domingo, 1 de octubre de 2006

Llegó el mes morado

¡Octubre! Mes de El Señor de los Milagros, del turrón de Doña Pepa, del cambio de camiseta de Alianza Lima, del bloqueo de la avenida Tacna para dejar que la procesión pase y el carro que me lleva al trabajo se desvíe infinitamente hasta aparecer por Cárcamo y hacer vericueto y medio para retomar una ruta por la que tuvo que haber pasado hacia más de media hora. ¡Qué bello mes octubre!

El año 2005 llegué al mes de octubre sin empleo y sin dinero, preocupado por tantas cosas que parecían cabos sueltos e irreparables en mi vida. Luego de que escribí un cuento que a mí me gustó mucho (“El chelo o Teresa”) tomé la decisión de seguir en este sacerdocio literario, y permanecer en él hasta que naufrague. Y para eso era necesario tener el sustento monetario que en mi casa ya no podían (ni querían) darme, por lo que tenía que encontrar un trabajo que no fuera como los que había tenido antes, es decir, ahora necesitaba un trabajo en el que me pagaran de verdad y no un goteo que a veces tenía sabor de limosna. Sin embargo, y pese a mis esfuerzos (tibios en realidad), no obtuve plaza en nada. Me di al abandono, pensando que esta vida estrellada a los veintitrés años había llegado al capítulo final y que ahora estaba esperando que abran la puerta del teatro para salir.

He renegado siempre de mi mala suerte para encontrar amigos leales. Bueno, en verdad, salí con esa idea de la facultad de Derecho, en donde conocí la gente más putrefacta que yo pudiera imaginar. En ella, las mejores amistades que había tenido las había perdido siempre por la razón de una mujer: una mujer siempre metida entre un amigo y yo, y en esos trámites, perdí contacto con mucha gente que realmente no valía la pena dejar de ver. Pero hay casos en los que la amistad sí llega a sobreponerse a todos esos obstáculos. Ése es el caso de mi amigo A., con quien tuve un largo silencio de dos años en los que el hielo no se derritió ni una sola gota. Recuerdo que me dijo: ¿Quieres trabajar en la SUNARP?

Al día siguiente estuve a las ocho de la mañana frente al Hospital Rebagliati. Era un día fresco pero gris: un día común en Lima. En la ventanilla 36 una chica de rostro adusto me recibió y me dijo que a quién quería ver. Se lo dije y me preguntó si sabía el anexo. Le dije que no y me dijo que esperara. La doctora con la que debía entrevistarme no había ido. Estaba de descanso médico. Tendría que regresar al día siguiente. Esa mañana llegué temprano, me hicieron esperar porque aún no llegaba la doctora. Paseé por todo el primer piso, viendo los módulos donde atendían a los usuarios, que siempre escuchaban a los “orientadores” con rostros de nulidad absoluta en temas jurídicos. Luego comprobé que las cosas que les decían en Orientación eran más desorientación que una ayuda certera sobre las dudas de los pobres ciudadanos. Que a veces ni tan pobres, porque hay (los hay, los hay, lo he comprobado) cada joyita… Pese a todo, ahí estaba yo, sentado en una silla más, leyendo algo de Kafka para no sentirme tan solo. Esperé hasta que dieran las nueve y media de la mañana. Debí haber supuesto que no llegaría la dichosa doctora para la entrevista, seguí de permiso y no volvería si no hasta el lunes, fecha en la cual me diría si estaba dentro o no.

El lunes llegué, me miró, me dijo «Vaya con A. para que le enseñe el manejo del sistema». Aquí sí creo que la influencia de la lectura de Kafka me había afectado. Cuando me intentaron explicar el sistema de trabajo de los certificados de gravámenes en fichas del SIR y los de los prediales en SARP, y el uso de las claves de acceso para registrar mi trabajo, y el despacho con la caja de publicidad mi cerebro colapsó. Gracias a Dios (es sólo un decir, porque lo que vino después era tan feo como lo anterior) me cambiaron a la media hora del segundo al quinto piso.

De tropiezo en tropiezo pude quedarme y ahora estoy algo aclimatado. El mes de octubre, mes de los milagros, aquél milagro de conseguir un trabajo en un momento muy duro, muy negro. Ha pasado un año y aún mantengo el empleo del que he recibido muchos argumentos para escribir. No crean que fue una reconciliación con el Derecho. En lo absoluto. Por el contrario, lo que creo que es el Derecho por fin me está pasando la indemnización de todo el tiempo que pasé en vano escarbando dentro de su mugre. Está cumpliendo su deuda conmigo y yo con él. Fue un armisticio y nada más. En la SUNARP me dedico a cosas en verdad simples y sin mucha complicación jurídica. Y a veces (solamente a veces) me dedico más a eso que a lo que debería dedicarme en verdad: escribir, leer y escribir.

Curioso, sé hacer eso hace más de veinte años y sin embargo siento como si recién lo hiciera desde hace menos de dos años. Es este mes de octubre que quizá me atonta un poco, o la polución de Lima, o el chancay medio pasado que me comí en la calle. No lo sé. Mi ingreso a la SUNARP cambió muchas cosas en mí, como por ejemplo (y esto nadie lo puede negar) devolverme la dignidad. El trabajo dignifica, señores. La SUNARP, no, por supuesto, pero sí el hecho de saber que ya tienes con qué pagarte las cochinadas que compras (música, libros, línea telefónica, salidas, et caetera). Ahora, estoy a tres meses de que se venza mi convenio de prácticas (hasta ahora no sé ¿qué he practicado?) y estoy feliz. Mi ciclo ahí terminará pronto y otro mucho más interesante (y auspiciado por la SUNARP) comenzará para darme más brillo al cabello, más canas atractivas, más cosas en qué pensar.

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