viernes, 24 de agosto de 2007

Desde la Rue Azángaro: El extraño sol de agosto

La previa

Para variar, aquel martes me acosté tarde, muy tarde. No en vano, sino porque tenía pendientes algunas cosas personales que tenía que resolver. Una de ella era seguir leyendo la novela de Daniel Alarcón. Y otra, como no podía ser de otra forma, mi tarea del alemán, que aún la tenía sin hacer. Nunca han sido suficientes cinco horas de sueño para mí. Incluso a veces menos si en el día hacía todo lo que pensaba hacer.

Así que, el miércoles para mí amaneció un poco más tarde de lo que debió. Problema número uno: el tráfico fatal a esa hora en mi paradero. Imposible soportarlo. A tomar taxi (otra vez). El centro de Lima andaba recargado de algo. Se sentía en el ambiente y no era broma. Se respiraba una extraña tensión que se reflejaba en cualquier rostro. Como si algo a mí me advirtiera que algo pasaría. No hice caso, estaba yo ocupado de mis muy personales tormentos.

El taxi (o yo) se distrajo y no me dejó donde debía. Sería muy ajetreado dar una vuelta a todo el destrozaso Paseo de los Héroes Navales. Bajé, requintando, ladrando como un perro antes de las nueve de la mañana. Sé que tengo un extraño humor casi siempre, pero a esa hora, ese estado de irritación era por demás inusual. Atribuí ese estado de alteración a mi estrés, a mi maldito estrés que me acompaña como cruz mordiéndome la nuca, desajustando mis omóplatos y jugando dominó con mis vértebras.

Subí al segundo piso, ahí donde quedaba Redacción. El via crucis empezaba. Oremos, hermanos.

Si pensé que había algo raro en el ambiente, las esporádicas bromas que con los buenos compañeros de trabajo nos dábamos, me hizo olvidar un poco del mal sabor que había tenido. El día pasó como uno más de esa martillante rutian que cualquier trabajador de oficina tiene, o sea, todo chévere. Sin embargo, llegado el mediodía, un inusual sol frío nos cubrió a todos. Un sol de los que se llama "serrano": solo brillo solar sin una pizca de tibieza. Extraño sol para ser invierno y para ser Lima. Pero es no me dio la sospecha de nada.

Poco a poco, como eso escapaba a lo usual de nuestra rutina, empezó a transtornar los humores y el temple de algunos en la oficina. Un compañero se puso tan nervioso que trastabilló de su silla y casi cayó en el suelo. Por suerte casi nadie vio. El sol avanzaba y a las dos de la tarde entraba más luz que la de todos los días. Afuera la gente estaba tranquila, pero cuando al señor que siempre nos proveía de agua se le cayó toda una caja de gaseosa al suelo, sabía que algo extraño estaba pasando.

Para muchos este tipo de intuición es simplemente una charlatanería, inclusive yo, cuando escuchaba este tipo de cosas, me mantenía al margen de eso. Todo eso que había pasado quizás solamente era producto de mi imaginación: la tensión de la gente, los signos externos de que algo raro iba a pasar, tal vez y simplemente yo estaba exagerando.

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