de su dueño, en Chacalluta, Tacna, Desaguadero, La Paz, y ahora... en Villazón, a cuestas. Sólo quería dormir. Y para terminar de adornar la informalidad boliviana, un último recuerdo que traía de golpe la nostalgia de mi quereda Lema la capetal: los jaladores. Joven, ¿pasaje para Buenos Aires?, ¿hospedaje, cuántos son?, ¿Buenos Aires, Córdoba, Mendoza? salidas a las cuatro de la tarde, amiguito, venga con nosotros, si quiere descansar o las duchas, ahí tenemos el hospedaje, se queda allí y nos encargamos del bus, que sale luego, pero tiene que ir a hacer su cola en el puente, eso va a demorar, mejor primero descanse, aquí le ofrecemos un descanso, cuarenta bolivianos la noche, ¿también quiere los pasajes?, ¿sí?, cuando quiera ir a la frontera, ¿cómo?, queda a seis cuadras, cuando quiera ir la frontera, se llama a un changuero -triciclero, no tan solícito como el amigo peruano-boliviano en Desaguadero- para llevarle los bultos, entonces, qué ha decidido hacer, ¿viene con nosotros? le ofrecemos un buen hospedaje...

-NO, GRACIAS.

Entramos en un hotel que, para nuestra suerte, no tenía habitaciones libres. Mientras esperábamos en una salita, Marlon pensó que sería mejor hacer un esfuerzo más y tentar cruzar la frontera de una vez por todas con el floro que habíamos preparado. Temerosos de que otra vez pasemos el mal rato que habíamos pasado en Chacalluta, le pedimos encarecidamente a Martín que nos preparara una especie de carta (falsa, está de más decir) en la que la U.N.C. nos invitaba a un supuesto congreso de "Periodismo y Mercosur". Yo había elaborado el texto en La Paz, más las firmas escaneadas que nos pasaron del Centro de Estudiantes y el logo de la universidad, quedaba una carta bastante creíble, y ese iba a ser nuestro floro de entrada a la Argentina: un supuesto segundo congreso latinoamericano de periodismo y mercosur a desarrollarse los días 8, 9 y 10 de febrero del año en curso en la ciudad de Córdoba - Argentina al que, por supuesto, faltaba más, estábamos cordialmente invitados.

El bendito changuero, menos cordial y menos amable que el de la otra frontera, nos dejó abandonados antes de entrar a suelo argentino. Cruzábamos y un cartel nos agradecía la visita a Bolicia, nos invitaba a regresar pronto (invitación que le pensaré más de diez veces antes de aceptarla). Ante nosotros estaba el paso internacional de La Quiaca. Quedaba (temporalmente) atrás Villazón y Bolivia y ante nosotros el puente sobre el río La Quiaca y la incertidumbre de si cruzaríamos o no para Argentina.



Jalábamos los bultos, una vez más, mi maleta fue señalada: "esa vaina no pasa". Nos dimos cuenta de que en ese hospedaje boliviano no habíamos hecho otra cosa que perder el tiempo: casi todos los pasajeros del bus (a excepción de Caputo, que se quedó rezagado, supongo que por mal nacido) ya habían formado su cola para la larga espera al sellado del pasaporte que nos daba la entrada a la Argentina. Al lado del puente, un pequeño puente iba paralelo a él. Pero no iba venía de Bolivia, no: nacía en el lado argentino y moría en un pestilente extremo que era un baño público indescifrable. Ahí nos tocó estar. Para llegar hasta la ventanilla faltaban como 200 personas, quizás más, y casi más de seis horas de espera hasta que nos tocara a nosotros.

