viernes, 15 de febrero de 2019

Un Omé para cerrar la noche


Ayer tenía que haber sido un día feliz. No lo digo por lo comercial y muy conocido ya —eso de San Valentín—. Lo digo porque fui al Gran Teatro Nacional a ver uno de los mejores espectáculos de circo que he visto en mi vida. Y era eso o ver al pelao de Gianmarco. La decisión era evidente. Male y yo salimos muy contentos y nos encontramos con una amiga con la que nos fuimos a comer algo. Elegimos un lugar terrible que fue como una antesala de lo que vino después.

Ya en casa, me di con otra mala noticia: la Sunat me estaba buscando. Y como cualquier mafia que se precie, quería o mi dinero o mis vísceras. Male, no puedo más, le dije cuando leí este correo en la tranquilidad de mi hogar. Me voy a fumar un pucho. Fue raro que ella no pusiera un pero a esta determinación, pero así fue. 

(Paréntesis: Ese día, más temprano, unos amigos búlgaros que conocí por cosas del trabajo, me habían regalado una cajetillas de cigarrillos Omé, originarios de Grecia. Son muy suaves y es siempre un placer echarse uno encima. Fin de paréntesis)

Prendí el pucho nomás llegué al lobby del edificio, salí a la calle y aún estaba esta revuelta, a pesar de que eran casi las doce de la noche. No sabía qué hacer. No soy exactamente una persona muy organizada y ordenada en mis cuentas, pero ahí voy bregando. Mi único mandamiento es temer a dios por sobre todas las cosas. Entiéndase como dios a la Sunat. No me meto con la Sunat, y así la sunat no se mete conmigo. Esta situación no podía vivirla. Me estaba ahogando en mi microtormenta.

Una señora, que salía del edificio a dejar su basura en la calle (sí, en Miraflores aún subsiste esa práctica), me abordó y me preguntó si yo compraba periódico. Como no entendí bien a qué se refería, me quedé en silencio observándola esperando un poco más de información. Me dijo que había leído en el periódico que a su amiga la habían asesinado. Fue el esposo, que con un mazo le rompió la cabeza y luego él intentó suicidarse bebiendo lejía, pero fue salvado en el hospital. Su vecina y amiga era de Los Olivos, de un asentamiento humano donde han vivido casi tres décadas. Entonces pensé ¿y qué hace la señora aquí?

—Mi casa se incendió en marzo del año pasado. Mi esposo sufrió quemaduras que luego se complicaron porque era diabético. Falleció hace unos meses por complicaciones de una bronconeumonía.

—¿O sea que usted aquí vive con...?

—Mi hija, la menor, se mudó aquí dos meses antes del incendio, y es la única que me da amparo.

—...

—Y encima me la matan a mi amiga. Y eso es lo más raro, por es quiero el periódico, para saber qué pasó, porque era un matrimonio feliz ese, que tenían juntos más de veinte años y de noche a la mañana me salgo a enterar de esto y no puede ser. Encima los periodistas fueron a mi casa quemada a preguntar por mi vecina y...

Fueron tres omés lo que duró la charla con la señora. Yo solo asentía, la miraba, trataba de repreguntarle algunas cosas. Poco después se fue... Me dejó con la sensación de que debía sentirme de alguna manera «bendecido» porque mis problemas, al parecer, ni son los más graves, ni son los más importantes. Lo mío con la Sunat es un chancay de a veinte. Justo cuando empezaba a llenar el vaso de agua y a ahogarme en él, apareció la señora —Amelia se llama— y me dio sin darse cuenta una respuesta a mis dudas. Estoy muy agradecido con ella.

Volví al departamento, algo mareado por el efecto de los tres omés, vi a Malena y a la abracé. «Mañana será otro día», pensé.



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