viernes, 10 de diciembre de 2010

El Reo en Perú.21

Aunque ya me han dicho que mi prosa es misia, igual, si pueden, dense una vueltecita por el blog Leer por Gusto, de Perú.21, donde me acaban de publicar un pequeño testimonio sobre Roberto Bolaño y Los detectives salvajes.

martes, 24 de agosto de 2010

Abriendo los ojos a media mañana



La leía, pero tenía que concentrarme en otros detalles, como este libro que escribo por encargo. La luz naranja parpadeante no era lo único que me distraía, era también el chirriante sonido del micrófono del ropavejero que de seguro lo ha robado de algún teléfono público.

Me cuenta que es la mujer más feliz del mundo, que él estuvo aquí por casi tres semanas y ya voló de regreso a Europa, que han viajado, que han reído y paseado de la mano, chapando por aquí y por allá como dos adolescentes, como yo nunca pude imaginarme con ella porque supongo que el pedestal en el que la he colocado todo este tiempo me ha impedido imaginarme algo más con ella, algo más que tomarla de la mano por breves instantes un Viernes Santo, día en el que quizá dejé pasar la última oportunidad de ser feliz a su lado.

Y me he vuelto a preguntar… qué tantas otras veces me he venido frustrando y saboteándome a mí mismo por esta falta de confianza que me corroe. Lo pienso desde esta computadora, vieja, pero que me cumple aún fielmente, mientras ella de seguro está en algún punto de la ciudad con una taza de Ecco en la mano, leyendo El Comercio por la web, lo más probable en la sala de su casa y en su laptop viajera.

Si la amé alguna vez, no lo sé, pero cómo me hubiese gustado hacerlo, ofrecerle algo más que un trunco proyecto de novela que ella no sabe que existe (menos mal) y que me nació el día en que ella dijo que yo debía escribirle un poema, un poema que no sea como los demás, de esos que un chico tonto escribe cursimente a una chica impresionable. Y ahí descansa esa novela abortada, tímidamente mencionada en un post, dándome vuelta en la cabeza junto a su nombre, que desde que me lo sé no he podido desarraigarlo de un pasado que no es pasado, de una vida que no fue más que una posibilidad de promesa, porque así de gaseosas eran las cosas con ella. Porque la sensación de regresar a los cinco años cuando la veo no me ha dejado, porque cuando me habla tengo que recordarme que no debo mirarla con tanto detenimiento, ni los ojos detrás de sus gruesas gafas gastadas, ni sus labios de los que solo he tenido una pequeña muestra de afecto cada vez que me despedía de ella.

Así son las cosas, me digo, luego de darle otra vez clic en la pantalla a la lucecita naranja, luego de escribir una vez más un mecánico jajajaja, de letras danzantes. Luego de decirle que qué chévere, que qué bacán, que me alegro mucho por ti. Cosas que por supuesto son honestas, dichas tristemente de corazón pero ciertas, porque recuerdo también inevitablemente a personas que quisieron amarme o pude amar y alejé de mi vida. Errores que solo aumentan esta grieta en el pecho, errores que supongo que pesarán más con los años.

domingo, 8 de agosto de 2010

Reo Libre Unplugged. Banda Sonora de (500) Days of Summer: Temper Trap, Pixies, Spektor y Mumm-Ra

Llegué a conocer a Temper Trap por dos vías distintas. Por la recomendación de mi amigo Antonio de la película (500) Days of Summer y por el video que colgó en mi Facebook mi prima Irma de la canción Love Lost.

Este grupo australiano, cuyo vocalista, Dougy Mandagi emigró de Indonesia a Australia buscando un mejor trabajo, y en donde empezó a trabajar de músico callejero. en el 2006 lanzaron su primer EP. Dos años después empezaron la grabación de su primer álbum, y obtuvieron un considerable éxito en el Musexpo de Londres.

Las tres canciones que siguen son muy buenas. «Sweet Destination» es de la banda sonora de la película mencionada. La voz del vocalista me recuerda mucho a la del grupo británico Charlatans UK Tim Burgess. Disfrútenlas.








Pero en la banda sonora está además la canción de Regina Spektor, «Us».



Y «She's got you high», de Mumm-Ra.



Además de una versión alcoholizada de esta canción de Pixies, «Here comes your man».

Un día que me asomé al cine a ver... (500) Days of Summer


Un amigo me recomendó hace poco la comedia romántica (500) Days of summer (2009), de Marc Webb. Como sus sugerencias siempre han sido muy acertadas, la vi hace poco. Como el impacto de la película ha sido muy favorable, husmeé luego en IMDB sobre el soundtrack y me topé con que una de las mejores canciones de la banda sonora es del grupo australiano The Temper Trap, «Sweet Disposition», canción que llevó a la fama a este grupo y que está incluido en su álbum debut, Conditions (2009).



Para quienes hayan querido a una chica como Tom quiso a Summer, esta película será un duro recordatorio de aquellos días con esa persona que ya no está.



Como la película nos advierte, esta no es una historia de amor, ahí no se desenvolverá la madeja romántica, ni veremos un final en el que «chico que conoce chica» es feliz con ella para siempre. No. Esta no es una comedia tipo Tom Hanks-Meg Ryan.