El tío peruano, que acompañaba a su "gorda" y a su engendro, estaba delante de nosotros, se secaba el sudor de la frente en la manga de su polo (o remera, como él decía). Como ellos tenían que pasar bultos (y no me refiero a su esposa), la gordita haría aparte la cola de la aduana (la AFIP). No faltaban los buitres que ofrecían apurarle la cola a uno a cambio de la compra de un pasaje de bus. Era una estafa. La cola demoraba tanto como cualquier otra, pero el pasaje ya te lo habías comprado. Ante el apuro de llegar (llegamos a golpe de mediodía) a la Argentina lo más rápido posible, mucha gente se animó a preguntar, otros, ya compraban el pasaje. Era un bus que iba directo hacia Buenos Aires.

Yo ya no soportaba la mochila ni la casaca, pero no me atrevía a sacar la casaca (campera se dice por aquí). Escuchaba mi discman y el maldito peruano-bonaerense me metió el primer miedo: "te van a quitar el aparato (?) en la aduana, mejor escóndelo, porque 'ta que eso no pasa, 'on". La espera sin música se hizo más larga.

El Castigador.

Uno de los personajes más pintorescos de la cola fue un peruano (puneño, radicado por un tiempo en Lima -La Victoria, San Juan de Miraflores-) que tocaba su quena. El tipo no podía ser de facciones más "autóctonas": cobrizo, cabellera negra recogida en una cola, boca ancha, labios gruesos, rasgos mongólicos, bigotito de mentira. Tocaba una quena mientras una sueca, rubia de cabellos rizados, ojos azules y un finísimo perfil, y silueta celestial, le acariciaba la cabeza, o se recostaba en su hombro, enamorada de la música de la quena, mientras él renegaba porque ella no lo dejaba concentrarse en el instrumento (guarda ahí). Sí, leyeron bien. Se los digo en el mejor dialecto limeño-racista (que es casi lo mismo) que se pueda: EL SERRANAZO ÉSE SE ESTABA LEVANTANDO UNA GRINGAZA. Y como para cachetear a la pobreza, la castigaba con su desprecio porque él quería tocar tranquilamente su quena. Se iban los dos solos (S-O-L-O-S) a "acampar" a orillas de las cataratas de Iguazú. "El que puede , puede". Y allá en Lima, pensaba, mucha gente que se paltea porque dice "no, compare, para estar con una flaca así hay que tener plata, tener pinta pe, tener el pelo claro". Me los paso por los David Bowies a todos esos porque este muchacho, este maestro del cruce de etnias, nos ha demostrado con los hechos, que sin plata y sin cumplir con los requisitos de belleza griega o clásica uno puede estar con la chica que quiera. Así que muchachos, a despertar.

"Charanguito" strikes again.

La cola ya tenía como dos horas, ya habíamos dejado el pestilente baño público. Estábamos en medio del puente y debajo de él se podía ver cómo se pasaban cosas del lado boliviano al lado argentino cruzando el río. Unos cerdos comían ahí debajo, se revolcaban en los charcos malolientes que había dejado una antigua crecida del río. Y en medio de esa podredumbre... una visión nefasta: Chubaquita, asaltado, desnudo, con una botella de pisco "Bin Laden" escapando de una de sus patas, mordido por los cerdos que luego de masticar su peluche lo despreciaban porque era una suciedad. No quise bajar a verlo, pero por obra y gracia de la casualidad, abrió los ojos y nos vio en el puente; se vino tambaleando hacia donde estábamos. Nos contó que había vendido al movimiento obrero cooperativista de La Paz y que ahora estaba buscado, la gente lo quería matar y que lo perdonáramos, que ahora se quería ir a Argentina con nosotros. Con una mezcla de asco y compasión lo metí a la mochila haciéndole jurar que no saldría de ahí para nada.

