sábado, 31 de julio de 2010

La otra marcha (de otra bicicleta): el cuarto puesto



Recuerdo que esa noche tenía que haber regado las plantas de mi mamá porque estaba de viaje, pero la necesidad de ver a C. Y. era tan grande que no me cabía en el cuerpo. Frente a mí, la mesa de antaño, clavada en la sala de la casa; y yo, sentado y luchando por pegar la vista en el imposible cuaderno garabateado con signos de análisis dimensional, la veía. Estaba ella en todo, en la mancha de tinta, en mi ridícula ruborización, tan inasible como siempre. Aún era temprano y decidí ir a buscarla. Hoy sería una de esas noches en las que me aparezco con la excusa de llevarme un cuaderno para ponerme al día y me quedaría escuchando UB40 y jugaríamos «casino», «ocho locos» o «golpeado». Una vez más, le pediría que ponga «Can't help falling in love» y otra vez me quedaría callado, tan sólo contemplándola repartir las cartas y decir que me toca jugar a mí. Y yo seguiría callado con una sonrisa tonta mientras ella me mira y trata de no sonrojarse cuando sus ojos se topan con los míos.

Dejé las plantas sin regar, comprobé que mi papá estuviera dormido y salí en la bicicleta, rumbo a su casa; la tarea podría esperar. La excusa sería -¿por qué no?- ayudarla con los ejercicios de Física Elemental, que alguna vez me dijo no entendía muy bien. Salí de mi barrio durmiente y me interné en la carretera que salía a la autopista, la bordeé y crucé dos calles más para llegar al centro de la ciudad y a la vieja capilla adaptada como Municipio. Baches y más baches, llevaba buena velocidad, pero esta pista siempre fue difícil. C. Y. no tiene teléfono, y llegar así y en estas circunstancias es arriesgarse a un portazo de su padre, cosa que ya me había pasado una vez.

Contemplé la puerta vieja y descascarada en esta hora lechucera, tan fría y solemne, y ese poste de alumbrado público sobre mi cabeza se iba comiendo mi valor gramo a gramo. Los perros no me temen a esta hora, mi imagen nunca inspiró respeto, pero estando cerca de ella siempre me sentía mejor, más grande, un adulto tal vez, porque entre juego y juego y carta sobre carta jamás una palabra hiriente salió de sus labios o de los míos. Solamente nos dedicábamos a dejarnos vivir el uno al otro muy cerca, para sabernos felices. En su sala, horas sobre horas, sin tareas pendientes –o sin importar que lo estén-, descifrando uno a uno nuestros gestos. Y ahí aparece otra vez esa mirada de un brillante color café que me dejaba sentadito y luego ella buscaba para mí un vaso de agua.

¿Cuántas veces fueron, C. Y., las veces que entró tu impertinente hermano a sentarse con su amigo de la sonrisa perenne a jugar ajedrez al lado de nosotros? ¿Cuántas veces hablaron de cosas pueriles de escolares, aquellas de las que tú y yo nunca hablábamos? ¿Y cuántas fueron las veces que te burlabas de él por ser tan inmaduro, por mezclarse en nuestro juego sagrado, nuestro ritual de las noches? El frío me va abrazando y contemplo la puerta, con más desconfianza cada vez. Veo por encima de la pequeña rendija que tiene esa madera vieja, y la luz de la sala está apagada… puede ser que no esté. Pero ¿dónde podría estar? No acostumbra ir donde sus amigas a esta hora, pues ellas no tienen sus costumbres excelsas, aquellas que solo tenemos los noctámbulos comprometidos, de visitar a los amigos en la mejor hora del día para disfrutar de la música y del café… ¡Qué rico café preparas!

Es que han pasado tantas noches y yo aún así, sin decirle lo que ya no puede mi cuerpo soportar. Pensar en sus labios, trémulos e inocentes, en pasearme por su cabellera azabache, en su cuello de marfil y sus brazos tan delicados, tan míos cuando jugamos gallito y me doy la licencia de cogerle por breves instantes de la mano, y cómo ella la retira como si no quisiera descubrirse, como escondiendo la intención de su corazón… sé que ella también camina por mi misma orilla, sus ojos no me han mentido jamás, son dos manantiales cristalinos, dos espejos acuosos. Sin embargo, yo sigo aquí parado como un idiota a la puerta de su casa, sin alma, sin peso, ingrávido, esperando que un soplo me empuje a tocar la puerta, sin maltratarla mucho, porque se puede caer en pedazos y desintegrarse en mis manos, las mismas que ella sentirá por sus mejillas sonrosadas, buscándole el ósculo que ella y yo nos merecemos ya hace meses, en una de esas jornadas de Ocho Locos y UB40 que, por desgracia, acababan siempre con la inoportuna intervención de su hermano y de su amigo de la sonrisa perenne, hablando siempre de estupideces y fastidiando a mi C. Y. Voy a tocar.

Pero, en eso se prende la luz de la sala, se abre lentamente la puerta; el crujido de sus viejas tablas no me deja oír bien la tierna risita que sale del otro lado. Es C. Y., sale de la mano del imbécil de la sonrisa perenne, le besa en los labios y se despide de él. Al percatarse de mi existencia, me pregunta qué quiero y se lo digo: tu cuaderno de Literatura.

Llego a casa, derrotado, casi muerto y con el pantalón orinado por uno de esos valientes perros que rodea la quinta donde vive. Veo las macetas de mi mamá… y les paso encima las ruedas de la bicicleta.

La marcha de la bicicleta: el quinto puesto



Ya se había hecho costumbre que yo la acompañara a la salida del colegio. Ella, en su vieja bicicross y yo, a pie, a veces sosteniendo mis cosas debajo del brazo (o en la mano) y otras llevándolas dentro de la mochila. Sobré qué conversábamos, no lo recuerdo. Solo recuerdo que me gustaba escucharla reír; ella a veces me decía cosas, para mí era suficiente llenar mis oídos con la melodía de su voz, con su risa, con sus silencios.

Alguien creerá que para los 150 metros que caminábamos desde la salida del colegio hasta la inevitable esquina en la que me separaba de ella yo estaría exagerando si dijera que esa era mi escalera al cielo. Pues lo era, y quien no haya sentido eso alguna vez por nadie, no ha tenido vida.

Tampoco recuerdo todas las veces que quise tomar su mano entre las mías, o que quise sentir la calidez de sus mejillas afiebradas. Siempre fui un chico tímido, tonto, cabizbajo, cagado de miedo. Ella siempre fue callada, sonrojada, hermosa. Hasta entonces, mi imagen de ella en el lejano 1988 estaba inalterada, tanto como nuestro paseo de manos tomadas de 1989. Estaba borrada la tristeza de su ausencia en el segundo grado de primaria.

El último paseo fue el decisorio. Debí prever que pasaría, si ella siempre había puesto la bicicleta entre nosotros como la puerta que debía tocar, como la chaperona a la que debía pepear. Supongo que ha sido uno de los pocos momentos en que reunía los pedacitos de valor que tenía repartidos en todas las glándulas. No lo dudo, la primera parte fue un momento valiente: «Me gustas mucho». Claro que la respuesta que recibí no fue la que ni remotamente esperaba. Ella no dijo nada («nunca dijo nada», involuntario homenaje a Arena Hash). Solo subió a su bicicleta y se fue.

Antes de que lo consiguiera vino la segunda parte de mi declaración, la que pasa con la honorable ubicación número 5 de las peores humillaciones de mi corta vida:

-Por favor, no me rechaces.

Las ruedas de la bicicleta rodaron por la avenida Ramón Castilla.

Ahora, imaginándome en el diván de algún loquero local, concluyo que ese debe ser el origen de por qué nunca más opté por la declaración formal de mis sentimientos y opté por la más cómoda vía de la demostración fáctica de mis intenciones (a veces muy expresivas).

Años después, diez años después, cambié de estrategia y esta vez obtuve una respuesta: no. Ya no era el cándido y regordete niño de anteojos gruesos que iba al colegio, era el ávido lector de García Márquez que creía que un destino «florentinoaricístico» le correspondía, era un escapista de la Facultad de Derecho de San Parcos (y de una novia jurídica, ruin, hipócrita y convenida) y era un turista en ciudad ajena, en hotelucho con baño compartido. La busqué, esperanzado en que los capítulos más tiernos de nuestra relación, al menos en algún nivel onírico, estuvieran todavía presentes en ella. Claro está que me equivoqué.

Tres años después, ella volvió a mí. Salimos. Conversamos, ya como amigos, yo no quería ni podía aspirar a más. Me animé a preguntar, a riesgo de parecer un psicópata obsesionado con ella: ¿Recuerdas cómo jugábamos en el Inicial? ¿Nuestro paseo de manos tomadas de algún extraviado mes de 1989? ¿Me extrañaste durante el segundo grado en escuelas separadas? ¿Por qué saliste disparada en tu bicicleta seis años después? Para no asustarla, omití estas dos últimas preguntas. Con la respuesta a las dos primeras me bastó.

-¿Ah sí? Yo no recuerdo nada, amigo.

Ahí comprendí cómo era el asunto. Dejé de masajearle el cuello (pues le dolía), me levanté del sofá y me fui. Caminé hasta mi casa. Pensando en lo tarado que fui al creer que esos detalles tan nítidamente esculpidos en mi mente podían ser marmóreos en conciencias ajenas. Fue mi culpa. Querer mucho a veces es antihigiénico.

Sé que volvió a romper corazones después. Y en parte, eso también fue mi culpa.

La canción que elijo tiene un porqué que me guardo.

jueves, 22 de julio de 2010

domingo, 18 de julio de 2010

Perú en 1936 y el puto pulpo Paul corrupto, o mejor dicho «corputo», en palabras de Eduardo Galeano


Foto: blog ArkivPeru

En el Perú es muy frecuente (irritantemente frecuente)
citar las hazañas de la selección peruana de la década de 1970. El Perú que ganó un premio a la elegancia en el mundial de México '70, el gol de Téofilo Cubillas a Escocia (sus goles fueron el 999 y el 1001 de los mundiales, más piña) y la eliminación de Uruguay en nuestras manos en 1981, cuando en el glorioso Centenario vencimos a la celeste y clasificamos al mundial de España '82. Pero muy pocas veces se refiere o se trae a la memoria aquel partido jugado contra Austria por la blanquirroja en Berlín 1936. En la selección donde, entre otros, Alejandro «Manguera» Villanueva, Teodoro «Lolo» Fernández, Juan «Mago» Valdivieso y Adelfo «Bólido» Magallanes le ganaron al equipo austriaco por 4 goles contra 2.

De todas las historias futbolísticas, esta debería ser la más legendaria (sin quitarle el mérito a la selección que llegó hasta las semifinales), pero resulta ser la más controversial, por los hechos que acompañaron a la victoria peruana.

En realidad, la versión depende del lado del Atlántico del que se cuenta la historia. Por muchos años aquí se sostuvo que Adolf Hitler no permitiría jamás que la raza aria sea derrotada por un puñado de negros e indios, como seguramente él nos veía, así que, luego de presionar a las autoridades competentes, estas decidieron anular el partido (en el que se dice que incluso a Perú le habían anulado tres goles). Las versiones aquí se disparan para todos lados. Se habla de que hubo hinchas peruanos que saltaron a la cancha a agredir a los jugadores europeos, ¡que eran como mil!, que tenían fierros y armas punzocortantes, que había poco resguardo policial, que hubo un penal atajado por el Mago, que a Perú le anularon tres goles para «ahorrarle disgustos al Führer», y que luego, bajo cualquier tonta excusa (como la de que la cancha no tenía «medidas oficiales»), anularon el partido.

La versión europea incide en el tema de la agresión a los jugadores , la que causó que Perú se aprovechara de esa situación y metiera dos goles, para ganar finalmente 4 a 2, y que por eso se pidió que el partido se repitiera a puerta cerrada. Cosa que indignó al Gobierno peruano, el que mandó volver a toda la delegación olímpica.

En resumen, aquí volvieron como héroes (y en verdad, ya por el hecho de llegar hasta donde llegaron lo eran); en el otro lado del charco, huimos como cobardes.

¿Cuál es la verdad? Eduardo Galeano, escritor uruguayo maneja la versión «peruana» del tema, y así lo cuenta en esta entrevista dada a la televisión de su país.