Tom Hansen (Joseph Gordon-Levitt) conoce a Summer Finn (Zooey Deschanel) en la oficina donde él trabaja escribiendo tarjetas de felicitaciones y ella es la asistente del jefe. Ella es una chica que no cree en el amor y esas cosas y él, por el contrario, las cree. Por lo que su encuentro con ella -piensa Tom- es producto del destino, puesto que de todas los posibles desenlaces, precisamente él tenía que conocerla de esa forma: la chica perfecta con los mismo gustos freaks («las deprimentes canciones del pop británico», por ejemplo, canciones del grupo Smiths).

La película podría parecer un manual de cómo olvidar a alguien, pero ese tipo de manuales no existe. Simplemente es la narración de los 500 días en los que Tom no quería (o no podía) sacársela de la cabeza, ya que él tenía la certeza de que ella era la mujer de su vida. Y es por esto que él, luego de que ella sorpresivamente lo termina un día, se muele la cabeza a palos tratando de identificar y entender todos aquellos momentos en los que la maravillosa incógnita que tenía con ella empezó a irse al garete. Claro está que no lo consigue; por el contrario, empieza a darse cuenta de que las cosas en su vidas no andan bien, que tiene un trabajo que no le gusta y un futuro que él mismo se ha negado, por falta de fe en sí mismo.



Así que como no puede hacer lo que Henry Miller dijo debía hacerse para olvidar a un mujer, decide hacer algo semejante que al final decide su vida y el paso a la siguiente estación de ella.

Buena comedia, sobria, que no cae en recursos fáciles de gags tontos, en donde el uso del narrador en off nos va señalando los momentos trascendentales. Que nos delata además la crisis de las relaciones en el mundo actual, actitud que personifica Summer, pero que no es más que una falsa convicción que cae cuando descubre alguien con el que puede «etiquetarse» de algo. Buena además la banda sonora, que no solo tiene música de Temper Trap, sino también de Pixies, Regina Spector y Mumm-Ra. ¿Algún día llegará a nuestra cartelera?

sábado, 31 de julio de 2010

La otra marcha (de otra bicicleta): el cuarto puesto



Recuerdo que esa noche tenía que haber regado las plantas de mi mamá porque estaba de viaje, pero la necesidad de ver a C. Y. era tan grande que no me cabía en el cuerpo. Frente a mí, la mesa de antaño, clavada en la sala de la casa; y yo, sentado y luchando por pegar la vista en el imposible cuaderno garabateado con signos de análisis dimensional, la veía. Estaba ella en todo, en la mancha de tinta, en mi ridícula ruborización, tan inasible como siempre. Aún era temprano y decidí ir a buscarla. Hoy sería una de esas noches en las que me aparezco con la excusa de llevarme un cuaderno para ponerme al día y me quedaría escuchando UB40 y jugaríamos «casino», «ocho locos» o «golpeado». Una vez más, le pediría que ponga «Can't help falling in love» y otra vez me quedaría callado, tan sólo contemplándola repartir las cartas y decir que me toca jugar a mí. Y yo seguiría callado con una sonrisa tonta mientras ella me mira y trata de no sonrojarse cuando sus ojos se topan con los míos.

Dejé las plantas sin regar, comprobé que mi papá estuviera dormido y salí en la bicicleta, rumbo a su casa; la tarea podría esperar. La excusa sería -¿por qué no?- ayudarla con los ejercicios de Física Elemental, que alguna vez me dijo no entendía muy bien. Salí de mi barrio durmiente y me interné en la carretera que salía a la autopista, la bordeé y crucé dos calles más para llegar al centro de la ciudad y a la vieja capilla adaptada como Municipio. Baches y más baches, llevaba buena velocidad, pero esta pista siempre fue difícil. C. Y. no tiene teléfono, y llegar así y en estas circunstancias es arriesgarse a un portazo de su padre, cosa que ya me había pasado una vez.

Contemplé la puerta vieja y descascarada en esta hora lechucera, tan fría y solemne, y ese poste de alumbrado público sobre mi cabeza se iba comiendo mi valor gramo a gramo. Los perros no me temen a esta hora, mi imagen nunca inspiró respeto, pero estando cerca de ella siempre me sentía mejor, más grande, un adulto tal vez, porque entre juego y juego y carta sobre carta jamás una palabra hiriente salió de sus labios o de los míos. Solamente nos dedicábamos a dejarnos vivir el uno al otro muy cerca, para sabernos felices. En su sala, horas sobre horas, sin tareas pendientes –o sin importar que lo estén-, descifrando uno a uno nuestros gestos. Y ahí aparece otra vez esa mirada de un brillante color café que me dejaba sentadito y luego ella buscaba para mí un vaso de agua.

