sábado, 5 de abril de 2008

La bodega de las estrellas

Es común que en las tardes, a la hora del almuerzo, mi enamorada y yo salgamos a comprar una botella de agua para pasar las horas más pesadas de la "p.m." en las calderas de nuestro centro de labores. Ahora solemos frecuentar una bodega donde, casi religiosamente, se ve, presumo yo que todo el día, el canal de Telenovelas, que, claro está, es mexicano, y es de Televisa.

Como casi siempre estoy con ella ahí comprando no tomo mucha importancia a lo que ahí se trasmite, pero me percato de que es un canal que pasa todas las novelas, habidas y por haber, del lleno de gracia canal de las estrellas. De lo que sí me percato es que a esa hora la bodega está llena porque, como es la hora del almuerzo en muchos otros lugares, hay señoras que ahí comen, conversan, rajan, descansan y ven televisión… obviamente ese canal. Muchas veces la señora que ahí atiende ha demorado unos cuantos segundo en darme el vuelto con la mano suspendida en el aire para terminar de ver la escena antes de los avisos comerciales. Aunque también por muchas otras razones. La que más para prendida de la pantalla es su mamá.

Como verán, le tienen mucha ley a ese canal.

Y me viene a la mente aquella columna de César Hildebrandt, donde él señala:


"[L]as telenovelas han hecho una incuantificable contribución al proceso de convertir a grandes porciones de la población (de todas las clases) en seres que reniegan del homo sapiens, piensan dos veces al año (cuando compran regalos), creen que George W. Bush es iraquí y por eso anda en Bagdad como en su casa y están convencidos de que Alberto Fujimori ignoraba qué hacía su fiel y seguro servidor Vladimiro Montesinos. La telenovela es –no como género sino como experiencia concreta– otro modo de deshumanizar a la gente".



No diré que ese género televisivo atonta a la gente (no lloveré sobre mojado), pero sí diré que una vez cuando fui solo, es decir, cuando no tengo que estar pendiente de mi cariñosa enamorada, puedo observar con más detenimiento de lo que pasa a mi alrededor en esa bodega, y veo que la gente mira fijamente la pantalla, con un gesto extraño en el rostro, algunos de ellos con la boca abierta, lista para salivar, entre esas personas, yo. Si ya siento que el vuelto de mi compra ha aterrizado en mi mano, me cuesta hacer la resta mental para percatarme si me dieron el cambio completo: "Dos soles, más setenta, más ochenta de la Coca personal. Pagué con una moneda de cinco soles… ¿En verdad ese tipo se va a agarrar a esa chica para vengar a su amiga, que estudia en el salón de al lado de los RBD?". La sinapsis se hace cada vez más débil.

En mi casa, la situación no es muy distinta, pero no con ese canal (no sé qué hará mi mamá a las horas que yo estoy fuera), sino con las novelas brasileñas, que siempre he escuchado con su mucho mejores que las novelas mexicanas, a las que en casa se suele calificar de tontas. Sí, pero bien que vieron una de las tantas repeticiones de la versión a colores de El derecho de nacer.

Los productores, y en general todo aquel que esté involucrado en este genocida negocio de la televisión comercial, sabe muy bien que todo ser humano tiene la necesidad de escapar por unos instantes de la realidad, o de verse reflejado en personajes que sean similares a uno y que le permitan al televidente jugar con la posibilidad de una vida alterna, irreal, pero verosímil, en la que se puedan explotar posibilidades que la vida real no permite. En buen cristiano: todos necesitamos de la ficción para sobrevivir. Necesitamos poder crear en nuestras mentes posibilidades paralelas de existencia que nos permitan sobrellevar la pesada carga de la rutina, que es tan aplastante a veces, o decepcionante, quizás. Por eso las novelas tienen tanto éxito, porque saben explotar muy bien esta necesidad.

Esto mismo lo puede experimentar cualquier adolescente que pretende acercarse a la lectura, cuando coge una novela como, por ejemplo, La ciudad y los perros, de Mario Vargas Llosa. Algunos sentirán que se identifican con Alberto, otros con Ricardo Arana, y así por el estilo. O sea, en resumen: La necesidad de ficción está ahí siempre, latente, el problema está en qué posibilidades de satisfacción se ofrecen para saciar estas ansias, y de estas posibilidades, cuáles son las que son más "vendidas", para que acaparen siempre mayor público.

Definitivamente, la televisión de señal abierta gana ampliamente la batalla. ¿La lectura? Eso es para los escolares, para los que estudian, para los que chancan, y para los aburridos: "No more pencils, no more books", le dice Frank Costello a su cachorro en la película The Departed, dándole a entender que la vida real se desarrolla fuera de ese mundo libresco, fuera de ese yugo, ahí empieza lo que importa. Todo café o restaurant te ofrece una televisión (Fuck Sport, o algún otro canal, hasta los chifas), muy pocos una revista para leer.

Un cambio en estas valoraciones, solo un ligero cambio en esto, y las cosas no andarían como hasta ahora están yendo. Cito al Búho del Trome: apago el televisor.

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