domingo, 13 de mayo de 2007

Ay, mamá

Y aquí estamos otra vez, mamá, sentados uno delante del otro, tú con tu rosario en la mano y yo negociando contigo leerte una página más de El general en su laberinto, y no sé quién es el que va a ceder primero: si tú, escuchando cómo te narro la agonía de Bolívar o yo, rezando el tercer misterio doloroso.


Será mejor que ahora haga un pacto de no agresión contigo, mamá. Mira, hay tantas cosas que debería decirte, pero por esta natural cobardía mía no las digo, por esta injustificada lejanía de esos (según tú, degenerativos) años en la facultad que me han hecho ateo, comunista, soberbio, pecador y, de seguro, portador de alguna enfermedad venérea. No me enorgullece que creas esas cosas de mí, pero son cosas muy graciosas. Quizás tú sí las creíste, y muy en serio (sobre todo por los preservativos en el cuarto o aquellas semillitas de dudosa procedencia), pero aún así, en tu casa jamás me faltó un plato de comida caliente, una (obligada) taza de leche, una almohada mullida que haga descansar mi desordenada cabeza o una bendición que le dé paz a mi alma desertora.


Sabes, el primer recuerdo que tengo de ti se remonta a hace 21 años. Es uno de los recuerdos más antiguos que tengo. Papá y tú dormían, conmigo en medio, en la noche del 5 de agosto de 1986, previa a mi cumpleaños de 4 años, cuando tocaron la puerta de la calle y entraron dos primas a dejar los arreglos para la fiesta del día siguiente, en la que todas mis primas, mi primo y mis amigos estarían allí para el muy tradicional lonche cumpleañero, tradición de la que pueden dar cuenta los tres hijos tuyos que me anteceden. Ese día lo pasé entero contigo, que ya es decir bastante porque, como tú trabajabas, la mayoría de las veces la pasaba solo en casa, así que el solo hecho de tenerte todo el día era ya un motivo de celebración.


O aquella vez, ocho años después, cuando me dio la “fiebre del mundial”, cuando cada gol de Rumania subía un 0.1º C la temperatura de mi fiebre y que, gracias a la goleada a Colombia, llegó a 40.3º C, me cuidaste ya con todo el tiempo disponible que te dejaba la jubilación. El tenerte todo el día en casa sabiendo que estabas pendiente de mí y de lo que hacía. Quizás ese fue el problema, mamá. La adolescencia suele ser un trance terrible para el que cree que es el ser más infeliz del mundo. Qué desvelos, mamá. No los merecías, pero no me vayas a decir que yo no tenía derecho a celebrar mi acelerada adolescencia.


Lo siento, mamá. Creo que toda mi vida he sido demasiado injusto. Porque ahora es inevitable mirar hacia atrás y darme cuenta de que cumples 67 y yo 25, que tanto tiempo ha pasado, y para ti sigo siendo el mismo niño paramonguino de rodillas y nariz sangrantes. Y de que has hecho tanto y tanto por mí, muchas veces sin siquiera merecerlas, y yo solo te he traído desvelos, y mejor no mencionar los años en la universidad que me hicieron ateo, comunista, escritor, borracho, drogadicto, promiscuo y seguro portador de alguna enfermedad venérea, te he traído desilusiones, como la de echar todo eso por la borda e irme con una brújula averiada a desarraigarme por ahí, lágrimas muy muy negras y dolores de cabeza… ¿y que el niño quería ser escritor? Por suerte (mía, y de nadie más) no has leído el Bendición de Baudelaire, y no te puedes agarrar esa flor (del mal). Aunque ni falta hace. Ya leíste las biografías de algunos escritores y ya tienes razones suficientes para preocuparte por esta tu ovejita negra.



No importa, mamá. Hoy tendré que hacer algo por ti. Algo que sé no me vas a creer del todo, pero que en verdad lo hago con la esperanza de compensar en algo la desnivelada balanza que siempre pesará muy muy a tu favor y tan tan en contra mía por nunca haber sido el hijo que esperabas.

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