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domingo, 8 de julio de 2007

Lector saliendo del coma

El que no haya llevado trabajo a la casa que tire la primera piedra, pero estaba yo sentado en mi silla de madera, terminando de revisar algo de la chamba hasta que -no sé por qué- repetí su nombre, tan natural, tan suelto de huesos como un "Octavia de Cádiz".

"Está pasando otra vez". Miré la novela que un gran amigo me prestó y, desde el fondo de sus páginas, un último vía crucis rectal me esperaba, desde España, con mucho dolor y Anafrinil, sin monjita salvadora y con un aeropuerto parisino en el jardín de un frenopático barcelonés, con menos años y centímetros, sentado, en un sillón Voltaire. No, no un sillón Voltarie, sino en mi cama, en mi cuarto, en Lima, y ahí repetí una vez más un nombre octaviadecadicesco.

Otra vez. Otra vez estaba dejando injustamente de lado a la lectura con la mezquina excusa del trabajo. No pues, no podía ser. Era hora de agarrar el libro y terminar con las últimas 60 páginas que quedaban pendientes y lo hice. Nome importó cerrar el libro e irme de inmediato a duchar porque ya era hora de ir a trabajar. Tenía que terminarla. Ya la tenía pendiente desde abril. ¡Desde abril! Y la terminé, sentado en mi silla Comodoy.

Confieso que llegué a los 24 años sin haber leído esa novela. Sin conocer al más emblemático personaje de Bryce y sin saber de su paso por el París de Mayo del 68. Y ahora, a los casi 25, tengo que decir que es una novela a la que le debo la vida. Sí, no es una exageración. Además de deberle una enorme lección de capacidad de reírse de uno mismo (gran talento que Bryce explota muy bien), a esta novela le debo la sonrisa en difíciles noches fuera del país. Cuando, a la mesa, L6 leía un fragmento, elegido al azar, y reíamos luego con Martín, o nos reíamos de él, de Inés, del Último Dandy, de Mocasines, de Lagrimón, del colombiano que parecía japonés, y de tantos otros personajes que, episodio tras episodio, ciudad tras ciudad, iban completando el collage de esta novela.

A pesar de que, a veces, la novela se me hacía difícil la lectura, creo que la principal razón por la que demoré tanto en terminarla ha sido mi propia dejadez. Jalón de orejas para mí pues. Lo bueno es que el lector que estaba en coma en mí todavía tiene una posibilidad de sobrevivir. Y seguirá vivo, con o sin silla Comodoy, con o sin efecto "Henry Miller", con o sin París de Hemingway, y aunque Sarkozy piense lo contrario.

domingo, 20 de mayo de 2007

Lector en coma

Suelo -aunque quizás sea más honesto decir solía- llevar un diario. Y, claro, como en todo diario, en él volqué todas esas cosas que son tan difíciles de decir, inclusive a la gente que se quiere. ¿Para qué más podía servir el dichoso cuadernito? Que no es azul, como el de Martín Romaña, que no fue escrito en un sillón Voltaire, tampoco en París, ni en él hablo de Octavia de Cádiz. Fue escrito en la SUNARP, en mi silla de madera, en la ciudad de Tacna, en un hotel de La Paz, en una espera larguísima en La Quiaca, en Córdoba y en Mendoza, y otra vez en mi silla de madera.

A mi retorno de Argentina, sentado delante de la incertidumbre y del diario con una página en blanco desafiándome. Razones de sobra tenía para escribir. Y así lo hice todos esos días en los que alegremente me pude dedicar a eso que tanto me gusta y no quiero dejar de hacer (no, huevear no, sino leer y escribir). Sin embargo, ahora estoy en el trabajo, y al diario no lo he vuelto a ver, si no hasta hace poco y c on una ligera película de polvo cubriéndolo. Me sentí muy mal de verlo así. Recorrí sus páginas. Leí el cuaderno verde y aquel otro azul que terminé de llenar hace unos meses. De sus páginas, claro está, aún recuerdo muy vivamente muchas cosas, pero, sobre todo, rescato esas notas de cuando leía esos libros que me apasionaron tanto leer, como Sobre héroes y tumbas y, últimamente, El beso de la mujer araña y Estrella distante.

Trato, mediante este modesto blog, de seguir ejerciendo este hábito de escribir, así que por ese lado, aún persisto en esta lucha de aprendiz de escritor. Pero, revisando las últimas líneas en Argentina de ese mi diario "no-azul" y "no-escrito-en-un-sillón-Voltaire", veo que pongo muy feliz: "Empecé a leer 'La vida exagerada de Martín Romaña'". Han pasado dos meses y sigo leyendo la misma novela. ¿Acaso no me gusta leer? Se me ocurrió que tal vez algo de esa pasión, que parecía envolverme, ha perdido un poco la fuerza de su original impulso, si acaso me estoy abandonando en el trabajo y con esa excusa ya no leo ni escribo como antes porque "no tengo tiempo". Muchos lo hacen, dicen que el trabajo no les deja tiempo para leer, como si la lectura fuese algo de lo que se pudiese prescindir. Y ahí está lo preocupante: cúanto puede este ritmo de vida agobiante que la mayoría de nosotros tenemos matar al lector que busca siempre nutrirse. Pero eso es en los adultos y jóvenes que crecimos y nos formamos cuando la internet no estaba tan masificada como hoy. Ahora, a los niños les venden la "moderna" herramienta de la internet, pero casi nadie les menciona que solo es un complemento que debe acompañar a la lectura de libros, que no sean solamente para hacer tareas, sino también para disfrutrar todos los días. En la internet hay mucha información, y me parece que no podrían esas pobres criaturas procesar bien toda aquella información que aparece en la red. Además, no toda información es digna de ser leída pues no toda la información te sirve.

Es preocupante, porque esos niños, no crecerán como las generaciones anteriores a las que nos inculcaron el valor de un libro, de una buena lectura. No maten esos lectores, que luego, ya adultos, trabajaran y "no tendrán tiempo" para leer. Yo, por lo pronto, buscaré a Mocasines para molerlo a palos.