miércoles, 11 de marzo de 2009

Peligroso naufragio en el recuerdo de alguien que se fue


Trabajaba yo en Registros Impúdicos, me sentía bien conmigo mismo. Todo parecía seguir un cierto orden que se podía leer en mi mirada como una secreta y tibia sensación de bienestar, una franqueza en el brillo de las pupilas y una bien anclada certeza de superación (o de saber que he superado una terrible etapa) y la felicidad que una hermosa chica puede otorgar cuando ríe, cuando deja de reír, cuando canta o cuando (gracias a Dios) deja de hacerlo. Pero nunca faltan las nubes, la tormenta cíclica, el karma que vuelve como rejuvenecido por unas largas vacaciones. Y es cierto: las desgracias siempre te las traen las personas más despreciables… esa es su labor en esta pútrida sociedad.

A. P., soberano hijo de las tres mil al que aún algo de gratitud debo guardar, viene, riendo con sus amarillentos y brillosos dientes, a decirme “la última de P.” Maldije la tierra que lo vio nacer, maldije marcar (esto es recurrente) Derecho en vez de Literatura en la cartilla de inscripción al examen de admisión. Pues bien, me traía las últimas de P.: la patada que le dio a su novio en el paradero de la Universitaria, la vergüenza del pobre imbécil ese, que tiene la cara de petate (aquella mirada estúpida que lo hace perfectamente manejable por alguien tan inescrupulosa como ella). Yo, inerte, escuché, sonriendo taradamente como si Melcochita me contara un chiste, y ahogué la voz que dentro de mí gritaba: “Larga a ese pedazo de imbécil, por el amor de Alá”. Pero Alá no me ama, o al menos lo disimula muy bien. Escuché, me reí, disfruté la desgracia ajena. Él se fue ya inoculado el virus del recuerdo. Quise volver a mi curso normal de vida, pero ya no pude. Las cosas que más me trastornan de esta puta vida son dos: su nombre y la facultad de Derecho de San Parcos, dos caras de la misma mierda.

Sobreviví a ese golpe; salí del shock días después, y de los que luego vinieron (que no por posteriores fueron más fáciles de asimilar; como en todo, la experiencia es completamente inútil). Pero la herida volvió a abrirse, las costuras de esa extirpación sangraron escribiendo en cada centímetro de piel ese doloroso nombre, así que tuve que vomitar todo en un conato de novela que el destino (y mi estupidez) se encargaron de borrar de mi fiel PC.

Pasaron los años, nuevas heridas quedaron abiertas, de menor intensidad, luego olvidadas, molestaron por un momento, mas seguí el curso “normal” de mis días y me enterré en la más aséptica rutina que me hizo olvidar su nombre, su rostro y la falsedad de sus palabras. Pero ahora que cuelgo el teléfono vuelve este viejo y conocido fantasma a alterar mi volátil existencia, en esta ocasión, de la mano de un SMS (compruebo apenado lo alcahuete que es el celular) que rezaba: “Adivina con quién me encontré”. A A. H., mi querida ministra, no la puedo culpar del descalabro que causó (es la una y no puedo dormir), pues hemos pasado tanto tiempo lejos uno del otro que era imposible que al menos lo sospechara. Por suerte, ella se portó (delante de P.) a la altura de las circunstancias: evitó el tema, la paseó con evasivas (como Nixon ante Frost) y dijo que me había visto solo una vez y que había pasado mucho tiempo de eso, que no sabía qué era de mi vida. Eso estuvo bien. No me gustan esas defensas tontas que algunos suelen dar: “Le va regio”, “Está genial, muy bien, siempre conversamos…”.

Gracias por eso, creo que esa gratitud es suficiente para poder conciliar el sueño en la siguiente media hora.

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