martes, 19 de septiembre de 2006

Con el dentista

Hoy me sacaron una muela. No quiero contar las circunstancias que llevaron a que esa sagrada parte de mi cuerpo se tenga que separar del todo. El caso es que ya no está. La he perdido para siempre.

No quería ir (¿quién va contento y saltando a un consultorio?) y sin embargo, hoy me fui a correr y luego me armé de valor para salir de mi habitación. Papá y mamá me acompañaron (no me de vergüenza admitir eso: el que esté libre de pecado, que tire la primera piedra) porque no conocía muy buen el lugar donde ellos se atendían. Y tras larga y nerviosa espera, pude verme cara a cara con el médico, quien había llegado un poco tarde, para variar.

Por suerte, me tocó un tipo que no estaba con los Walt Disney (o sea con los muñecos) que inspiró algo de confianza como para que le abra la boca (la boca pues, mal pensados). Quizá sea porque la espera me haya atontado, o quizá, no le haya tenido tanto miedo al odontólogo, pero ahí dentro, en manos del médico vi a su aguja erecta y goteante que lentamente se introdujo varias veces en mi boca (en circunstancias normales, este me parecería algo muy gay, pero recalco: ESTOY HABLANDO DEL ODONTÓLOGO, no he estado envuelto en nada gay, y no lo estaré tampoco). Sentí que la boca se me iba hinchando y la lengua se me iba perdiendo en un infinito de elefantitos verdes.

Y llegó aquella herramienta que parecía el destornillador con el que papá abría las latas de pintura. Preferí no ver lo que pasaba. Sólo sé que un crujido empezó a apoderarse de mi cráneo y que salivaba fuertemente: el hijo de mil vagones de putas me quería partir el cráneo a la mitad con ambas manos mientras me repetía eso, eso así, ajá, ajá, ya sale, ya sale, tiene una raíz muy grande. Evidentemente, yo le estaba recordando a todas sus generaciones, pero como tenía la boca con algo ahí (una herramienta del dentista, no sean mal pensados) no estaba entendiendo. Los crujidos iban en aumento y yo ya no sabía qué hacer, la cabeza se me empezó a inflar, la boca adormecer por completo, y el médico que no terminaba con lo suyo. Entonces, sin más preámbulo, luego de un dolor que me hizo ver a Judas calato jugando a las espaditas con Liberace, salió, bañada en sangre, la muela del fastidio, aún palpitante mientras que el médico le daba una palmadita para que llorara. «Le voy a poner Santiago», dije, mientras me recuperaba y mordía el algodón para segar el sangrado.

Salí con mi muela en las manos y con los papeles que me dio el médico para ir a la Secretaría para preparar mi certificado de descanso médico. Pedí una silla de ruedas para bajar pero me fue negada. Mis padres me estaban esperando orgullosos y miraban felices a Santiago, quien salió de dentro de mí a darle su alegría al mundo.

Bueno, ahora, Santiago está en el mundo, y en estos momentos lo miro con ternura (no es esto un plagio de Eielson). Tendré que acostumbrarme a estar sin él, a sentir el vacío que él ha dejado en mi cavidad bucal. Mientras tanto, Santiago y el Mandril conversan en la sala e intercambian posiciones acerca del futuro del Psicoanálisis lacaniano.

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