lunes, 4 de febrero de 2008

Hace un año


Recuerdo una noche que a veces me parece que no existió. Una noche con lluvia sobre un puente sin nombre en una calle que no existe sobre un río con un nombre que hasta ahora recuerdo, sin saber hacia dónde iba ni de dónde venía. Recuerdo una noche de lluvia, sentado sobre las piedras de un puente que atraviesa una ciudad que no conozco, una ciudad de Argentina, una ciudad veraniega de lagos, sierra y gente amable. Recuerdo una noche ya vieja sentado sobre La Cañada, mirando cómo el agua iba hacia el río Suquía, pensando y pensando por qué no me interesaba que esa lluvia, que aumentaba –¡y vaya que aumentaba!– el caudal del río, me mojara hasta mi alma. No me importaba. Muy pocas cosas habían de importar.

Hoy es domingo, aunque casi es lunes. Entre tres y cuatro de febrero escribo esto. Hace un año cargué una maleta más grande que yo hacia la frontera con Chile. Precisamente una noche como esta, hace un año, no me dejaron entrar a ese país. Fue la primera vez que pensé que todo ese viaje no resultaría, entre maletas, productos de contrabando, mamachas negociantes y choferes con axilas grasosas, mirando hacia la ventana, parado en el bus, viendo bailar lejanamente las luces de Arica, que se alejaban, viendo aterrizar perezosas las luces de Zofra Tacna, y luego la avenida Basadre. Esa noche, L6 no me dejará mentir, una parálisis absurda me impidió disfrutar con mis amigos de la vida nocturna de “la capital nacional de los nightclubs”. Mirando un punto muerto pensé y pensé en cómo llegaría a la Argentina, cómo con todas mis fuerzas lucharía por quedarme ahí, y luego, aunque sea en un contenedor de carne congelada, llegar hasta Barcelona, Lisboa, Marsella o Hamburgo, pero llegar.

Esa misma parálisis me impedía moverme sobre el río. No me creía la roca que la lluvia no moja. Era el hombre perdido que no sabía por qué luego de tanto esfuerzo, tenía que volver a su país con un peso muy grande en el pecho, pensando que todo esa tristeza fue producto de una fuerza vital inexistente en su corazón, de una dejadez blindada que lo hundió lenta pero seguramente en el fracaso. Aquella noche no dormí, pues veía cómo iba llenándose el río Suquía, sobre el puente Antártida, jugando con las luces que las gotas de la lluvia creaban sobre mis ojos.

Ahora me es imposible pensar en esa noche como una amarga. La vida ha seguido dando sus giros y creo que ya aprendí a rodar como una piedra más. Esa noche sobre el río Suquía está lejana ya, pero presente en mí como presente están todas esas lecciones que la vida te va dando, mejor dicho, apuntalando. Regresé y para bien. Lo dije antes, lo digo ahora: Las cosas pasan por algo.

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