sábado, 31 de julio de 2010

La marcha de la bicicleta: el quinto puesto



Ya se había hecho costumbre que yo la acompañara a la salida del colegio. Ella, en su vieja bicicross y yo, a pie, a veces sosteniendo mis cosas debajo del brazo (o en la mano) y otras llevándolas dentro de la mochila. Sobré qué conversábamos, no lo recuerdo. Solo recuerdo que me gustaba escucharla reír; ella a veces me decía cosas, para mí era suficiente llenar mis oídos con la melodía de su voz, con su risa, con sus silencios.

Alguien creerá que para los 150 metros que caminábamos desde la salida del colegio hasta la inevitable esquina en la que me separaba de ella yo estaría exagerando si dijera que esa era mi escalera al cielo. Pues lo era, y quien no haya sentido eso alguna vez por nadie, no ha tenido vida.

Tampoco recuerdo todas las veces que quise tomar su mano entre las mías, o que quise sentir la calidez de sus mejillas afiebradas. Siempre fui un chico tímido, tonto, cabizbajo, cagado de miedo. Ella siempre fue callada, sonrojada, hermosa. Hasta entonces, mi imagen de ella en el lejano 1988 estaba inalterada, tanto como nuestro paseo de manos tomadas de 1989. Estaba borrada la tristeza de su ausencia en el segundo grado de primaria.

El último paseo fue el decisorio. Debí prever que pasaría, si ella siempre había puesto la bicicleta entre nosotros como la puerta que debía tocar, como la chaperona a la que debía pepear. Supongo que ha sido uno de los pocos momentos en que reunía los pedacitos de valor que tenía repartidos en todas las glándulas. No lo dudo, la primera parte fue un momento valiente: «Me gustas mucho». Claro que la respuesta que recibí no fue la que ni remotamente esperaba. Ella no dijo nada («nunca dijo nada», involuntario homenaje a Arena Hash). Solo subió a su bicicleta y se fue.

Antes de que lo consiguiera vino la segunda parte de mi declaración, la que pasa con la honorable ubicación número 5 de las peores humillaciones de mi corta vida:

-Por favor, no me rechaces.

Las ruedas de la bicicleta rodaron por la avenida Ramón Castilla.

Ahora, imaginándome en el diván de algún loquero local, concluyo que ese debe ser el origen de por qué nunca más opté por la declaración formal de mis sentimientos y opté por la más cómoda vía de la demostración fáctica de mis intenciones (a veces muy expresivas).

Años después, diez años después, cambié de estrategia y esta vez obtuve una respuesta: no. Ya no era el cándido y regordete niño de anteojos gruesos que iba al colegio, era el ávido lector de García Márquez que creía que un destino «florentinoaricístico» le correspondía, era un escapista de la Facultad de Derecho de San Parcos (y de una novia jurídica, ruin, hipócrita y convenida) y era un turista en ciudad ajena, en hotelucho con baño compartido. La busqué, esperanzado en que los capítulos más tiernos de nuestra relación, al menos en algún nivel onírico, estuvieran todavía presentes en ella. Claro está que me equivoqué.

Tres años después, ella volvió a mí. Salimos. Conversamos, ya como amigos, yo no quería ni podía aspirar a más. Me animé a preguntar, a riesgo de parecer un psicópata obsesionado con ella: ¿Recuerdas cómo jugábamos en el Inicial? ¿Nuestro paseo de manos tomadas de algún extraviado mes de 1989? ¿Me extrañaste durante el segundo grado en escuelas separadas? ¿Por qué saliste disparada en tu bicicleta seis años después? Para no asustarla, omití estas dos últimas preguntas. Con la respuesta a las dos primeras me bastó.

-¿Ah sí? Yo no recuerdo nada, amigo.

Ahí comprendí cómo era el asunto. Dejé de masajearle el cuello (pues le dolía), me levanté del sofá y me fui. Caminé hasta mi casa. Pensando en lo tarado que fui al creer que esos detalles tan nítidamente esculpidos en mi mente podían ser marmóreos en conciencias ajenas. Fue mi culpa. Querer mucho a veces es antihigiénico.

Sé que volvió a romper corazones después. Y en parte, eso también fue mi culpa.

La canción que elijo tiene un porqué que me guardo.

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