Mientras que el periodista Luis Carlos Arias Schreiber se inclina por aceptar la versión europea, la que está «debidamente documentada». Documentos oficiales, claro, del Comité Olímpico, de los que se desprende que Hitler no tuvo nada que ver en la decisión final de repetir el partido.

La nota completa de La República aquí:

Controversia | Berlín 36. Un mito derrumbado



¿Cuál de estas dos historias habría que creer? La controversia sigue abierta hasta el día de hoy. El artículo de Arias Schreiber es del 2008 y fue publicado en el libro Ese gol existe, del Fondo Editorial de la PUCP. Galeano vuelve a contar esta historia en el 2010. Aunque el libro en el que la escribió (Espejos, casi una historia universal) es de hace unos años.

Husmeando un poco en la web, encontré muchos blogs que en su oportunidad dieron su opinión al respecto, pues el asunto despertó muchas voces encontradas. Voces que quizá recuperen actualidad con estos recientes comentarios de Galeano en la televisión y además con la nota de El Comercio del día de ayer:

Las venas abiertas de Berlín 36



En fin: un pasaje más del fútbol peruano relativizado, lavado de su gloria o de su validez en las páginas de la historia. Como si no hubiera sido suficiente mérito y no tuviera nada de gesta heroica haber plantado cara en un Berlín de una Alemania que repudiaba todo lo que no era ario. A mí me resulta poco creíble que mil peruanos estuvieran, mismo Misterio y su mancha, en el Berlín ocupado por el régimen nacionalsocialista armados como hooligans y que las SS, bien gracias, chapando y torteándose entre ellos.

Aquí la entrevista completa:

En la primera parte, Galeano habla de la selección uruguaya del mundial del 2010, de la mano de Suárez y del «Loco» Abreu.



En esta segunda parte, habla de la historia de Berlín 1936. Fíjense desde el 1:00 hasta 3:00, dura exactamente dos minutos. Luego habla de este «pólipo» miserable llamado Paul, el puto pulpo ese, y lo califica de «corrupto». Grande, Galeano.



Y en esta tercera parte habla de Obdulio Varela, su reacción luego de su gran hazaña del «Maracanazo».


miércoles, 14 de julio de 2010

Geburtstag

Por esos duendes.
Por los paseos luego del Goethe.
Por traer el sol en plena noche.

Por los gritos amortiguados en un beso.
Por la furia que dejaste que diluyera en la sangre.
Por no pedir nada.
Por darlo todo.

Por el da Vinci, salvo que sea lunes.
Por seguir dando luz en un puto depósito de libros.
Por intentarlo, aunque yo siga sin creerlo.

Por Tropic Thunder.
Por The Hangover.
Por Up!
Por la resaca antes de Hotel para perros.
Por encontrar ese espacio entre mi brazo y mi pecho.

Por haber corrido cien metros planos.
Por haberme querido.
Por toto.
Feliz cumpleaños.

martes, 13 de julio de 2010

El origen del pulpo Paul

El mundial de Sudáfrica 2010 se ha caracterizado no solo por la caída de los favoritos Argentina, Francia, Italia, etcétera, la falta de brillo de las estrellitas Messi, CR7, Drogba, Eto'o, no solo por la pechugona y calata con nombre de heladería, apellido de futbolista atorrante y nacionalidad enarbolante, sino también por la aparición en escena de un oráculo proveniente del reion Animalia, un artrópodo, un molusco cefalópodo dibranquial, i. e. un puto pulpo que responde al nombre de Paul.

¿Pero cuál es el origen de este animal? Su mamá, claro, es obvio, un huevo de su mamá, pero me refería a cómo así pudo escalar tanto y colarse entre los titulares de todo el mundo durante este mes de fiebre futbolera.

Todo empezó cuando el pulpo Manotas, un antiguo agente de la CIA se rebeló durante la era del Macartismo. Harto de perseguir comunistas, sintió que él también era de tendencia izquierdista, lo que es difícil de creer ya que, al tener ocho brazos y simetría radial, es imposible adivinarle el dichoso lado izquierdo. Luego de renunciar a la CIA, pasó por agencias como el Mosad y la Stasi, para luego decidir fundar su propia agencia de contraespionaje, ligada sentimentalmente a la RDA o DDR (República Democrática Alemana o Deutsche Demokratische Republik).

