jueves, 12 de noviembre de 2009

Cruzando el campo minado (de niños eufóricos)

La curiosa disposición de las oficinas del colegio donde trabajo me obliga a salir de viaje cada vez que quiero un café. De los tres cafetines que hay, el que está más cerca a mi oficina, además de ser el sitio más caro (el café cuesta un 20% más), ostenta, en mi ránquin personal, el triste honor de ser uno de los peores cafés que he probado en mi vida. El que está más lejos, por el contrario, tenía el café más decente de varios metros a la redonda (Metro y una panadería 'dizque' ficha del otro lado de la avenida incluidos). Pero hace unas semanas (aunque sería mejor decir meses) que su cafetera pasó a mejor vida y ya solo venden infusiones filtrantes que no vale la pena comprar (de hecho, en ninguna de las cafeterías vende algún líquido decente para beber, salvo quizás el Free Tea). Como sea, queda la tercera cafetería, el punto medio. Eso de punto medio es un decir. En verdad, podría ser muy fácil llegar a esta cafetería, pero el atajo que me lleva hacia ella está siempre cerrado por un candado tamaño de la cabeza de un gato y tengo que a) pasar delante de la cafetería de la primera cafetería mencionada, que es de una señora que tiene cara de tortuga vieja; b) si las hordas de inicial están yendo hacia su baño, que queda al lado de la cafetería mencionada, me tendré que topar con ellos, y luego atravesar su pabellón, después llegar al patio central del colegio, cruzar esos bloques de cuatro pisos y terminar por fin en la cafetería "punto medio". De estar abierta la reja con cabeza de gato, el camino que toma casi diez minutos ida y vuelta se reduciría a solo cuatro. Pero para no seguir por las ramas, la catástrofe en verdad es volver por ese mismo camino y tener un vaso de poliestireno sostenido casi por el borde lleno de café caliente. No hay día que pase sin que me queme la palma de la mano. Aunque mi mayor temor es que, ya sea una pelota que viene a aterrizar casi en mi cabeza, o aquellos muchachos que están jugando una pichanguita con una pelotita de tela, o las niñas con las ligas, el enviado del laboratorio con los papelógrafos, los rompedores de trompos, los que chasquean el pabilo en el aire muy amenzantes, y todos ellos, cruzando de un lado a otro del patio, de manera tal que ni siquiera avanzando por los bordes tengo oportunidad de sobrevivir: me tengo que quemar la mano. Diez minutos después llego, con el café frío y la mano rosada.

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