En ese mismo instante, apareció por el puente principal de La Quiaca el popular Caputo, el gringo que andaba con su charanguito. Se iba a hacer su cola. La vio de lejos, como buscando (luego me di cuenta que la técnica de este miserable había sido hacerle el habla a alguien del bus para que en el momento de hacer la cola él pudiera colarse sin asco con la excusa de seguir una conversación) a sus interlocutores del bus. Y, claro, encontró al matrimonio arequipeño que le hizo el favor de hablar con él horas antes de llegar a Villazón, que estaba a diez puestos delante de nosotros. Recién salía el hijo de... yanqui del puesto policial boliviano. Con toda la pana y elegancia, los ubicó, les saludó con la mano desde lejos y empezó a caminar. "Ésa ya me la sé; es más peruana que el charanguito de este puto".

Se quedó conversando con ellos ahorrándose así las treinta personas que estábamos detrás del matrimonio arequipeño. Nadie lo vio, nadie le dijo nada. Nosotros menos, por el temor de que la policía también se la agarrara con nosotros. Yo tenía serios motivos para pensar que los gendarmes podrían buscar pleito de la cosa más insignificante. En un momento de la cola, empezaron a acercarse para pedir documentos a los argentinos. Ya se iban y cometí el error de verlos con mi cara de "putamadreypensarquesiestuviéramosenChilelacolayahubieseavanzadohaceratoynoestaríaaquíconhambrecaloryuncansanciocriminaltotaltomboestomboaquíyenlaChina". Advirtió que lo estaba mirando con cara de pocas pulgas, me di cuenta y desvié la mirada; se paró delante de mí y me dijo: "¿usted de dónde es?"; me vi con los Walt Disney fronterizos y le dije casi farfullando: "di Pirú, siñursh". Las horas avanzaban y la cola a razón nada a cada eternidad.

El momento de la verdad

La justicia tarda, pero llega cuando le niegan a un puto el paso a Argentina. Caputo, gracias a su zampadaza, ya estaba delante del gendarme, que lo vio, lo examinó, a él, al pasaporte y al charanguito y no le dejaron pasar a Argentina. Regresó a Bolivia con una cara de no saber que había hecho. Nosotros aún tratábamos de no estar nerviosos y utilizar el floro que habíamos preparado. Teníamos que sobreponernos al cansancio, remontar fuerzas y mostrar la mejor de las caras para pasar. Los nervios me comían, Marlon estaba muy serio, Chubaquita vomitaba una sustancia oleoginosa y verde. Me puse delante del gendarme con la carta falsa en la mano a punto de mostrársela, arrodillarme ante él y llorarle para que me dejara pasar. Ya me imaginaba lo peor: me veía, discutiendo por la carta, que llamara a Córdoba a mi amigo Martín, que el congreso ya había empezado, que no podía demorar más, que no quería quedarme en su país más tiempo del debido para el congreso (más falso que moneda de tres soles cincuenta).

-¿Sos estudiante vos? -me preguntó un cachaco parecido a Tévez.

-Sí, estudié Derecho -la cagada, saqué pecho por el Derecho.

-¿Qué es el Derecho?

-¿Perdón?

-No, el Derecho no es Perdón. Es el conjunto de leyes de una sociedad -me adoctrinó el gendarme.

-Esa es una definición positivista-legalista -me defendí. Derecho es que me dejes pasar ahora, pensé.

-Bueno. Bienvenido a la Argentina. -Mercosur 90 DÍAS.

Marlon ya iba a sacar su pizarra y su tiza para explicar lo que era la Literatura pero a él no le preguntaron ni el color del cielo. Al Castigador le hicieron un problema porque le preguntaron si traía bolsa de viaje, qué iba a ser en la Argentina, a qué se dedicaba. Respondió: trescientos pesos en efectivo, voy a acampar en Iguazú, me he informado de que eso es posible, yo cultivo mi tierra, soy hombre de campo. Castigador como él mismo, ni mencionó a la sueca, que no tuvo problemas para entrar. ¿Fui testigo un caso de discrimanción racial? No lo sé; él, al final, entró.