¿Cuántas veces fueron, C. Y., las veces que entró tu impertinente hermano a sentarse con su amigo de la sonrisa perenne a jugar ajedrez al lado de nosotros? ¿Cuántas veces hablaron de cosas pueriles de escolares, aquellas de las que tú y yo nunca hablábamos? ¿Y cuántas fueron las veces que te burlabas de él por ser tan inmaduro, por mezclarse en nuestro juego sagrado, nuestro ritual de las noches? El frío me va abrazando y contemplo la puerta, con más desconfianza cada vez. Veo por encima de la pequeña rendija que tiene esa madera vieja, y la luz de la sala está apagada… puede ser que no esté. Pero ¿dónde podría estar? No acostumbra ir donde sus amigas a esta hora, pues ellas no tienen sus costumbres excelsas, aquellas que solo tenemos los noctámbulos comprometidos, de visitar a los amigos en la mejor hora del día para disfrutar de la música y del café… ¡Qué rico café preparas!

Es que han pasado tantas noches y yo aún así, sin decirle lo que ya no puede mi cuerpo soportar. Pensar en sus labios, trémulos e inocentes, en pasearme por su cabellera azabache, en su cuello de marfil y sus brazos tan delicados, tan míos cuando jugamos gallito y me doy la licencia de cogerle por breves instantes de la mano, y cómo ella la retira como si no quisiera descubrirse, como escondiendo la intención de su corazón… sé que ella también camina por mi misma orilla, sus ojos no me han mentido jamás, son dos manantiales cristalinos, dos espejos acuosos. Sin embargo, yo sigo aquí parado como un idiota a la puerta de su casa, sin alma, sin peso, ingrávido, esperando que un soplo me empuje a tocar la puerta, sin maltratarla mucho, porque se puede caer en pedazos y desintegrarse en mis manos, las mismas que ella sentirá por sus mejillas sonrosadas, buscándole el ósculo que ella y yo nos merecemos ya hace meses, en una de esas jornadas de Ocho Locos y UB40 que, por desgracia, acababan siempre con la inoportuna intervención de su hermano y de su amigo de la sonrisa perenne, hablando siempre de estupideces y fastidiando a mi C. Y. Voy a tocar.

Pero, en eso se prende la luz de la sala, se abre lentamente la puerta; el crujido de sus viejas tablas no me deja oír bien la tierna risita que sale del otro lado. Es C. Y., sale de la mano del imbécil de la sonrisa perenne, le besa en los labios y se despide de él. Al percatarse de mi existencia, me pregunta qué quiero y se lo digo: tu cuaderno de Literatura.

Llego a casa, derrotado, casi muerto y con el pantalón orinado por uno de esos valientes perros que rodea la quinta donde vive. Veo las macetas de mi mamá… y les paso encima las ruedas de la bicicleta.

La marcha de la bicicleta: el quinto puesto



Ya se había hecho costumbre que yo la acompañara a la salida del colegio. Ella, en su vieja bicicross y yo, a pie, a veces sosteniendo mis cosas debajo del brazo (o en la mano) y otras llevándolas dentro de la mochila. Sobré qué conversábamos, no lo recuerdo. Solo recuerdo que me gustaba escucharla reír; ella a veces me decía cosas, para mí era suficiente llenar mis oídos con la melodía de su voz, con su risa, con sus silencios.

Alguien creerá que para los 150 metros que caminábamos desde la salida del colegio hasta la inevitable esquina en la que me separaba de ella yo estaría exagerando si dijera que esa era mi escalera al cielo. Pues lo era, y quien no haya sentido eso alguna vez por nadie, no ha tenido vida.

Tampoco recuerdo todas las veces que quise tomar su mano entre las mías, o que quise sentir la calidez de sus mejillas afiebradas. Siempre fui un chico tímido, tonto, cabizbajo, cagado de miedo. Ella siempre fue callada, sonrojada, hermosa. Hasta entonces, mi imagen de ella en el lejano 1988 estaba inalterada, tanto como nuestro paseo de manos tomadas de 1989. Estaba borrada la tristeza de su ausencia en el segundo grado de primaria.

El último paseo fue el decisorio. Debí prever que pasaría, si ella siempre había puesto la bicicleta entre nosotros como la puerta que debía tocar, como la chaperona a la que debía pepear. Supongo que ha sido uno de los pocos momentos en que reunía los pedacitos de valor que tenía repartidos en todas las glándulas. No lo dudo, la primera parte fue un momento valiente: «Me gustas mucho». Claro que la respuesta que recibí no fue la que ni remotamente esperaba. Ella no dijo nada («nunca dijo nada», involuntario homenaje a Arena Hash). Solo subió a su bicicleta y se fue.

Antes de que lo consiguiera vino la segunda parte de mi declaración, la que pasa con la honorable ubicación número 5 de las peores humillaciones de mi corta vida:

-Por favor, no me rechaces.

Las ruedas de la bicicleta rodaron por la avenida Ramón Castilla.

Ahora, imaginándome en el diván de algún loquero local, concluyo que ese debe ser el origen de por qué nunca más opté por la declaración formal de mis sentimientos y opté por la más cómoda vía de la demostración fáctica de mis intenciones (a veces muy expresivas).

