miércoles, 2 de junio de 2010

Pastoral americana: ¿Y qué tiene de malo la vidad de los Levov?


Si esta pregunta pudiera ser reformulada sería: ¿Y qué tiene de malo querer ser feliz?, o más bien ¿acaso tiene algo de malo querer ser como los demás? ¿Ir a la misma escuela que los demás? ¿Jugar las mismas cosas que los demás? ¿Ser admitido y admirado como un igual, pese a estar renunciando a una tradición milenaria y mezclarse con los demás gentiles para conseguir la aprobación de la sociedad, siempre expectante? Algo por el estilo debió preguntarse Seymour el “Sueco” Levov, antes y, sobre todo, después de que su hija Mery pusiera una bomba en una humilde oficina de correos de Newark, NJ.

¿Qué pasó con los tiempos en que los chicos judíos solo se dedicaban a estudiar?, se pregunta a su vez Lou Levov, próspero fabricante de guantes de pieles, el abuelo de Mery, el conservador padre del Sueco y de Jerry Levov, compañero de estudios de Nathan Zuckerman (álter ego de Philip Roth), narrador de la primera parte de la novela ganadora del premio Pulitzer Pastoral americana (1997), la que nos lleva a la reciente historia de los Estados Unidos y los convulsionados años de la guerra de Vietnam y la caída de Richard Nixon.

Pero la historia empieza con un emocionado Nathan Zuckerman narrándonos su juventud en los años del instituto de Weequahic de Newark, en donde él sostiene una amistad con Jerry, el menor de los Levov, una familia judía, y conoce a Seymour Irving Levov, apodado el “Sueco”, el gran deportista. Jerry se nos presenta como un personaje huraño, antisocial, siempre envidioso de la suerte de su hermano Seymour, por lo que está resentido con él, por sus constantes hazañas deportivas, la que le valieron una creciente fama en el estado de Nueva Jersey.

Estando ya adultos, el Sueco encuentra a Nathan Zuckerman en un estadio, en un partido de fútbol americano. Para este, encontrar a su ídolo de juventud fue un gran acontecimiento. Diez años después, el Sueco cita a Zuckerman —quien es escritor—, para que este le ayude a escribir una necrológica sobre su padre Lou, muerto hace un tiempo. El encuentro, para Nathan, no solo resulta decepcionante y aburrido (por la conversación simplona del Sueco, quien se limitó a enumerar los logros de sus hijos en segundas nupcias), sino también extraño, pues en el fondo Zuckerman sospechaba que el Sueco trató de decir algo que al final no pudo. Meses después de esta conversación, Nathan se encuentra con Jerry, quien es ahora un cirujano plástico divorciado muchas veces, el que le cuenta que Seymour había muerto de cáncer días atrás.

Esta serie de sucesos es la introducción que nos prepara a enterrarnos, como un escalpelo, en el corazón mismo de una familia típicamente estadounidense y desmenuzar uno a uno todos los mitos del sueño americano.

Vemos no solo cómo el exaltado patriotismo de la época eclosiona en los constantes y violentos disturbios de las décadas de 1960 y 1970, sino también cómo estos erosionan la unión aparentemente feliz de una familia, la que ya venía carcomida por muchas otras cosas, frustraciones y rencores que desembocan en los actos terroristas de Mery, hija de Seymour (judío) y Mary Dawn Dwyer (gentil católica y primera esposa del Sueco).

La inicial rebelión de la hija contra la política de su país respecto a la guerra de Vietnam va mutando desde una disconformidad demostrada en las constantes peleas entre ella y sus padres y abuelo hasta largos periodos de ausencia de casa en extrañas compañías que Mery nunca presenta a su familia. ¿Qué aleja tanto a Mery de ellos? Además del odio hacia su madre (ex reina de belleza, finalista de Miss América), la eterna pasividad de su padre, enrostrada luego por el propio Jerry, quien, aprovechando la vulnerabilidad del Sueco luego del atentado por el que la policía empezó perseguir a Mery y por el que ella se hizo una fugitiva, le encara todo en uno de los clímax más altos de la novela: el Sueco nunca hizo nada aparte de lo que esperaban de él, siempre hacía “lo correcto”, siempre fue lo que los otros quería que fuera. Nunca fue él mismo.

Yo no había leído nada de Philip Roth, antes de esta novela, pero creo que empezar con este texto basilar de su narrativa ha sido un saludable comienzo. Creo que uno de los mayores logros del texto descansa en “lo vivencial” de sus líneas, como si él narrara las cosas desde dentro de la casa de los Levov, como él los conociera de toda la vida, o hubiera sido parte de ellos. Abundan los detalles que ambientan muy bien el tiempo en el que se nos narra la novela (un periodo aproximado de cincuenta años, sin contar el tiempo de la llegada de los primeros Levov a Estados Unidos; aquí la asociación con El Padrino, de Mario Puzo, es para mí inevitable) en el que se nos detalla la evolución de los personajes en paralelo a los acontecimientos que marcaron a las generaciones que comprende este periodo.

Asistimos, en resumen, al desencantamiento del Sueco Levov, a la demolición de su vida “típicamente americana”, que le fue prometida en su juventud. Decepciones, traiciones, infidelidades: penas acumuladas en su convencional espíritu. Demasiado para una persona acostumbrada a lo permitido, a lo estándar, a lo socialmente aceptado.


¿Qué sino impotencia pudo sentir Seymour en la cena del Día de Acción de Gracias (el día de la “pastoral americana”, en donde judíos y gentiles se reúnen en una mesa en una celebración que no responde a ningún credo, el único día del año en que todos hacen una tregua), rodeado de su mujer, falsos amigos y con el fantasma de una hija ausente (una terrorista jainita buscada por un crimen confeso)? Quizá la certeza de saber que no tenía respuesta a la pregunta de qué tenía de malo su vida.

Todos vuelven

He dejado la vieja casa de Pando y he vuelto a vivir con mis padres. Mi hermana Adriana vivía aquí con ellos, pero ella ahora está en Italia. Me he mudado a su cuarto y la primera predicción es que mi alergia al polvillo de los libros y a la humedad será mi gran azote “en esta habitación” (homenaje a Libido), sin contar que es tan pequeña que no sé dónde pondré el resto de libro que no he podido acomodar en mis improvisados estantes. Se me ha prohibido fumar, lo que ya es un problema, y tengo que ingeniármelas para sortear el escritorio y no tropezar con mi lamparita que ahora la puedo mover entre su posición en la ventana y mi silla de abuelito y la nueva mesita de noche que tengo.

Estoy feliz.

Mis papás son personas mayores, así que la mayoría del tiempo, ellos gritan para comunicarse. Hace mucho tiempo yo tenía ese problema y no me daba cuenta. Claro, yo no soy una persona mayor. Cuando tuve que compartir habitación (espacio vital) en la Argentina me hicieron advertir este hecho, y aprendí a controlarlo. Llevo más de dos años de silencio, de hablar conmigo mismo, de no cerrar la puerta del baño, por el simple hecho de que mi baño no tenía puerta, de convivir con mis ideas, mis demonios, mi desidia sin compartir sino con las esporádicas visitas que tenía. Convivir con gente que quiero se ha convertido en un nuevo reto.

Veremos lo que pasa...