Sin poder creerlo ,aún en medio de una pista, la AFIP ni me revisó la maletota. Pensé en todos esos miserables que me metían miedo de que no pasaría ni a cañones mi querida maleta. El discman, demás está decir, pasó. Cómo es la envidia. Tomamos un taxi directo al terminal de buses de La Quiaca y luego buscamos un hospedaje. A pocas casas encontramos uno y me di un baño. Comimos y luego fuimos a internet. Al salir del cyber (aquí no se les dice cabinas), La Quiaca estaba bajo una fortísima lluvia que nos empapó. Reíamos camino al hospedaje, empapados, casi sin poder respirar por la fuerza de la lluvia que parecía una ducha. Me sentía feliz, muy feliz luego de más 7 días de viaje. Llamé a casa luego de comprar el boleto que nos llevaría primero a San Salvador de Jujuy y luego a Córdoba (El Quiaqueño nos llevó hasta S. S. Jujuy; Flecha Bus hasta nuestro destino final), ya cambiado y con un improvisado paraguas. Dormí arrullado por la lluvia. Dormí por fin luego de dos días. Luego de haber estado seis horas sin comer y parado en la cola de La Quiaca.

Epílogo.

A la mañana de ese día, nueve de febrero, ya no llovía. Salimos del hotel y esperamos en un cyber hasta que saliera nuestro bus a S. S. de Jujuy. Escribía correos, revisaba algunas cosas. Salió el bus. Vinieron a mi mente algunas páginas de Sobre héroes y tumbas de Ernesto Sabato, porque justamente el bus nos llevaba por aquella ruta que hizo Juan Lavalle en su escapada hacia Bolivia. Claro que no exactamente la misma ruta. Vi por fin la dichosa Quebrada de Humahuaca, de gentes de costumbres quechuas. Parecía todo eso el Perú. En Abra Pampa paró un rato y no volvió a parar hasta S. S. de Jujuy. Casi durante todo el camino nos caompaó la lluvia. Ahí tomamos el último bus una hora después. Flecha Bus es una empresa de lejos mucho mejor que Cruz del Sur o que cualquier otra que utlizamos en esa larga ruta, además de que fue puntualísima. Lo único malo: nos pasaron vídeos del Dúo Pimpinella y Arjona. Qué macana. Luego, La leyenda del Zorro. Era un bus de dos pisos aquél. En el primero, un pasajero quería que le suban el volumen a la tele porque quería ver la gran actuación de Antonio Banderas. Yo no andaba relajado, pero no tenía sueño. Marlon durmió... casi como siempre. Chubaquita terminó de vomitar... pedía hepabionta a gritos.

A las nueve de la mañana del día diez de febrero del año de Nuestro Señor de dos mil siete, dos humildes buscavidas habían llegado a Córdoba - Argentina. Y en la calle La Rioja 840 un camarote (aquí le dicen cucheta) y una habitación de pensión los esperaban para empezar a encontrar eso que habían ido a buscar...

reo-libre@hotmail.com

sábado, 3 de marzo de 2007

Camino a Córdoba (segunda parte)

A Mariclaudia, por todo, porque quiero y porque sí.

EPISODIO II: PERÚ – BOLIVIA (SIN LLORAR).

Escenas del capítulo anterior…
Habíamos dejado la acción cuando nuestros héroes fueron retenidos por el cruel Iván Zamorano en el control fronterizo de Chacalluta. Ellos, aún consternados por la rotunda negativa, esperaban –en vano– que un milagro ocurriese, que pudiesen hablar con el jefe de Iván Zamorano (no, no el exDT de la selección chilena, Nelson Acosta, sino el jefe del control fronterizo), mientras un risueño Chubaquita se dedicaba a uno de sus más antiguos oficios: el tráfico ilícito de pepsicards de los X-Men.