Uno de los primeros encargos que tuvo en su nueva agencia era arreglar los resultados de los mundiales, pero no contaba con un agente con la suficiente habilidad de llegar al corazón del pueblo. Así pasaron los años y esta tarea inconclusa fue como una piedra en el zapato, en sus ocho zapatos, aunque en verdad, no usaba zapatos.

Hasta que cansado de buscar se dedicó a ver televisión y huevear en el You Tube todo el tiempo. Es aquí cuando viendo un video de la canción «Sing», de grupo escocés Travis descubrió la forma perfecta de poder hipnotizar a todo el planeta y arrastrarlo a sus designios, apoderarse de su atención por un mes cada cuatro años y hacer perder mucho dinero a mucha gente.

Su nombre: pulpo Paul, que por entonces era un yonqui arrpentido que trabajaba como extra en diversos programas televisivos culinarios. Sin embargo, Paul lanzó a la fama con el video que presentamos a continuación. Observen atentamente a partir del 2:30 minutos:



Es así como Paul fue llamado a servir en la agencia de contraespionaje pulpesco y se ganó la confianza del inocente personal de un acuario en Berlín.

¿Qué pasará con el pulpo ahora que sus verdades empiezan a salir a la luz?

jueves, 8 de julio de 2010

El necesario oxígeno de todos los días

Hace unos días hice un viaje a Paramonga. El cual fue necesario en muchos sentidos. El más importante de todos: recordar, tratar de encontrar eso que en mi vida se ha perdido, eso que ya no tengo más y que aún puedo encontrar en los ojos de los que me conocieron hace más de quince años.

Haber visto de nuevo a Diana y a Manuel, gran dúo de amigos y maestros me ha llenado los tanques de oxígeno para volver a esta triste ciudad y poder mirarla con otros ojos. Aunque hace unos días un taxista y un más aún imprudente pasajero me hayan hecho chocar con la bicicleta, siento que eso no me detendrá.



No hay que detenerse ni para respirar.


miércoles, 7 de julio de 2010

Miércoles



En el tercer disco de Rarezas y lados B de The Cure, relativo al periodo 1992-1996, encuentro la canción "Ocean". Una triste melodíade tres minutos y medio que me viene bien para esta noche triste, gris, opaca.
La letra habla por sí sola:

But I still need to believe in you
I still need to know you'll never
never give up.

Necesito seguir creyendo en algo, y en eso me apoyaré, para poder soportar los dolores del pecho y las ausencias del alma.

El single original es del año 1996, en la placa también aparecen canciones como "The 13th" e "It used to be me".

El hecho de que me detenga en esta canción obedece, era de esperarse, a que este invierno me tiene un poco bajoneado y encerrado en casa, revisando cada uno de mis discos, leyendo y a veces volviendo a la vida en un papel o en el Word, siempre que el trabajo me lo permite. Me dejaré arrastrar por este marasmo de gris neblina. The Cure en estas épocas cae muy bien.

Chao.

sábado, 3 de julio de 2010

Julio... Jueves-Viernes.



Llegué a uno de esos momentos en los que uno siente que el jueves es tan parecido al domingo como a cualquier otro día de la semana. Necesitaba un revitalizador y cerca de la medianoche el reproductor MP3 me lanzó la solución: "Friday. I'm in love", de The Cure

Así que volví al trabajo. Había dormido gran parte de la tarde. Por cierto: trabajo de corrector freelancer, en mi casa, en mi escritorio, con mis propias reglas. El negocio está en trance de crecer. Lo cual me recuerda que hace dos semanas no duermo de madrugada. Me he vuelto un animal nocturno.

Bien. Hice un alto en mi labor y me di con una desagradable sorpresa: cuatro libros atorados desde hace unos tres días: Febvre/Martin, Montesquieu, Basadre y Gutiérrez.

Anoche recibí mi priemra lección de italiano de Jovanotti. Ahora ya sé decir "Eh, mamá, mira cómo me divierto."

El resto de cosas que me pasaron se las dejo al diario. Aunque es probable que traiga novedades en unos días.