lunes, 27 de agosto de 2007

Desde la Rue Azángaro: Cuando no caen los edificios

Lo que vino después

Tengo la curiosa suerte de trabajar sin madres. A excepto de una, que en un ataque de nervios salió despedida a la calle para ir a ver a sus hijos. Me imaginé lo mucho que había estado sufriendo mientras la atajábamos y evitábamos que saliera despedida a la calle en pleno movimiento. Podría incluso hasta pasarle un carro encima y sus hijos ya no tendrían quién se preocupara por ellos. Sin embargo, se escapó y yo salí tras ella para evitar que se pegara un golpe en las tinieblas que habían en el primer piso del edificio.

Afuera, hacía mucho que el borracho malagüero se había ido. La gente, en pánico estaba en medio de la calle e impedía el tránsito libre de los carros que por ahí querían cruzar. Algunas librerías sufrieron los desplomamientos de sus estantes y estaban limpiando y recogiendo los libros. Mucha gente tenía el miedo dibujado en el rostro. Volví a subir por mis cosas a la oficina. Allá arriba las cosas no eran muy distintas. Salimos todos para nuestras casas.

En sus ojos... impotencia

Cuando pude salir de ahí, con mi diccionario tamaño ladrillo Rex a cuestas, el panorama había empeorado. La alegre Azángaro casi no se había visto afectada, sin embargo, la gente seguí copando la pista y pasaban pocos carros. Los tramitadores –algunos, no todos– habían vuelto a sus labores. Intenté llamar a mi casa, otra vez, pero no había señal ni en teléfonos públicos, ni en celulares ni en locutorios. La capital era un caos. El Palacio de Justicia se veía más tétrico que de costumbre. La gente corría de un lado a otro lo que me dio la sensación de estar en medio de un saquo generalizado. "Deberían saquear ese palacio de mierda", pensé. Volví a intentar llamar a mi casa pero no lo conseguí. Ya me había empezado a preocupar.

Seguí caminando como pude, aún sentía un ligero temblor en las piernas. M primera preocupación era llegar a mi casa y ver a mi familia, claro, era la evideten preocupación de todos los que andábamos dando vueltas por el centro incomunicados y asustados. Como un compañero del trabajo, que encontré parado en la nada, mirando hacia cualquier punto muerto de su imaginación. Me acerqué a él, más que por solidaridad, por la necesidad de tener que decirle algo a alguien, pero él fue el primero que habló.

–Necesito llegar a mi casa, necesito un taxi.

Y yo necesito vivir fuera de ese barrio de mierda donde vivo, en donde sea, menos en ese lugar, pero no le dije nada. Algunos de las fotocopiadoras del centro aún no cerraban, y parecía que no lo iban a hacer. ¿Acaso esperaban que alguien en esos momentos le preocupara sacar copia a algún libro o a algún documento?

–Ven, te acompaño –le dije pensando en cualquier cosa.

Rodeamos el Paseo de los Héroes y no tuvimos suerte. Le propuse ir hasta la Plaza San Martín donde siempre había taxis, pero antes de que llegáramos ya habíamos conseguido taxi para él. Ates de subir, le pregunté al taxista si me podía llevar luego a mí, y di mi dirección. "No chino, no voy por ahí". Embarqué al compañero que esbozó una disculpa, supongo que se habría sentido mal de dejarme en el caos del centro. "Está todo bien", le mentí, "ya conseguiré yo otro taxi". Que por cierto, no conseguí en la Plaza San Martín, tampoco en el Metro de jirón Cusco, donde todo parecía andar normal. Y donde encontré unos taxis vacíos que parecía abandonados por sus conductores.

Regresé al Jirón de la Unión; los bocinazos se escuchaban de todos lados. Pasó una ambulancia que me dejó más nervioso. Me acerqué a un grupo de personas que veía la tele y escuchaban los primeros informes de los muertos en el sur: 17 víctimas y parece que la cifra aumentaría. ¡Vaya forma que tuvo de aumentar!

Caminando con un diccionario REX

Cuando llegué a Chabuca Granda, luego de sortear otros atolladeros más, sabía que ya podría tomar carro alguno. El puente Trujillo estaba atorado y el embotellamiento se prolongaba hasta casi llegar al puente Huánuco. La última vez que había caminado desde el centro hasta mi casa fue cuando me había quedado sin dinero y estaba estudiando en la universidad. Aquella vez no se comparaba a esta. Primero, por el diccionario y luego por la gente volcada sobre las pistas, que caminaban hacia San Juan a falta de movilidad. Así que la ruta que hice no la hice del todo solo.

Y al llegar, en casa todos estaban completos. La familia en Paramonga también estaba bien y en Trujillo ni qué decir. Para nosotros (incluso para mí, que padezco la rajadura de mi habitación), el terremoto no fue más que un gran susto.

Sin embargo...

Las noticias que vinieron del sur no eran alentadoras. Al día siguiente los diarios comentaban sobre la aparición de los primeros muertos que ya sumaban más de 120 personas, miles de damnificados y millones de soles en pérdidas. En su discurso, Alán se lanzó contra la empresas de comunicaciones, indignadísimo por el colapso de toda la red hasta muchas horas después de lo ocurrido. Camino a casa, a la altura de la Plaza de Acho, la gente se exponía a que cualquier ladrón –aun los menos diestros– pudieran robarles los diminutos aparatos en un santiamén.

En el extranjero quizás sobredimensionaron la noticia pues muchos creían que todo el país había quedado derruido por el desastre. Llamaron todos los familiares, y a parecer al mismo tiempo porque ninguna llamada entró. Cuando por fin se pudieron comunicar todos estaba amaneciendo el día viernes y los reportes de los periódicos, la magnitud de las pérdidas y los rostros de impotencia reflejados en las cámaras de los reporteros hacen que uno se sienta tan minúsculo ante la furia de la naturaleza. Tan poca cosa ante la tierra cuando tiembla.

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