viernes, 19 de febrero de 2010

¿Es que acaso todavía alguien lee a Henry Miller?


El hecho de que vuelva a leer a Henry Miller en esta época de mi vida no es una mera coincidencia. Creo que esta es una de las pocas lecturas que funcionan como un potente catalizador en mi casi autista insistencia en la vocación literaria. Trópico de Cáncer no puede ser de ninguna manera un placebo que haga más digerible las verdades de la vida, o nos lleve calmadamente por algún razonamiento maduro que nos haga concluir algo sesudo y trascendental. Esa novela nos sumerge en la cruda verdad y nos la hace pasar con aceite de ricino, para que siempre te acuerdes de que leíste esa novela. Las úlceras que me ha causado la lavativa de Miller no tienen cura, y tampoco me interesa que la tengan. Es la enfermedad y la muerte, la medicina y la vida, la salvación y la condena.

Cogí la novela de mi estante porque la vida como corrector de pruebas me estaba jugando una mala pasada: se me estaba presentando como el único camino posible, y como la “resignación” más que el “desafío” de vivir. Sentía que me había limado por completo uñas y dientes, y no era más que un cachorro desdentado humedeciendo, como el más ceporro de los hombres, algún hueso de hule. La tentación de la vida normal asoma, pero Henry Miller dice:


La tierra no es una meseta árida de salud y comodidad, sino una gran hembra
tumbada con torso de terciopelo que se hincha y se eleva con las olas del
océano; se retuerce bajo una diadema de sudor y angustia.

Aún no estoy muy seguro de lo que eso signifique. Solo pude —la primera vez que leí estas líneas— estarlo de que nos presenta a la vida (la tierra) no como el yermo en el que si nos portamos bien podremos considerarnos buenos ciudadanos, sino como el gran escenario en el que tenemos que consumir hasta la última gota de talento para arañar al menos un poco el pagano fulgor que aún llevamos dentro de nosotros. Demiurgos y deicidas en estampida.


Amor y odio, desesperación, piedad, rabia, hastío […] ¿Qué es esta paja que
masticamos en nuestro sueño, sino la reminiscencia de espirales de colmillos y
de constelaciones de estrellas?

El impulso dionisiaco de la vida. No queda sino echar todo a la lumbre y que arda y arda hasta que las llamas empiecen de danzar henchidas de éxtasis y lujuria. Lujuria por la vida, pasión por sentir que cada día puede ser el último. Un grito que un loco lanza desde algún cerro de inmundicia, de esos que aquí en Lima abundan en la periferia. Como ven, si uno no puede sentir eso luego de leer un texto como el de Miller, muy difícilmente puede que tenga huesos y nervios debajo de esa piel gastada y cetrina. Sería más bien un cadáver que espera el bus.

Bueno, tengo que conseguir otros textos de Henry para comprobar si fue consecuente o no con esta forma onanista de sortear la vida. Además de comprobar la genialidad de su indisciplina, pues Trópico de Cáncer está marcado por lo episódico e inconexo. Un gran recopilatorio de anécdotas que posiblemente contengan un río que avanza lento y potente debajo de ellas, las que finalmente parecen desembocar casi al final, en esa parte que (muy brevemente) he citado.

Terminé con Miller, otra vez, y fue un placer, otra vez. No quiero enfermarme con él. La ficción es de estadounidenses en el París antes de Hiroshima; yo soy un peruano luego del 11-S. Hay mucha distancia, pero aprovecharé lo más que pueda esos pequeños placeres que solo un buen libro (como ese) puede ofrecer.

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