–Hola, ¿el teléfono funciona? –preguntó Christian, al llegar al Terminal Internacional de Tacna.
–Así como ustedes intentan pasar va a ser imposible.
–No, está malogrado –le contestó la señora.
–Pero, señor… nosotros sólo entramos para pasar a la Argentina. No queremos quedarnos en su país.
–Ya, compare’, dame una de Gambito y te doy dos de Guepardo calato.
–De ninguna manera. Si tú dicei que te esperai alguien en Santiago, estai empeorando más las cosas.
–Por favor, ya tenemos los pasajes comprados. No podemos regresar así. Sólo nos demoraremos lo que demora el tránsito…
–¡Uhhh! Esa, nola, ‘on. Pero esta te va a costar un paquete de skank más rizzlas –el mono lo miraba avariciosamente, con los ojos inyectados de sangre.
–Señora, una pregunta… ¿vende usted pasajes para la Argentina? –Christian esperaba la confirmación de sus temores.
–Tienen que entrar en un bus internacional. Es la única forma de pasar. De otra manera no. Ya te lo vengo diciendo cinco veces: tú pasai en ese bus (Ormeño, Veloz del Norte, El Rápido), yo te garantizo, al cien po' ciento, que tú no vai a tener ni ún problema. En Tacna podei conseguí pasajes –terminó Iván, casi convincentemente.
–Sí, te vendo el pasaje en Tacna, pero el bus se toma en Arica. Ya tú por tu cuenta llegas a Chile. Si no te dejan pasar no es problema de la empresa –la señora ni le miró a los ojos.
–Te garantizo que tú pasai.

Esperando a Álex.
–Christian, primo –desde que recuerdo, Alex y yo nos hemos tratado de primos.
–No, Alex, no puede ser, tengo que hacer una llamada a Santiago –alteradísimo yo.

Como quien intenta calmarme con una fría dosis de sentido común, Alex me hizo entender que estábamos de más en Chacalluta: “si te han traído hasta aquí es prácticamente para que te regresen”. Me recomendó volver a su casa para descansar; él llegaría luego. De todas maneras iría a Arica para negociar la devolución del pasaje.

Chacalluta: doce y veinte de la mañana. Un inspector muy parecido al Oso Yogui esperaba la llegada de un bus que nos llevara a la Ciudad Heroica.

Marlon y yo, aún consternados y sentados en una banca, con las maletas frente a nosotros, mirábamos al vacío, a la incertidumbre, masticando de a pocos esta aparente derrota.

El Oso Yogui se mostró amable, distante (ni me miró), pero amable. Hablamos con él para que intercediera por nosotros con los carabineros que trataban de esposar a Chubaquita. Eran como siete… ¡y no podrán matarlo!

Cuando soltaron al Maestro, a nuestra banca se acercó un señor desaliñado, con la camisa que apenas cubría su papal barrigota, con los pelos del pecho expuestos como condecoraciones militares y los sobacos sucios y “detectables” a metros de distancia.

–¡Aquino! –bramó.
–¡Yo! –dijo L6.
–¡Ya, suba! ¡Ávalos!
–¡Yo! –dije dudoso… ¿ése era mi apellido, profanado por tan ruin personaje?
–¡Suba ya! ¡Nos vamos!
–Maestro, métete en el canguro y te callas. No quiero más palabrotas y guardas tus playboy-cards de Las Chicas Superpoderosas.
–¡Vamos, carajo!

El bus iba de Arica a Tacna lleno de gente que quería pasar muchos productos de contrabando. Como un había un control sobre el número de cosas que se podían llevar, entre los pasajeros se repartían (algunos, no todos) sus productos para no tener problemas en ADUANAS: leche, aceite, dulce de leche, arroz, casacas. El contrabando encendió los ojos avariciosos del Maestro, que ya se disponía a cambiar dos tarros de leche por un Picasso del Periodo Rosa en microfilm.

Luego de que me confirmaran en el terrapuerto internacional de Tacna que comprar ahí los pasajes a la Argentina era lo mismo que regalar el dinero, nos fuimos a la casa de los Choquemamani, donde todos –claro– dormían: era ya cerca de la medianoche en Perú.

