Si le preguntaras a alguien por lo que estudió te diría que pasó seguro por la universidad estudiando tal cosa y que terminó en un trabajando en una cosa no precisamente por la que estudió tanto tiempo. En mi caso, y el caso de todos mis allegados, esto es una regla. No precisamente trabajamos en lo que tantas horas de sueño y placer hemos sacrificado.
Eso en verdad no es malo. Eso en verdad no tiene nada de malo. Lo malo viene cuando uno pierde todo rumbo en la vida y sobrevive tan solo por trabajar, por dedicarse a eso que le da un magro o no tan magro ingreso y se pierde en los vaivenes que un trabajo incidental te trae.
Por lo pronto, nosotros, los que estudiamos Literatura, Comunicación Social o Derecho, trabajamos de correctores, profesores o aprendices de editor y en eso nos puede ir bien; podemos estudiar cosas que nos capaciten mejor en esos trabajos y nos permita mantenerlo y crecer en esos prestigiosos oficios. Al fin y al cabo, somos artesanos de lo mismo, amasamos la misma cultura que nos rodea, aunque no precisamente por el lado que quisiéramos amasar. Puedo ser periodista, ser profesor de algún instituto superior y capacitarme en algunas herramientas informáticas que me permitan mejorar en mis métodos de enseñanza. Eso está bien; luego, también me sirve para cosas personales. Puedo ser un estudiante de Derecho, estudiar un idioma que casi nadie conoce y poder trabajar como un traductor, trabajar en una editorial o en alguna revista conocida del medio, enseñar en alguna academia; puedo estudiar Literatura y trabajar corrigiendo textos en algún ministerio.
Pero algo no olvidamos, por más pesada que esté la lluvia: la vocación. Esa frágil flamita que abriga el corazón y que nos permite decir "Me voy a trabajar". Nos hace madrugar, tragarnos a veces amanecidas, cancelaciones a los amigos o simplemente ignorar (temporalmente) que tenemos vida para sacrificar siempre un poco del tiempo que podríamos invertir en sentarnos como en un trono a escribir frente a una computadora o frente a una máquina mecánica y vetusta, que puede que nos haga sentir más discípulos de Hemingway que ningún otro. Aunque al día siguiente nos enfrentemos al monstruo de la realidad.