lunes, 3 de diciembre de 2007

Rey del Mundo, hasta las 9 de la mañana (oro sólido, oro sólido, oro...)


Su Graciosísima Majestad, Felipe I, Rey de lo pútrido y lo decadente, se levantó de su cama real luego de que su súbdito favorito, o sea, el narrador de cuentos (con perro que habla incluido, cuatro pilas Ray-O-Vac, 2 x 1 en oferta en Galerías Mercado Central), le estuvo leyendo un texto intitulado 2666. Aquel texto había marcado el ritmo de su vida en la última semana. Recordó el rey que semanas antes había disfrutado con un texto del mismo autor que llevaba por título Los detectives salvajes, que no solo había llenado sus expectativas como lector, sino que además había exacerbado su fuergo interno como aprendiz de escritor que decía ser, y de amigo y de hombre, como dijo alguien por ahí.

Como sea, el rey sintiose más que satisfecho, así que mandó llamar a los súbditos que le pusieron al tanto de la hora, le trajeran el desayuno a la cama; le recordaron amablemente que lo esperaban unos embajadores teutones para impartirle clases del idioma de las valquirias. Vaya, tan temprano pensó, pero como el rey todo lo podía y todo lo conseguía solicitó para esa mañana una jauría de enanos que remolcaran su carroza en forma de zapatilla Nike hacia el bosque conocido como "Campo de Martes a Viernes". De la jauría de enanos, dos eran gays y trataban de seducirse mutuamente, así que eso retrasaba el paso de la carroza.

El rey decretó que murieran por la tortuosa forma de leer una revista de jurisprudencia del Tribunal Fiscal. Los enanos imploraron por clemencia. El rey llegó a su destino; los enanos yacían muertos y ya eran trozados para ser vendidos como pan con chanfainita en el cruce de 28 de Julio y Arequipa. Desde la Emabajada argentina un orgulloso embajador, en pelotas, salió a saludar a los transeúntes, muchos de ellos lo ignoraron. Felipe I ordenó a los enanos detenerse ante Mariátegui, este, al ver al rey lanzó tres vivas en su nombre y lloró amargamente: los revolucionarios, sí, ellos, los de la facultad de derecho, usan ahora dos celulares, uno claro y otro movistar, con cámara de 5 megapíxeles, desayunan en La Tiendecita Blanca, compran su ropa en Saga y en Ripley, con una golden card; manejan Suzukis, y tienen laptops con internet satelital. Felipe I, conmovido por las amargas verdades que Mariátegui le confesaba, no tuvo mejor remedio que regalarle un libro: ¿Quién se ha llevado mis feligreses? Mariátegui le dijo padrino, besole la mano y Felipe se marchó.

Aún no daban las 7 de la mañana. Felipe descubrió que los embajadores teutones lo estaban esperando. Guten Tag lieber König. Guten Tag liebe Freunden. Y hablaron de muchos temas alemanes de suma importancia: Rammstein, la abeja Maya, Klinsmann, Claudia Schiffer y la película Rossini de Helmut Dietl.

–Auf Wiedersehen denn.

Son casi las nueve de la mañana. El día va avanzando y se va tornando algo tímido y frío. Los enanos se fueron a tirarle piedras a la estatua de Haya de la Torre. El rey ha mirado su reino parado sobre la cabeza de una pulga y vio que todo era bueno, que todo era posible en su soberanía, que muchas páginas podría seguir tejiendo todo el tiempo que hiciese falta. Sin embargo, el peso de la corona se licuó con el frío frescor de la mañana. Un cobrador de olorosas axilas grita "Bertello bajan". El rey pierde la corona, coge su mochila con su libro naranja del Goethe, toca la puerta de metal le abre un rostro adusto, casi hostil, un rostro escamoso lo espera dentro: es una iguana con guayabera sucia. Un oriental sale del baño sin subirse el cierre de su pantalón; no se ha lavado las manos. Firma tu ingreso, son las 9 y 10. Diez minutos de retraso.

El rey vuelve a ser un plebeyo y la tinta se queda agrietándose en un tintero muy triste.

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