jueves, 23 de abril de 2009

Los parisinos. Alejandro

Volvió a frotarse los ojos: la hoja seguía en blanco y eso lo desesperaba. Era muy fatigoso, lo era en realidad, sentarse frente a la computadora y tratar de escribir algo luego de pasar tantas horas en el trabajo. Valdría la pena, se daba fuerzas, porque algún día terminaré de escribir esta novela. Pero el día no tenía cuando asomarse en el horizonte. Ese era el problema: la incertidumbre.

Tiene la ojo izquierdo más irritado que el derecho. Bosteza y saltan lágrimas hacia el inmóvil teclado. La situación ha llegado, para él, a un estado insostenible. No duermo bien, se dice, y eso está afectando todo lo que hago. Por eso estoy como estoy, sin dirección, con un relato que flota como una burbuja de gas, sobre una atmósfera avejentada: esta casa, esta biblioteca, con libros que solo acumulan polvo y penas. Con un horario inflexible en editorial, y con estas puñeteras ganas que tengo de mandar todo por un tubo hacia algún mar ensopado de caca.

Estoy solo en esto, y solo yo lo puedo hacer vivir o matar. Nadie más, pero es que necesito que me pasen cosas, que la sangre debajo de la piel va corriendo y atropellándose en vez de reptar lentamente, como una vieja lagartija. Y el teléfono que no sonaba.

No hay comentarios.: