martes, 24 de agosto de 2010

Abriendo los ojos a media mañana



La leía, pero tenía que concentrarme en otros detalles, como este libro que escribo por encargo. La luz naranja parpadeante no era lo único que me distraía, era también el chirriante sonido del micrófono del ropavejero que de seguro lo ha robado de algún teléfono público.

Me cuenta que es la mujer más feliz del mundo, que él estuvo aquí por casi tres semanas y ya voló de regreso a Europa, que han viajado, que han reído y paseado de la mano, chapando por aquí y por allá como dos adolescentes, como yo nunca pude imaginarme con ella porque supongo que el pedestal en el que la he colocado todo este tiempo me ha impedido imaginarme algo más con ella, algo más que tomarla de la mano por breves instantes un Viernes Santo, día en el que quizá dejé pasar la última oportunidad de ser feliz a su lado.

Y me he vuelto a preguntar… qué tantas otras veces me he venido frustrando y saboteándome a mí mismo por esta falta de confianza que me corroe. Lo pienso desde esta computadora, vieja, pero que me cumple aún fielmente, mientras ella de seguro está en algún punto de la ciudad con una taza de Ecco en la mano, leyendo El Comercio por la web, lo más probable en la sala de su casa y en su laptop viajera.

Si la amé alguna vez, no lo sé, pero cómo me hubiese gustado hacerlo, ofrecerle algo más que un trunco proyecto de novela que ella no sabe que existe (menos mal) y que me nació el día en que ella dijo que yo debía escribirle un poema, un poema que no sea como los demás, de esos que un chico tonto escribe cursimente a una chica impresionable. Y ahí descansa esa novela abortada, tímidamente mencionada en un post, dándome vuelta en la cabeza junto a su nombre, que desde que me lo sé no he podido desarraigarlo de un pasado que no es pasado, de una vida que no fue más que una posibilidad de promesa, porque así de gaseosas eran las cosas con ella. Porque la sensación de regresar a los cinco años cuando la veo no me ha dejado, porque cuando me habla tengo que recordarme que no debo mirarla con tanto detenimiento, ni los ojos detrás de sus gruesas gafas gastadas, ni sus labios de los que solo he tenido una pequeña muestra de afecto cada vez que me despedía de ella.

Así son las cosas, me digo, luego de darle otra vez clic en la pantalla a la lucecita naranja, luego de escribir una vez más un mecánico jajajaja, de letras danzantes. Luego de decirle que qué chévere, que qué bacán, que me alegro mucho por ti. Cosas que por supuesto son honestas, dichas tristemente de corazón pero ciertas, porque recuerdo también inevitablemente a personas que quisieron amarme o pude amar y alejé de mi vida. Errores que solo aumentan esta grieta en el pecho, errores que supongo que pesarán más con los años.

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