Años después, diez años después, cambié de estrategia y esta vez obtuve una respuesta: no. Ya no era el cándido y regordete niño de anteojos gruesos que iba al colegio, era el ávido lector de García Márquez que creía que un destino «florentinoaricístico» le correspondía, era un escapista de la Facultad de Derecho de San Parcos (y de una novia jurídica, ruin, hipócrita y convenida) y era un turista en ciudad ajena, en hotelucho con baño compartido. La busqué, esperanzado en que los capítulos más tiernos de nuestra relación, al menos en algún nivel onírico, estuvieran todavía presentes en ella. Claro está que me equivoqué.

Tres años después, ella volvió a mí. Salimos. Conversamos, ya como amigos, yo no quería ni podía aspirar a más. Me animé a preguntar, a riesgo de parecer un psicópata obsesionado con ella: ¿Recuerdas cómo jugábamos en el Inicial? ¿Nuestro paseo de manos tomadas de algún extraviado mes de 1989? ¿Me extrañaste durante el segundo grado en escuelas separadas? ¿Por qué saliste disparada en tu bicicleta seis años después? Para no asustarla, omití estas dos últimas preguntas. Con la respuesta a las dos primeras me bastó.

-¿Ah sí? Yo no recuerdo nada, amigo.

Ahí comprendí cómo era el asunto. Dejé de masajearle el cuello (pues le dolía), me levanté del sofá y me fui. Caminé hasta mi casa. Pensando en lo tarado que fui al creer que esos detalles tan nítidamente esculpidos en mi mente podían ser marmóreos en conciencias ajenas. Fue mi culpa. Querer mucho a veces es antihigiénico.

Sé que volvió a romper corazones después. Y en parte, eso también fue mi culpa.

La canción que elijo tiene un porqué que me guardo.

jueves, 22 de julio de 2010

domingo, 18 de julio de 2010

Perú en 1936 y el puto pulpo Paul corrupto, o mejor dicho «corputo», en palabras de Eduardo Galeano


Foto: blog ArkivPeru

En el Perú es muy frecuente (irritantemente frecuente)
citar las hazañas de la selección peruana de la década de 1970. El Perú que ganó un premio a la elegancia en el mundial de México '70, el gol de Téofilo Cubillas a Escocia (sus goles fueron el 999 y el 1001 de los mundiales, más piña) y la eliminación de Uruguay en nuestras manos en 1981, cuando en el glorioso Centenario vencimos a la celeste y clasificamos al mundial de España '82. Pero muy pocas veces se refiere o se trae a la memoria aquel partido jugado contra Austria por la blanquirroja en Berlín 1936. En la selección donde, entre otros, Alejandro «Manguera» Villanueva, Teodoro «Lolo» Fernández, Juan «Mago» Valdivieso y Adelfo «Bólido» Magallanes le ganaron al equipo austriaco por 4 goles contra 2.

De todas las historias futbolísticas, esta debería ser la más legendaria (sin quitarle el mérito a la selección que llegó hasta las semifinales), pero resulta ser la más controversial, por los hechos que acompañaron a la victoria peruana.

En realidad, la versión depende del lado del Atlántico del que se cuenta la historia. Por muchos años aquí se sostuvo que Adolf Hitler no permitiría jamás que la raza aria sea derrotada por un puñado de negros e indios, como seguramente él nos veía, así que, luego de presionar a las autoridades competentes, estas decidieron anular el partido (en el que se dice que incluso a Perú le habían anulado tres goles). Las versiones aquí se disparan para todos lados. Se habla de que hubo hinchas peruanos que saltaron a la cancha a agredir a los jugadores europeos, ¡que eran como mil!, que tenían fierros y armas punzocortantes, que había poco resguardo policial, que hubo un penal atajado por el Mago, que a Perú le anularon tres goles para «ahorrarle disgustos al Führer», y que luego, bajo cualquier tonta excusa (como la de que la cancha no tenía «medidas oficiales»), anularon el partido.

La versión europea incide en el tema de la agresión a los jugadores , la que causó que Perú se aprovechara de esa situación y metiera dos goles, para ganar finalmente 4 a 2, y que por eso se pidió que el partido se repitiera a puerta cerrada. Cosa que indignó al Gobierno peruano, el que mandó volver a toda la delegación olímpica.

En resumen, aquí volvieron como héroes (y en verdad, ya por el hecho de llegar hasta donde llegaron lo eran); en el otro lado del charco, huimos como cobardes.

¿Cuál es la verdad? Eduardo Galeano, escritor uruguayo maneja la versión «peruana» del tema, y así lo cuenta en esta entrevista dada a la televisión de su país.

Mientras que el periodista Luis Carlos Arias Schreiber se inclina por aceptar la versión europea, la que está «debidamente documentada». Documentos oficiales, claro, del Comité Olímpico, de los que se desprende que Hitler no tuvo nada que ver en la decisión final de repetir el partido.

La nota completa de La República aquí:

Controversia | Berlín 36. Un mito derrumbado



¿Cuál de estas dos historias habría que creer? La controversia sigue abierta hasta el día de hoy. El artículo de Arias Schreiber es del 2008 y fue publicado en el libro Ese gol existe, del Fondo Editorial de la PUCP. Galeano vuelve a contar esta historia en el 2010. Aunque el libro en el que la escribió (Espejos, casi una historia universal) es de hace unos años.

