viernes, 27 de julio de 2007

Desde la Rue Azángaro: la muerte del notario.

Jueves en redacción: Tengo los audífonos puestos. Me sirven para aislarme de las voces chirriantes de algunos aquí en la oficina. Si me los quitara, solamente sentiría el monótono tac-tac-tac de los teclados a mi alrededor, pero aún así no me los quito. De fondo, el ruido de una impresora con papel atascado y el chasquido de unos dientes que farfullan una maldición. No mucho después, se abre la puerta de la oficina y entra el editor.

–Ha muerto un notario.

El monótono tac-tac sigue, todos siguen como si nada; como soy nuevo en esta paradisiaca calle, no puedo evitar preguntar. Me asomo a la ventana y veo algunos rostros adustos que acompañan al muerto; algunos optan por un respetuoso silencio. Los detalles aún son un misterio para mí. Le pregunto al editor si sabe algo más sobre el incidente. Él solo opta por sonreír, como si quisiera decirme que esa es cosa de todos los meses. Vuelvo a asomar por la ventana y veo a una mujer vestida de negro; tiene una mirada de dolor inconmensurable y en sus gestos esa impotencia que la muerte nos impone de un certero latigazo en el pecho.
***
Cuando sintió que el pisco empezaba a cocinarle las entrañas decidió levantarse de su silla, o al menos intentarlo. La música de la rocola era estridente; algunos solos de guitarra trataban de imitar algún arpegio de rock progresivo, pero solo parecían lamentos de un mamífero agonizante. En su cabeza, esos sonidos se licuaban con el alcohol, algunas luces enceguecedoras lo hicieron retorceder mientras se hundía en una tromba de aire frío que venía de la calle; no pudo evitar las primeras arcadas mientras caía sobre la mesa de atrás.

Que se lo lleven, no puede andar. Madrecita, un ratito más madrecita. Eso sí que no, carajo. ¡Borrachos! ¡Que se lo lleven! Gervasio, sácalos a estos mierdas. El estiró un brazo, pedía silencio, pero más parecía que hacía el saludo nazi. Avanzó vacilante hacia la señora, con el debido respeto, señora, disculpe usted... yo quiedo esplicale...

Gervasio los sacó a rastras. El notario hizo notar su indignación, y lo maldecía constantemente entre escupitajos de lívida espuma. Vámonos, compadre. No hay nada más que hacer. Déjeme, compadre; yo puedo caminar, déjeme.

***
El cortejo se detiene frente a lo que era su casa; en la quinta no se ven rostros afligidos. Las miradas evaden el cajón y nadie quiere sentir más comprometido que el otro. Los familiares visten de negro y encabezan el grupo que dobla de Roosevelt hacia la décima cuadra de jirón Azángaro. Algunos esperaban desde hace tiempo que él desapareciera, que no molestara más con su presencia.

–Yo alguna vez entré a esa quinta.
–No me digas que por un carnet de medio pasaje.
–No, entré con un compañero de la universidad; su abuela vivía allí. Fuimos para gorrearle comida, pero la señora no había cocinado. Así que entramos en una de esas casitas de la quinta donde preparaban segundo con refresco por dos soles cincuenta. Entre los dos nos compramos uno. Cuando entramos todo parecía normal, y en una de esas mesas estaba él.
–¿Ah, sí?
–Sí. Estaba llenando un certificado de notas de secundaria. Mi pata me dijo que no mirara, pero era la primera vez que veía hacer una cosa de esas.
–Era la primera vez que venías a Azángaro, ¿no?.
–Sí –dije algo ruborizado.

No siguió mirando, pero la señora de la pensión a él sí lo siguió mirando con desconfianza; era la primera vez que lo veía. El notario se levantó de su silla y avanzó hacia la puerta; hizo un gesto con la cabeza a la señora a modo de despedida. Vidal, su amigo, le dijo que no se podía andar por esa quinta de fisgón sin que te hicieran un corte en la cara. Y como a ti, ahora, no te han hecho nada, puedes considerarte un afortunado.

***

Insistió en acompañarlo hasta Palacio de Justicia; no era necesario, compadre. Yo aquí tomo mi taxi solo, todos me conocen, no me van a estar jodiendo. Pero no; esos borrachos de la esquina ya no eran los de antes y él no era visto tampoco como antes. Son cuestiones de negocios, nada más. Todos saben cómo es esto, nada es personal. Si hay que tirar dedo a alguien se le tira dedo a alguien, pero el negocio no se puede ver perjudicado; déjeme compadre, el aire me hace bien. Esos de allá ya se van, ¿ve? Son una sarta de...
***
El cortejo reanuda la marcha y hay palmas desde la quinta. Algunos despiden al notario que se va. Como perros, otros notarios siguen a lo lejos, conversan por lo bajo, husmeando cabeza abajo por la vereda que es un lodazal, hurgando entre los que se van quedando rezagados y no irán al cementerio. Algunos autos que venían de la cuadra nueve quedarían atrapados por el cortejo; los chacales estaban ya ahí, preguntando, ofreciendo, sin compromiso; otros, por algún respeto solo fuman apoyados en la pared de la esquina de Azángaro con Roosevelt.
–Lo atropelló un carro que venía a toda velocidad desde Azángaro, ha lloviznado desde anoche, así que cuando vio a los borrachos ya era muy tarde; por más que frenó, patinó hasta aplastarlo contra el asfalto.
El compadre no pudo reaccionar a tiempo; él salió despedido contra un quiosco. El auto se dio a la fuga y en la comisaría de Cotabambas nadie se dignó buscarlo porque no tenían para la gasolina.
Sigo con la mirada al cortejo un rato más desde la ventana; admito con con algo de indiferencia. El notario está muerto y más de uno cree que por soplón, por delatar al que la policía estuvo por atrapar aquella tarde de los tres balazos de la quinta y que lo consiguió tres días después gracias a él. Supongo que murió en su ley. Los familiares suben al bus que los llevará al cemeterio El Ángel. Al cortejo ahora solo lo acompaña el gris cielo de Lima.

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