domingo, 22 de octubre de 2006

Hay tanto que contar…

El lunes 16 de octubre falleció el ex presidente Valentín Paniagua Corazao. De sus méritos políticos no puedo hablar porque conozco casi nada de ellos. Dicen que fue un buen presidente. Dicen que siempre fue un demócrata comprometido con esos principios, un hombre íntegro que nunca se vendió al mejor postor. Lo único que sé de él es que fue congresista por Acción Popular para el periodo 2000-2005, llegó a ser Presidente del Congreso luego de que Fujimori fugara cargado de nuestro dinero y luego se convirtió en el Presidente de la República transitorio que aseguró (dicen) el retorno de las instituciones democráticas al país. Ese hombre, por quien yo votara en primera vuelta en abril de este año ha muerto, un mes después de que Vituchito lo matara para ganar quince segundos de cámaras televisivas, varios meses después de la desastrosa campaña electoral de su Frente de Centro (donde juntó rata gorda, rata colorada y cuanta pestilencia se quiso introducir en su lista congresal). Merecía ganar, claro que sí. No era el mal menor. Y o lo digo por su modesta estatura, si no más bien porque era el único que podría llevar con alguna dignidad la banda presidencial tan apolillada, podrida y hedionda (de alcohol) fuera dejada por el grande, único e incomparable Alejandro “Cholo sano y sagrado” Toledo. Tamaña rata que, a pesar también de su modesta estatura, fue una rata de las grandes.

Obviamente, como a cualquier peruano (residente en Lima, hay que aclarar), la muerte de Valentín Paniagua nos traía ciertas consecuencias. El centro posiblemente estaría obstaculizado por el cortejo fúnebre. Y como el martes 17 (el día que lo enterraron) yo tenía que ir al centro, eso me afectaba de algún modo. Aquel día, los asquerosos políticos que fueron sus contrincantes en una de las campañas electorales más horrendas que le ha tocado vivir al país, se golpeaban el pecho frente al ataúd que recibía los salivazos de un cardenal hijo de puta. Todas las coronas (que llegaban de un extremo al otro de la cuadra en donde está la Catedral de Lima) ya no estaban; la catedral estaba cerrada porque el cortejo ya se había marchado. Caminé por las calles del centro (previa parada en la calle Capón para almorzar) y mientras me iba a comprar un libro a Quilca recordé aquella inefable oportunidad en la que salí muy cansado de la explotación de práctica que tenía en el estudio jurídico de un dizque abogado penalista y me dirigí a la facultad de Derecho de la Universidad San Marcos. Ahí, por motivo de una charla de Derecho Constitucional, vi, muy menudo él, a Valentín. Lo vi de lejos, claro, porque el salón en donde él había expuesto era muy pequeño y estaba reventando de gente. Por alguna razón que ahora no puedo recordar, tenía que hacerse un brindis después en homenajes a los conferencistas, entre los que estaban un Ferrero Costa (creo que Augusto) y el popular Ketín Vidal. Y como bien dicen, San Marcos es el Perú, una secretario del decanato se me acercó, y aprovechando que me había visto la cara de idiota, y vestía un terno que más bien era un pantalón de tela y una camisa y me dijo: “¿Puedes ayudarnos a servir el vino?”. Le quise preguntar “¿Hay nota? “, pero no lo hice. Así que pasé una terrible vergüenza ajena cuando me percaté que el vino que pretendían servir era un Gato Negro. Demasiado chusco para mi gusto, pero eso le dio la Facultad de Derecho de San Marcos de beber a Paniagua.

Miércoles 18: salí a correr, llegue temprano a casa para alistarme al trabajo. Encontré a un ser nefasto conectado desde la casa de su enamorada en Salamanca (Ate) a las seis y media de la mañana. Y me insistió tanto para que escuche a Chabelos que no tuve más remedio que aceptar las “canciones” que me envió por el Messenger. «No importa», me dije, «me tomo un colectivo, me bajo en Manco Cápac, agarro ahí la 48 o la 87 y llego temprano al trabajo». Y la cagué, porque las canciones (que en verdad eran un asqueroso mate de risa) terminaron de bajar a las siete con quince y salí para encontrarme con la desviación del tránsito de la avenida Tacna hacia la Abancay. La policía (que no respeto, y no lo intento porque me enroncho) nos hizo esperar más de quince minutos ahí en Acho aguantando el caldo de gases CO, CO2, COCONUTS, y todos esos que arrojan los vetustos autos que vienen de San Juan de Lurigancho y que componen la mayoría del parque automotriz de Lima. Los Chabelos me costaron un taxi que me dejó tarde en la chamba.

Y luego, el temblor, que me sorprendió en traje de Adán sobre mi cama revoloteada mientras escuchaba “Cuando pase el temblor” de Soda Stereo.

Del fin de semana quisiera decir tanto, escribir tanto, soñar tanto, me inspira mirar al cielo, contar las estrellas (aunque sea de día), no sé… tantas cosas. Ustedes saben. Esta semana ha sido muy buena. Lo voy a escribir, pero no aquí… Mucho sapo.

reo-libre@hotmail.com

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