Husmeando un poco en la web, encontré muchos blogs que en su oportunidad dieron su opinión al respecto, pues el asunto despertó muchas voces encontradas. Voces que quizá recuperen actualidad con estos recientes comentarios de Galeano en la televisión y además con la nota de El Comercio del día de ayer:

Las venas abiertas de Berlín 36



En fin: un pasaje más del fútbol peruano relativizado, lavado de su gloria o de su validez en las páginas de la historia. Como si no hubiera sido suficiente mérito y no tuviera nada de gesta heroica haber plantado cara en un Berlín de una Alemania que repudiaba todo lo que no era ario. A mí me resulta poco creíble que mil peruanos estuvieran, mismo Misterio y su mancha, en el Berlín ocupado por el régimen nacionalsocialista armados como hooligans y que las SS, bien gracias, chapando y torteándose entre ellos.

Aquí la entrevista completa:

En la primera parte, Galeano habla de la selección uruguaya del mundial del 2010, de la mano de Suárez y del «Loco» Abreu.



En esta segunda parte, habla de la historia de Berlín 1936. Fíjense desde el 1:00 hasta 3:00, dura exactamente dos minutos. Luego habla de este «pólipo» miserable llamado Paul, el puto pulpo ese, y lo califica de «corrupto». Grande, Galeano.



Y en esta tercera parte habla de Obdulio Varela, su reacción luego de su gran hazaña del «Maracanazo».


miércoles, 14 de julio de 2010

Geburtstag

Por esos duendes.
Por los paseos luego del Goethe.
Por traer el sol en plena noche.

Por los gritos amortiguados en un beso.
Por la furia que dejaste que diluyera en la sangre.
Por no pedir nada.
Por darlo todo.

Por el da Vinci, salvo que sea lunes.
Por seguir dando luz en un puto depósito de libros.
Por intentarlo, aunque yo siga sin creerlo.

Por Tropic Thunder.
Por The Hangover.
Por Up!
Por la resaca antes de Hotel para perros.
Por encontrar ese espacio entre mi brazo y mi pecho.

Por haber corrido cien metros planos.
Por haberme querido.
Por toto.
Feliz cumpleaños.

martes, 13 de julio de 2010

El origen del pulpo Paul

El mundial de Sudáfrica 2010 se ha caracterizado no solo por la caída de los favoritos Argentina, Francia, Italia, etcétera, la falta de brillo de las estrellitas Messi, CR7, Drogba, Eto'o, no solo por la pechugona y calata con nombre de heladería, apellido de futbolista atorrante y nacionalidad enarbolante, sino también por la aparición en escena de un oráculo proveniente del reion Animalia, un artrópodo, un molusco cefalópodo dibranquial, i. e. un puto pulpo que responde al nombre de Paul.

¿Pero cuál es el origen de este animal? Su mamá, claro, es obvio, un huevo de su mamá, pero me refería a cómo así pudo escalar tanto y colarse entre los titulares de todo el mundo durante este mes de fiebre futbolera.

Todo empezó cuando el pulpo Manotas, un antiguo agente de la CIA se rebeló durante la era del Macartismo. Harto de perseguir comunistas, sintió que él también era de tendencia izquierdista, lo que es difícil de creer ya que, al tener ocho brazos y simetría radial, es imposible adivinarle el dichoso lado izquierdo. Luego de renunciar a la CIA, pasó por agencias como el Mosad y la Stasi, para luego decidir fundar su propia agencia de contraespionaje, ligada sentimentalmente a la RDA o DDR (República Democrática Alemana o Deutsche Demokratische Republik).

Uno de los primeros encargos que tuvo en su nueva agencia era arreglar los resultados de los mundiales, pero no contaba con un agente con la suficiente habilidad de llegar al corazón del pueblo. Así pasaron los años y esta tarea inconclusa fue como una piedra en el zapato, en sus ocho zapatos, aunque en verdad, no usaba zapatos.

Hasta que cansado de buscar se dedicó a ver televisión y huevear en el You Tube todo el tiempo. Es aquí cuando viendo un video de la canción «Sing», de grupo escocés Travis descubrió la forma perfecta de poder hipnotizar a todo el planeta y arrastrarlo a sus designios, apoderarse de su atención por un mes cada cuatro años y hacer perder mucho dinero a mucha gente.

Su nombre: pulpo Paul, que por entonces era un yonqui arrpentido que trabajaba como extra en diversos programas televisivos culinarios. Sin embargo, Paul lanzó a la fama con el video que presentamos a continuación. Observen atentamente a partir del 2:30 minutos:



Es así como Paul fue llamado a servir en la agencia de contraespionaje pulpesco y se ganó la confianza del inocente personal de un acuario en Berlín.

¿Qué pasará con el pulpo ahora que sus verdades empiezan a salir a la luz?

jueves, 8 de julio de 2010

El necesario oxígeno de todos los días

Hace unos días hice un viaje a Paramonga. El cual fue necesario en muchos sentidos. El más importante de todos: recordar, tratar de encontrar eso que en mi vida se ha perdido, eso que ya no tengo más y que aún puedo encontrar en los ojos de los que me conocieron hace más de quince años.