En el cuarto esperábamos a Alex. Aún no regresaba de Arica y estaba con gripe. Como tratando de no pensar mucho en ese gran contratiempo, me eché en la cama a leer “La mujer de mi hermano” de Jaime Bayly; Marlon, en el sofá, leía a Migoya.

Cuando Alex llegó nos sentamos a analizar la situación. Ni a Marlon ni a mí nos atraía la idea de volver a Lima a escondidas para tomar un bus internacional, ni mucho menos volverle a ver la cara a Iván, ni al Oso Yogui ni a nadie en Chacalluta.

Alex nos escuchó pacientemente, y solo al final dijo: “¿por qué no se van por Bolivia?”.

Parecía simple: salir en un bus desde Tacna a Desaguadero (Perú), luego esperar el paso al lado boliviano del río en triciclo. De ahí un colectivo a La Paz, bus a Villazón (un viaje de veinte horas), que era la frontera boliviano-argentina.

–¡Vamos, carajo! –gritó el Maestro.
–Eso o Lima –pensé en voz alta.
–Listo, mañana a Arica para recuperar el pasaje –dijo Marlon, algo cansado.

Para celebrar este cambio de decisión, Chubaquita, o como modestamente le gusta que lo llamen: Maestro, nos invitó a pasar una noche de farra en el corazón noctámbulo de Tacna (la capital nacional de los nightclubs). Ahí donde viven especies exóticas como Candy, la mujer araña que desafía la gravedad; o Diana, la rompecorazones, todas ellas amigas personales del Maestro. Le agradecimos la invitación y nos negamos porque en verdad el trance de cambiar de país dos veces en menos de tres horas nos había agotado. El Maestro, indignado, salió solo, una limosina lo estaba esperando.

Rumbo a Desaguadero.
Nuestro regreso a Arica al día siguiente (domingo cuatro de febrero) fue de trámite. Ya no paseamos por la ciudad y nos fuimos de ahí sin haber tomado una sola foto del Morro de Arica (primera promesa sin cumplir).

Como ya habíamos comprado los pasajes a Desaguadero para antes de las 19:00 horas, teníamos poco tiempo para estar en Chile. Volvimos a Tacna, pero ya no pudimos ver a Alex, de quien sólo nos despedimos por intermedio de su tía, que nos despidió a nosotros desde la puerta de su casa.
En el Terminal Collasuyo, minutos antes de que saliera el bus la llamé, le dije que ahora iba para Bolivia, que la quería mucho y que la llamaría cuando parara el bus; me dijo que me cuidara y que me quería y saludara a Marlon.

–Saludos de Mariclaudia, chalaco.

Alex nos había recomendado la Empresa San Martín. Era la mejor. No me quiero imaginar qué era lo que venía después en calidad. Pese a todo, el bus entraba en lo “aceptable”, más aún si el viaje era aproximadamente de unas diez horas. O sea, un viaje “corto”.

Moquegua: en algún punto de la noche. Llamé a Lima, otra vez, a la niña de mis ojos. Contestó su mamá, luego hablé con ella y me dijo que seguía mal. Colgué luego de unos minutos de escueta charla. El bus no volvería a parar hasta Desaguadero. Otra vez no dormí bien. Apenas cabeceaba y dormía unos cuantos minutos y nada más.

¡¡Me c*** de frío!!
¡Los que bajan en Desaguadero! –gritó el terramostro.
Marlon y yo apenas llevábamos una casaca encima. Sin embargo, era tal el frío a esa hora de la madrugada en Desaguadero que se me empezó a entumecer todo el cuerpo, y tiritaba hasta hacerme castañear muy fuertemente los dientes. Un triciclero nos llevó hasta la frontera que estaba a tres minutos de ahí, para esperar que se abriera el control fronterizo en Perú y la búsqueda de requisitorias.

