domingo, 6 de febrero de 2022

Amaranto en el Valhalla


En otras latitudes distintas a la nuestra, la kiwicha recibe el nombre de «amaranto» (Amaranthus caudatus), palabra que proviene del griego y que significa ‘siempreviva’ y que en ciertas culturas está relacionada a un concepto mágico de inmortalidad, debido quizá a la gran resistencia que tienen sus semillas a situaciones adversas.

Nada de esto pasó por mi mente cuando le propuse a Malena ponerle ese nombre a Amaranto porque, de hecho, ese no era su nombre original, sino Amaranta. Y esto se explica por el hecho de que, cuando me lo dieron, me dijeron que era una bonita coneja enana. Algunos de mis amigos creyeron que era en honor a una conocida actriz porno. Pero a Male y a mí nos encanta Cien años de soledad, así que la decisión del nombre no fue tan difícil. Y con esa inflexión pasaron los cuatro primeros meses de vida de Amaranta.

Hasta que un día ella me llamó asustada por un extraño bulto que le había salido a la coneja. De emergencia sacamos a un veterinario del Callao de su apacible parrillada familiar para que nos dijera, con toda solemnidad, que ese bulto que le había salido era un testículo, y que de hecho ya le tendría que estar bajando el otro en breve. Atónitos ante tal revelación solo se nos ocurrió cambiar la a por la o y solucionamos el asunto.

Ya con esta nueva identidad, pocos meses después, Amaranto empezó a mostrar signos de una enfermedad potencialmente mortal en su maxilar inferior: el hueso se le estaba licuando y se estaba transformando en materia infectada con olor a queso. Visitamos muchos veterinarios, entre charlatanes y fatalistas, que no sabían lo que le pasaba con certeza. La carita de Amaranto se había empezado a hinchar a causa del absceso, que días después reventó sin que hubiera aún un diagnóstico claro. Por el contrario, nos hablaban de extirparle todos los incisivos (por la mala oclusión de la que ya sufría) para que ya no crecieran sin control, pero incluso eso no era garantía de nada porque podría morirse en la operación de extracción. Quien lo dijo era un doctor considerado autoridad en temas dentales de animales exóticos y salvajes. Desde aquí te digo: Namasté, hijo de puta.

No recuerdo cómo llegamos a conocer al doctor Eduardo Garay, de Valevet, quien luego de una serie de placas y pruebas nos dio el diagnóstico: osteomielitis. Había que retirar los abscesos con urgencia y retirar además todo el material infectado de la mandíbula de Amaranto. Perdería varias piezas dentales en el proceso. Su boquita y su alimentación no volverían a ser las mismas.

El doctor Garay hizo la intervención. Nosotros estábamos a la expectativa. Años después el mismo doctor Garay me confesó que él tenía muy pocas, no iba a ser sencillo que Amaranto tuviera una vida normal después de la operación.

Pero ese conejo no se llamaba Amaranto por nada. La kiwicha, que lleva el mismo nombre, es un grano muy resistente, que puede vivir mucho tiempo en las peores condiciones y salir airoso. Es un grano que vence a la adversidad. Amaranto no iba a ser menos.

Fueron muchos meses en los que estuvimos atentos a él mientras se recuperaba. Pensamos que sería conveniente conseguirle un compañero para ayudar en su recuperación, y de esa manera llegó Logan a nuestras vidas. Era la cara opuesta a Amaranto. Amaranto era como un perrito faldero; Logan, un gato ermitaño. Ambos congeniaron de inmediato.

Así hasta el día en que escribo estas líneas transcurrieron cuatro años y once meses en los que Amaranto nos trajo mucha felicidad, la cual ha sido tanta que los días sombríos con él son más opacos e irrelevantes. Sin embargo, su partida prematura nos está doliendo: es una brasa que marca el pecho de los que quedamos. Logan lo buscó toda la noche, la primera, luego ya no lo buscó más y se echó con los ojos cerrados. De vez en cuando se levanta para comer.

Yo ahora solo puedo pensar en la fortaleza que tuvo Amaranto para aguantar hasta dos operaciones por abscesos en la mandíbula y un doloroso (de ver) corte de incisivos mensual necesario para que no se convirtiera en una pequeña morsa.

Gracias especiales debo dar al doctor Garay por permitirnos disfrutar de la compañía de Amaranto por cinco años más, cuando nadie le daba esperanzas. Él sabe (o intuye) lo que Amaranto significó para nosotros. Gracias por la buena atención y por la paciencia con que nos soportó todos estos años. Me asumo como el millenial intenso que soy.

Me imagino a Amaranto leyendo estas líneas y dejando su opinión bien sustentada en la forma de tres bolitas de caca. «Sensiblería humana», quizá hubiera pensado. Y con razón: vio más veces al médico que yo en cuarenta años de desmadres. La lección que saco de su vida la guardo para mí, pero quería compartir mi dolor, el cual intento mitigar imaginando a Amaranto muy feliz comiendo todos los plátanos que se le antojen en el Valhalla.

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