Haber visto de nuevo a Diana y a Manuel, gran dúo de amigos y maestros me ha llenado los tanques de oxígeno para volver a esta triste ciudad y poder mirarla con otros ojos. Aunque hace unos días un taxista y un más aún imprudente pasajero me hayan hecho chocar con la bicicleta, siento que eso no me detendrá.



No hay que detenerse ni para respirar.


miércoles, 7 de julio de 2010

Miércoles



En el tercer disco de Rarezas y lados B de The Cure, relativo al periodo 1992-1996, encuentro la canción "Ocean". Una triste melodíade tres minutos y medio que me viene bien para esta noche triste, gris, opaca.
La letra habla por sí sola:

But I still need to believe in you
I still need to know you'll never
never give up.

Necesito seguir creyendo en algo, y en eso me apoyaré, para poder soportar los dolores del pecho y las ausencias del alma.

El single original es del año 1996, en la placa también aparecen canciones como "The 13th" e "It used to be me".

El hecho de que me detenga en esta canción obedece, era de esperarse, a que este invierno me tiene un poco bajoneado y encerrado en casa, revisando cada uno de mis discos, leyendo y a veces volviendo a la vida en un papel o en el Word, siempre que el trabajo me lo permite. Me dejaré arrastrar por este marasmo de gris neblina. The Cure en estas épocas cae muy bien.

Chao.

sábado, 3 de julio de 2010

Julio... Jueves-Viernes.



Llegué a uno de esos momentos en los que uno siente que el jueves es tan parecido al domingo como a cualquier otro día de la semana. Necesitaba un revitalizador y cerca de la medianoche el reproductor MP3 me lanzó la solución: "Friday. I'm in love", de The Cure

Así que volví al trabajo. Había dormido gran parte de la tarde. Por cierto: trabajo de corrector freelancer, en mi casa, en mi escritorio, con mis propias reglas. El negocio está en trance de crecer. Lo cual me recuerda que hace dos semanas no duermo de madrugada. Me he vuelto un animal nocturno.

Bien. Hice un alto en mi labor y me di con una desagradable sorpresa: cuatro libros atorados desde hace unos tres días: Febvre/Martin, Montesquieu, Basadre y Gutiérrez.

Anoche recibí mi priemra lección de italiano de Jovanotti. Ahora ya sé decir "Eh, mamá, mira cómo me divierto."

El resto de cosas que me pasaron se las dejo al diario. Aunque es probable que traiga novedades en unos días.

miércoles, 2 de junio de 2010

Pastoral americana: ¿Y qué tiene de malo la vidad de los Levov?


Si esta pregunta pudiera ser reformulada sería: ¿Y qué tiene de malo querer ser feliz?, o más bien ¿acaso tiene algo de malo querer ser como los demás? ¿Ir a la misma escuela que los demás? ¿Jugar las mismas cosas que los demás? ¿Ser admitido y admirado como un igual, pese a estar renunciando a una tradición milenaria y mezclarse con los demás gentiles para conseguir la aprobación de la sociedad, siempre expectante? Algo por el estilo debió preguntarse Seymour el “Sueco” Levov, antes y, sobre todo, después de que su hija Mery pusiera una bomba en una humilde oficina de correos de Newark, NJ.

¿Qué pasó con los tiempos en que los chicos judíos solo se dedicaban a estudiar?, se pregunta a su vez Lou Levov, próspero fabricante de guantes de pieles, el abuelo de Mery, el conservador padre del Sueco y de Jerry Levov, compañero de estudios de Nathan Zuckerman (álter ego de Philip Roth), narrador de la primera parte de la novela ganadora del premio Pulitzer Pastoral americana (1997), la que nos lleva a la reciente historia de los Estados Unidos y los convulsionados años de la guerra de Vietnam y la caída de Richard Nixon.

Pero la historia empieza con un emocionado Nathan Zuckerman narrándonos su juventud en los años del instituto de Weequahic de Newark, en donde él sostiene una amistad con Jerry, el menor de los Levov, una familia judía, y conoce a Seymour Irving Levov, apodado el “Sueco”, el gran deportista. Jerry se nos presenta como un personaje huraño, antisocial, siempre envidioso de la suerte de su hermano Seymour, por lo que está resentido con él, por sus constantes hazañas deportivas, la que le valieron una creciente fama en el estado de Nueva Jersey.

Estando ya adultos, el Sueco encuentra a Nathan Zuckerman en un estadio, en un partido de fútbol americano. Para este, encontrar a su ídolo de juventud fue un gran acontecimiento. Diez años después, el Sueco cita a Zuckerman —quien es escritor—, para que este le ayude a escribir una necrológica sobre su padre Lou, muerto hace un tiempo. El encuentro, para Nathan, no solo resulta decepcionante y aburrido (por la conversación simplona del Sueco, quien se limitó a enumerar los logros de sus hijos en segundas nupcias), sino también extraño, pues en el fondo Zuckerman sospechaba que el Sueco trató de decir algo que al final no pudo. Meses después de esta conversación, Nathan se encuentra con Jerry, quien es ahora un cirujano plástico divorciado muchas veces, el que le cuenta que Seymour había muerto de cáncer días atrás.