Faltaba mucho para las ocho de la mañana. En la cola, que ya era bastante larga cuando nosotros llegamos, había bolivianos, peruanos y alguno que otro colombiano (a una señora le cobraron cinco soles por llenarle una cartilla, se lo cobró un mocoso de ahí que a los demás les cobraba cincuenta céntimos). Muchos de los que estaban ahí intentaban pasar a Bolivia con la intención de cruzar hacia Chile, pues el control ahí decían que era menos estricto que el de la frontera peruana.

La espera fue larga e incómoda. Sentía que en cualquier momento me iba a dar una hipotermia. No pude más y cuando llegaron los primeros vendedores compré dos chalinas y dos pares de guantes, además de un chullo para mí. Ya más abrigados pasamos por todos los controles en Perú y el amigo del triciclo, que nos llevó hasta la frontera (adornada por un monumento a Francisco Bolognesi) se ofreció para llevarnos al control boliviano.

Algo inquietos por al fracaso en Chile, empezábamos a buscar algún argumento convincente para evitar problemas en Bolivia (sin llorar). Pero nadie preguntó –salvo nuestros nombres– más nada. Ya estábamos dentro de Bolivia.

La Paz, el sorojchi, los mineros, la dinamita… ¿Chubaquita?
El amigo triciclero nos llevó hasta el paradero de colectivos a la ciudad de La Paz. Durante el viaje hacia esa ciudad, pudimos ver a nuestra derecha la quietud del Lago Titicaca.

Nos hospedamos en un hotel de la avenida Perú de La Paz, a la espalda del Terminal de buses. El sorojchi fue el que nos dio la bienvenida y con acompañó durante todo el viaje: subir los cinco pisos hasta nuestra habitación, las empinadas y empedradas calles de La Paz, las punzadas en la cabeza y el agotamiento tan sólo por bajar una calle. Como nos esperaban alturas mayores, como Oruro o Potosí, nos quedamos dos noches en esa ciudad, viendo los frívolos programas de E! Enterteinment Televisión y MTV.

La parte que vimos de la ciudad de La Paz, me recordó a una típica ciudad serrana del Perú, el auto que nos llevó a la ciudad nos hizo rodearla y la vista del desde la entrada norte es espectacular. Casi todas las construcciones tenían el color arcilla de los ladrillos sin pintar, y eso le daba una pintoresca uniformidad al color de La Paz. Era el día cinco de febrero, las clases escolares empezaban ese día en todo el territorio boliviano.

El día seis empezó para nosotros con los estruendos de los dinamitazos de los mineros que llegaban a La Paz a reclamar por un impuesto del gobierno que afectaba tanto a los mineros privados como a mineros cooperativistas. En su marcha por las calles de La Paz, los mineros hacían explosionar cartuchos de dinamita en pleno centro paceño. Más adelante, la policía informaría que incautó un camión lleno de cartuchos.

Ese mismo día nos cruzamos con los mineros que iban rumbo a la Iglesia de San Francisco. Los cruzamos ahí donde muere la avenida Uruguay. Nuestros ojos no podían dar crédito a lo que veían: encabezando a los protestantes, con un cartucho de dinamita en la mano, vimos a Chubaquita que se disponía a reventar la ciudad de “Nuestra Señora de La Paz, parte del Imperio del Perú” (placa conmemorativa de la Plaza Murillo – La Paz) a punta de dinamitazos.

Con el debido respeto…
De lo que conocimos de La Paz, poco o nada fue de mi agrado. Pero eso no quiere decir que sea una ciudad fea o mala. Pese a la homogeneidad de su gente, es muy marcada la diferencia entre el norte de la ciudad y el sur, más pudiente y con grandes centros comerciales, según nos dijo el señor que nos vendía el mate de coca.

Otra cosa muy notoria: su gente era muy amable con nosotros. ¿Xenofobia contra los peruanos? No lo sentí, a lo mucho eran indiferentes, que no es lo mismo. Sin embargo, mi experiencia boliviana (sin llorar, Blanco) empeoraría geométricamente.

Enumeraré algunas cosillas:
1) La terrible informalidad del transporte terrestre. En el terminal del bus “Panamericana”, un “carguero” que ponía bultos en el techo del bus-camión, quería que le pasara mi maleta que pesaba como 60 kilos por encima de mi cabeza y que luego el colocaría en el techo del bus donde iría amarrada por una soga y cubierta de la lluvia por un cuarteado plástico. ¡Qué maravilla!
2) El pésimo estado de las unidades que van rumbo a Villazón (asientos sin acolchar, cucarachas, etc.).
3) El mal estado de las vías, de esa ruta en particular, que a mi entender es una de las principales de Bolivia (por ser un paso internacional).

“Mi nombre es Caputo y tengo mi charanguito”
Mala suerte o víctima de la común informalidad boliviana, empezamos la ruta La Paz – Villazón (unas veinte horas de viaje) en ese destartalado bus. Era ya la tarde del día siete de febrero.

Obviamente, no pude dormir; detrás de nuestros asientos había un matrimonio peruano, residente en Buenos Aires. Iban son su hijita, que se divertía pateándome los riñones. Marlon dormía pero no tan bien.

Llegada la noche, el bus (que se pasó todo el viaje haciendo ruidos extraños que luego supe eran pequeñas explosiones provocadas por el diesel adulterado que le echaron), además de cambiar de combustible, paró en una fonda en la que comimos más por hambre “supervivencial” más que por un hambre con ganas de comer.

Mi espalda recuerda todas las veces que esa niñita me pateó los riñones, y yo recuerdo todas las veces que le menté a la madre entre dientes, que por cierto, estaba al lado de ella desparramada como una morsa entre los dos asientos, abanicándose con un cuento escolar de la Caperucita Roja, mientras que su esposo dormía como los gallos, o sea, de pie, porque (cita textual): “prefiero dormir parado antes que contigo, gorda” Oh, l’amour!

Al amanecer el día ocho, los frenos se rompieron y pararon para repararlos. Yo no podía orinar, no sentía mis piernas; Marlon bufaba algo que entendí a medias, luego conversamos un poco mientras una señora nos ofrecía “chichashrón” y otra señora “shrifrishcush: Cuca-Cula, Janta, Shprait” (perdón, pero de algo me tenía que reír).

Ya estábamos a pocas horas de Villazón y a poco de La Quiaca (Jujuy - Argentina). En la espera, abajo mientras el chofer buscaba el repuesto que faltaba (mejor dicho, mientras lo sacaba de otra parte del bus), un gringo muy parecido a Truman Capote, pero con colita y charanguito, charlaba con unos arequipeños del bus. Miré atentamente a este personaje, a quien luego apodamos “Caputo”, ya se enterarán por qué.

¿Lograrán nuestros héroes llegar sanos y salvos hasta Villazón? ¿Cruzarían la frontera argentina? ¿Chubaquita habría perecido en los disturbios de La Paz del día siete de febrero? ¿Caputo en verdad tocaba el charanguito? ¿Evo Morales la mandaría al Pepino a Alan García? ¿En qué terminaría esta tragicomedia limeño-chalaco-tacneño-puneño-paceño-jujeño-cordobesa? ¡No se pierda el próximo deplorable (y políticamente incorrecto) episodio!

Agradeciemientos:

A Buses Panamericana, por los malditos asientos.
Al matrimonio peruano residente en Buenos Aires, por dejar que su hija me haga fiambre los riñones.
A la tía Chichashrón y a la tía Rifrishcush.
Al chofer, por revivir mi pesadilla del desastre de Atacama del año 2002.
¡Gracias totales!


reo-libre@hotmail.com