Esta serie de sucesos es la introducción que nos prepara a enterrarnos, como un escalpelo, en el corazón mismo de una familia típicamente estadounidense y desmenuzar uno a uno todos los mitos del sueño americano.

Vemos no solo cómo el exaltado patriotismo de la época eclosiona en los constantes y violentos disturbios de las décadas de 1960 y 1970, sino también cómo estos erosionan la unión aparentemente feliz de una familia, la que ya venía carcomida por muchas otras cosas, frustraciones y rencores que desembocan en los actos terroristas de Mery, hija de Seymour (judío) y Mary Dawn Dwyer (gentil católica y primera esposa del Sueco).

La inicial rebelión de la hija contra la política de su país respecto a la guerra de Vietnam va mutando desde una disconformidad demostrada en las constantes peleas entre ella y sus padres y abuelo hasta largos periodos de ausencia de casa en extrañas compañías que Mery nunca presenta a su familia. ¿Qué aleja tanto a Mery de ellos? Además del odio hacia su madre (ex reina de belleza, finalista de Miss América), la eterna pasividad de su padre, enrostrada luego por el propio Jerry, quien, aprovechando la vulnerabilidad del Sueco luego del atentado por el que la policía empezó perseguir a Mery y por el que ella se hizo una fugitiva, le encara todo en uno de los clímax más altos de la novela: el Sueco nunca hizo nada aparte de lo que esperaban de él, siempre hacía “lo correcto”, siempre fue lo que los otros quería que fuera. Nunca fue él mismo.

Yo no había leído nada de Philip Roth, antes de esta novela, pero creo que empezar con este texto basilar de su narrativa ha sido un saludable comienzo. Creo que uno de los mayores logros del texto descansa en “lo vivencial” de sus líneas, como si él narrara las cosas desde dentro de la casa de los Levov, como él los conociera de toda la vida, o hubiera sido parte de ellos. Abundan los detalles que ambientan muy bien el tiempo en el que se nos narra la novela (un periodo aproximado de cincuenta años, sin contar el tiempo de la llegada de los primeros Levov a Estados Unidos; aquí la asociación con El Padrino, de Mario Puzo, es para mí inevitable) en el que se nos detalla la evolución de los personajes en paralelo a los acontecimientos que marcaron a las generaciones que comprende este periodo.

Asistimos, en resumen, al desencantamiento del Sueco Levov, a la demolición de su vida “típicamente americana”, que le fue prometida en su juventud. Decepciones, traiciones, infidelidades: penas acumuladas en su convencional espíritu. Demasiado para una persona acostumbrada a lo permitido, a lo estándar, a lo socialmente aceptado.


¿Qué sino impotencia pudo sentir Seymour en la cena del Día de Acción de Gracias (el día de la “pastoral americana”, en donde judíos y gentiles se reúnen en una mesa en una celebración que no responde a ningún credo, el único día del año en que todos hacen una tregua), rodeado de su mujer, falsos amigos y con el fantasma de una hija ausente (una terrorista jainita buscada por un crimen confeso)? Quizá la certeza de saber que no tenía respuesta a la pregunta de qué tenía de malo su vida.

Todos vuelven

He dejado la vieja casa de Pando y he vuelto a vivir con mis padres. Mi hermana Adriana vivía aquí con ellos, pero ella ahora está en Italia. Me he mudado a su cuarto y la primera predicción es que mi alergia al polvillo de los libros y a la humedad será mi gran azote “en esta habitación” (homenaje a Libido), sin contar que es tan pequeña que no sé dónde pondré el resto de libro que no he podido acomodar en mis improvisados estantes. Se me ha prohibido fumar, lo que ya es un problema, y tengo que ingeniármelas para sortear el escritorio y no tropezar con mi lamparita que ahora la puedo mover entre su posición en la ventana y mi silla de abuelito y la nueva mesita de noche que tengo.

Estoy feliz.

Mis papás son personas mayores, así que la mayoría del tiempo, ellos gritan para comunicarse. Hace mucho tiempo yo tenía ese problema y no me daba cuenta. Claro, yo no soy una persona mayor. Cuando tuve que compartir habitación (espacio vital) en la Argentina me hicieron advertir este hecho, y aprendí a controlarlo. Llevo más de dos años de silencio, de hablar conmigo mismo, de no cerrar la puerta del baño, por el simple hecho de que mi baño no tenía puerta, de convivir con mis ideas, mis demonios, mi desidia sin compartir sino con las esporádicas visitas que tenía. Convivir con gente que quiero se ha convertido en un nuevo reto.

Veremos lo que pasa...

miércoles, 24 de febrero de 2010

Sin título

1) Bien, he vuelto, no sé muy bien por qué, pero aquí estoy, en el proceso de desempolvar tantas cosas, entre ellas el blog, algunas cosas dejadas a medias en la carpeta Mis documentos y, claro está, mi propia vida, apolillada y abotagada, dejada entre el Listerine y el papel higiénico Suave doble hoja (con perritos que me indican dónde debo cortar).
2) Hace poco dejé de ver a la gente que me quería bien, y que me querrá bien siempre. Entre ellas a X. No sabes la que me ha dolido esa decisión. Sé que no estás leyendo estas líneas y supongo que así está bien. Como también supongo que supondrás que está bien que así haya sido. Solo el tiempo nos mostrará la veracidad de todo lo dicho y hecho.
3) Ya sin lágrima y moco. Tengo que agradecer a los que sin querer me han dado un pequeño impulso de seguir llenando el ciberespacio de estas quizá no tan inútiles palabras. Hace poco me encontré con un amigo en Plaza San Miguel. Y me increpó: «Ya no envías nada sobre tu blog». Casi le digo: «¿Lo leías?». Desde Santiago de Chile, un tacneño y jurídico amigo me dijo, casi como si me retara: «¿Por qué ya no escribes?». Y yo, hace un par de semanas, sentado corrigiendo unas pruebas del trabajo que tenía entonces, me pregunté en el reflejo del monitor de la PC que últimamente solo estaba prendido para que pudiera ver el título de la canción que estaba escuchando: «¿Qué coño haces y no escribes, hueveras?».
4) Dije «¡Nunca más!» y volví, en papel, en PC, en las paredes si es necesario, pero no debo dejar que el tiempo pase y siga en la inactividad delirante, de la que en otros tiempos creo que hasta me reía. Ya no es tiempo de reír de todo lo que me pasa.

sábado, 20 de febrero de 2010

viernes, 19 de febrero de 2010

¿Es que acaso todavía alguien lee a Henry Miller?


El hecho de que vuelva a leer a Henry Miller en esta época de mi vida no es una mera coincidencia. Creo que esta es una de las pocas lecturas que funcionan como un potente catalizador en mi casi autista insistencia en la vocación literaria. Trópico de Cáncer no puede ser de ninguna manera un placebo que haga más digerible las verdades de la vida, o nos lleve calmadamente por algún razonamiento maduro que nos haga concluir algo sesudo y trascendental. Esa novela nos sumerge en la cruda verdad y nos la hace pasar con aceite de ricino, para que siempre te acuerdes de que leíste esa novela. Las úlceras que me ha causado la lavativa de Miller no tienen cura, y tampoco me interesa que la tengan. Es la enfermedad y la muerte, la medicina y la vida, la salvación y la condena.

Cogí la novela de mi estante porque la vida como corrector de pruebas me estaba jugando una mala pasada: se me estaba presentando como el único camino posible, y como la “resignación” más que el “desafío” de vivir. Sentía que me había limado por completo uñas y dientes, y no era más que un cachorro desdentado humedeciendo, como el más ceporro de los hombres, algún hueso de hule. La tentación de la vida normal asoma, pero Henry Miller dice:


La tierra no es una meseta árida de salud y comodidad, sino una gran hembra
tumbada con torso de terciopelo que se hincha y se eleva con las olas del
océano; se retuerce bajo una diadema de sudor y angustia.

Aún no estoy muy seguro de lo que eso signifique. Solo pude —la primera vez que leí estas líneas— estarlo de que nos presenta a la vida (la tierra) no como el yermo en el que si nos portamos bien podremos considerarnos buenos ciudadanos, sino como el gran escenario en el que tenemos que consumir hasta la última gota de talento para arañar al menos un poco el pagano fulgor que aún llevamos dentro de nosotros. Demiurgos y deicidas en estampida.


Amor y odio, desesperación, piedad, rabia, hastío […] ¿Qué es esta paja que
masticamos en nuestro sueño, sino la reminiscencia de espirales de colmillos y
de constelaciones de estrellas?

El impulso dionisiaco de la vida. No queda sino echar todo a la lumbre y que arda y arda hasta que las llamas empiecen de danzar henchidas de éxtasis y lujuria. Lujuria por la vida, pasión por sentir que cada día puede ser el último. Un grito que un loco lanza desde algún cerro de inmundicia, de esos que aquí en Lima abundan en la periferia. Como ven, si uno no puede sentir eso luego de leer un texto como el de Miller, muy difícilmente puede que tenga huesos y nervios debajo de esa piel gastada y cetrina. Sería más bien un cadáver que espera el bus.

Bueno, tengo que conseguir otros textos de Henry para comprobar si fue consecuente o no con esta forma onanista de sortear la vida. Además de comprobar la genialidad de su indisciplina, pues Trópico de Cáncer está marcado por lo episódico e inconexo. Un gran recopilatorio de anécdotas que posiblemente contengan un río que avanza lento y potente debajo de ellas, las que finalmente parecen desembocar casi al final, en esa parte que (muy brevemente) he citado.

Terminé con Miller, otra vez, y fue un placer, otra vez. No quiero enfermarme con él. La ficción es de estadounidenses en el París antes de Hiroshima; yo soy un peruano luego del 11-S. Hay mucha distancia, pero aprovecharé lo más que pueda esos pequeños placeres que solo un buen libro (como ese) puede ofrecer.